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Se llamaba Plaza de la H. hace más de 15 años. Ahora no. Ahora esta plazoleta se llama el Árbol de los Peluches. Más que plazoleta es una isla triangular que queda en la calle Libertad en la vía hacia Sierra Maestra. Más que una isla es un punto de encuentro de la comunidad del 23 de Enero, esa urbanización emblemática situada en el oeste caraqueño. Y más que un punto encuentro: es un monumento a la fe en el bienestar.

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“Eso fue una arrechera”, dice Gustavo Carmona mientras se limpia sus manos engrasadas en la cara de Chávez impresa en su franela. “Por mala paga. Por mala paga jodí al Negro Palacios”, gruñe. Sigue moviendo tuercas con una mano, sosteniendo una llave inglesa con la otra, frunciendo el ceño, mordiéndose la lengua y sudando la gota gorda que saca cualquier operación a motor abierto de un Caprice color arena del setenta y dos. Gustavo es un mecánico que vive a cinco pasos largos del Árbol de los Peluches; tiene su taller en frente de su casa y es fundador del ícono sin prponérselo.

“Le arreglé el motor que estaba echando aceite y después no me quiso pagar, el desgraciado. Entonces como él era así un negro, macaco, feo que parecía un mono, conseguí un peluche de mono y lo guindé ahí en el árbol pa’ que se burlaran de Palacios, por sapo y mala paga”, ríe. “Ahora, todos me traen peluches pa’ que yo los guinde. Este sitio se volvió famoso y todo por una joda”.

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En grupos de veinte, seis, tres, dos, cinco, dos y seis están los peluches distribuidos en los siete árboles que tiene la isla. El árbol que sostiene los veinte, asegura Gustavo, ya no crece más de tanto peluche que le ha montado. Allí fue donde germinó esta tradición cuya raíz fue una sátira como las que usan con los morosos los cobradores del Dr. Diablo.

Pero el mensaje que captó la gente del 23 de Enero fue distinto. No fueron colgando sus peluches para señalar a los mala paga, sino para que se les cumplieran “deseos de bienestar”, como describe Gustavo.

Las ansias por sentirse bien motivaron a más de cuarenta personas a ofrecer sus peluches al Árbol, o mejor dicho, a Gustavo. “La gente me trae lo que quiere guindar, me cuentan su intención y yo se lo guindo, pues”.

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Jesús, “el bola e’ chivo”, ofreció un “Winnie the Pooh” de tamaño humano para conseguir novia. Un Guardia Nacional, un oso amarillo para que lo ascendieran de cargo. Un señor, una fachada de una casa hecha en barro para conseguir un buen hogar para su familia. Una señora, un conejo rosado para que se curara su bebé.

“Y se curó, fíjate. Vino una vez una muchacha que me dijo pa’ guindar ese de allá pa’ quedar embarazada”, dice señalando a una muñeca plástica desnuda y con la piel desteñida. “No quedó embarazada, pero se encontró un billete de cincuenta mil bolos”.

“Como a la mayoría de la gente se le cumplen los deseos, hay gente que viene a rezarle a los peluches. Pa’ que veas que la moraleja aquí es que la fe mueve montañas”.

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La grasa en la cara, en manos y cuerpo, el sudor en la frente brazos y pecho y la concentración en el capó del Caprice no opacan la picardía de los ojos verde claro de Gustavo. “Hay que ser sincero –confiesa- yo monté ese poco de muñecos porque  cuando estoy en una buena curda lo que me provoca es guindarme en ese árbol a amarrar peluches. Y me trepo por ahí y llego hasta allá arribota y lo amarro con lo que consiga”.

Collares hawaianos, cordones de zapato, pabilo, mecate y hasta pitillos amarrados sostienen y, a veces, ahorcan a las ofrendas y peticiones que fortalecen a este santuario. Es así como la fe de la comunidad se amarra solita a los árboles de la plazoleta.