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Foto Miguel Hurtado

Estación Chacao. El Metro va en dirección hacia Propatria. Una mujer tiene el pie atravesado e intenta detener el cierre de las puertas con sus brazos. Afuera de ese vagón hay dos hombres. Uno de ellos –alto, vestido con traje, sostiene un maletín con la mano izquierda– agarra con fuerza el cuello de la franela del otro hombre –bajo, carga un morral en la espalda y usa unos pantalones rotos–. Éste hace lo posible para soltarse. El hombre alto aprieta cada vez más su mano, sube la voz y pregunta: “¿Dónde está?”. El hombre bajo responde que no sabe de qué habla. Todos los que están en el vagón ven el espacio que queda entre el andén y las puertas del Metro. La mujer que sostiene las puertas señala los rieles y dice: “Yo escuché que algo cayó, seguro está allá abajo”. El hombre bajo pide que lo suelten, el otro se acerca más y grita: “¡¿Dónde está? Ya te pregunté, responde que sabes lo que querías hacer!”.

Pasan cinco minutos. La mujer no se mueve y el hombre alto no deja de gritar y agarrar la franela del otro. Pasan diez minutos. La mujer camina hacia atrás y dice: “Ponle el ojo a los rieles y no lo sueltes”. Las puertas cierran, el tren se va. Todos ven los rieles, hay un celular. El hombre alto se altera, su cara se pone roja, se le marcan las venas de la frente.

–Ahí está. ¿Viste? Yo sabía que me querías robar pero se te cayó el teléfono, estúpido.

–Suéltame. Yo no agarré nada, si se te cayó el teléfono mala tuya –agarra con las dos manos el brazo del otro e intenta alejarse. El alto no lo deja.

–Fuiste tú, pendejo. Me querías robar, no te vas a salir con la tuya.

Dos funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana llegan. Separan a los dos hombres y llaman a un trabajador del Metro para que ayuden a recoger el teléfono.

El hombre bajo dice algo. El alto se altera, suelta el maletín, corre y golpea la mejilla del otro. El bajo intenta devolverle el golpe pero uno de los policías le agarra los brazos y lo inmoviliza. El otro policía hace lo mismo con el alto.

–Tú me querías robar, admítelo.

–Ya te dije que no, pedazo de loco.

–Te voy a destrozar –se suelta y se lanza nuevamente con los puños cerrados hacia la cara del hombre que tiene toda la franela estirada.

El policía lo detiene. La gente está amontonada en las escaleras, en el andén y en las barandas de la estación. Nadie sale de Chacao, un grupo empieza a gritar: “policía, déjalo que lo mate, se lo merece”, “choro del coño”, “métele su coñazo para que aprenda”, “golpéalo con fuerza”, “dale golpes, pégale en la cara”, “no dejen que se vaya”, “agarren el teléfono rápido”, “alguien sostenga al choro para que el otro la descargue con los golpes”.

–Yo no agarré nada.

Los policías intentan llevarse al hombre bajo. Él se suelta por un momento pero agarran su bolso y luego sus brazos para que camine hacia las escaleras.

–Ojalá te lleven preso –dice el hombre alto que sigue alterado.

–Me está sacando por tu culpa pero ¿tú crees que esto se va a quedar así? Te voy a cazar, ya te puse el ojo y tú cara no se me va a olvidar, becerro.

–¿Tú crees que te tengo miedo?

–Deberías porque te voy a quebrar.

–Deja de hablar paja, ven y salimos de esta de una vez, pues.

El hombre intenta empujar a los policías, forcejean. Saca un juego de llaves de un bolsillo y lo tira con fuerza, golpea el rostro del hombre alto que estaba cerca de las escaleras. El hombre se toca la cara, se agacha, recoge las llaves y las lanza. Las llaves terminan golpeando el pecho de uno de los policías.

–Cuídate porque te voy a cazar.

–Cuídate tú de mí porque no te tengo miedo.

Los tres policías se llevan al hombre bajo. El alto sigue viendo hacia los rieles porque no le han devuelto su teléfono. La gente empieza a moverse. El Metro que va dirección hacia Palo Verde llega y abre sus puertas.