Seleccionar página

El domingo Día de la Madres el estacionamiento del Acuario Juan Vicente Seijas en Valencia luce tan vacío como es de esperarse. Solo tres carros en la parte más cercana a la entrada ocupan el amplio espacio. Seguramente pertenecen a algunos de los empleados, a juzgar por el delfín de peluche que guinda en el espejo retrovisor de uno de ellos.

A pesar de la ausencia de visitantes, el vigilante sentado junto a la entrada es riguroso: “El acuario abre a las diez”.  Y diez minutos más tarde él mismo se meterá en la diminuta caseta que sirve de taquilla para cobrar los cinco bolívares que cuesta el ingreso.

Hace algunos años, el visitante caminaría apresurado para asegurarse un buen puesto junto a la piscina. Hoy no hay apuro, da tiempo de notar la omnipresente y sonriente cara del alcalde en la fachada del Consejo Comunal que se encuentra dentro de las instalaciones, los también sonrientes pero desfigurados Mickey y Goofy que alguien se atrevió a dibujar a mano alzada o una bonita cartelera adornada con motivo del día de las madres.

Y no hay apuro, porque la tragedia griega ya tuvo lugar. Entre el 13 de enero y el 14 de abril de 2011 murieron Ulises, Artemis, Penélope y Helena, Zeus quedó huérfano y sin pareja, pues Dalila, la otra sobreviviente, no solo está vieja sino que nunca pudo tener cría. Otra Helena y Telémaco murieron años antes.

Son las toninas – delfines rosados de agua dulce – que en 1987 emprendieron un viaje forzado desde los afluentes del Apure para el deleite de propios y extraños que acudían al acuario a verlas saltar, dar vueltas, jugar con pelotas al ritmo de un silbato. En fin, todo un Seaworld que convirtió a Valencia, junto con el Safari Carabobo y el Big Low Center, en una suerte de Orlando tropical y ochentoso.

Hoy muchos se preguntan si no era mejor que se hubiera completado el polémico acuerdo que llevaría a dos toninas mucho más lejos del Apure, a Daejeon, Corea del Sur. Allá les esperaba no sólo una piscina, sino un edificio completo, el Tonina Hall del recién inaugurado AquaWorld de esa ciudad. Pero el acuerdo no sonaba muy lógico en voz del alcalde de Valencia: a cambio de las toninas recibiría 500.000 dólares verdes y un Pez Mandarín amarillo. Éste último de un tamaño casi igual al de la tonina, la del billete de dos bolívares, claro. Siete centímetros.

“Bienvenidos a este refugio de la fauna acuática. Por favor desactiven el flash de sus cámaras pues el destello puede dañar la retina de los peces”. La joven guía dice esto de forma tan automática que no se da cuenta de que el ruso que tiene enfrente no entendió nada. Igual es bienvenido. En estas circunstancias un visitante extranjero es un lujo, aunque al igual que todos debe entrar por la puerta trasera, la que tiene a un lado el reloj marca horario de los empleados.

Adentro la penumbra clásica de los acuarios es más bien agobiante, le acompaña un calor tremendo y mucha plaga. La visita no puede durar mucho, pues entre los tanques del Temblador, las seis especies de Bagre, la inmensa Cachama que apenas cabe en su diminuto tanque y el temido Caribe, hay demasiados tanques identificados con una frase nada científica: EN MANTENIMIENTO.

Al final del pasillo un aviso menos discreto advierte a cualquiera que tenga mucha curiosidad por lo que pasa allí. PROHIBIDO EL PASO. ÁREA RESTRINGIDA. Está colocado sobre un plástico negro que impide acercarse a las piscinas donde por más de treinta años habitaron esos mamíferos acuáticos con curiosos nombres griegos. Detrás se oye el silbato que solía comandar el show.

-Se usa igual a la hora de alimentar a Dalila y Zeus, explica la guía. Pero allí no entra nadie, sólo el entrenador y la veterinaria.

Sería interesante oír cómo le explica la razón al niño que con una mano sostiene la de su padre y en la otra lleva un lindo delfín inflable azul y que además es demasiado pequeño para alcanzar a ver los pocos tanques habitados. Tendrá que esperar que su padre baje a su hermanita, una niña más pequeña que él. ¿Dónde estará la madre hoy? 

Al salir se ven más carros y justo antes de alcanzar la calle como veinte delfines azules y brillantes. Inflables, claro. El vendedor que los lleva en su espalda se apresura a ofrecerlos.

-Veinte bolívares.

Ante el poco interés, intenta tranzarse en vano.

-Bueno, dame diez.

Diez bolívares. Como aquel que distribuye el Kino ganador imaginario. Entonces me pregunto, ¿cuántos delfines azules podría comprar con quinientos mil dólares verdes?