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El tiempo pasa… nos vamos poniendo menos.

Andrés Calamaro

Madrid, 14:34. BlackBerry. Dos conversaciones actuales. Beatriz escribió: «Se murió Popy!!!». María José escribió: «Chamo, se murió Popy». Coño, me dije. Hay coños reflexivos, silentes, verbales y mortificados… Sólo aquel que haya tenido una infancia ochentera podrá hacerse una idea clara de todo lo que supone la desaparición de este payaso.

Sin cronología, como vulgar aguacero, se estrella la memoria.

Surge de repente una Caracas rara y distante, una especie de Atlántida. Crest o Colgate ofrecían una extraña promoción: un ratón delineado en blanco que ilustraba la superficie de un vaso rojo. Babas de crema coloreaban la superficie de plástico. Los versos infantiles escritos a los lados decían, más o menos, así: Los dientes de arriba se cepillan hacia abajo/ los dientes de abajo se cepillan hacia arriba/ y las muelitas debes limpiar/con un movimiento circular. Nunca me convenció aquella estúpida copla. El ratón de Colgate —o de Crest— me resultaba engañoso, muy engañoso. Popy, por su parte, sí logró convencerme. Su performance a favor del cepillado siempre me pareció mucho más sugerente. Te tienes que cepillar/ no cometas disparates/ después de cada comida / y si comes chocolate. «Chamo, se murió Popy», me recuerda el BlackBerry. Las diligencias se atrasan. Mil cosas por hacer y la memoria se empeña en pasearse por el teatro La Campiña.

Quizás Juan Corazón haya sido el último payaso; el último payaso de los valores ochenteros, de la canción ingenua, del estímulo lerdo, sin malicia. Aquellos payasos representaban la estupidez legítima, la imaginación domesticada. El modelo transgresor e irreverente de un Krusty, por ejemplo, no tenía ningún tipo de alternativa en los primeros años ochenta. La sensualidad noventera, representada por las niñas lindas de Nubeluz o El club de Los Tigritos, tampoco complacía las exigencias de los muchachos gafos que veíamos Burbujas, Kiko Botones o las series dramáticas de Popy. La postmodernidad, que a Venezuela nunca llegó —o que, en tal caso, llegó muy tarde—, no tenía herramientas suficientes para desfragmentar los discursos teológicos y estéticos inscritos en seriales como Mi amigo Dios o Pobrecito el payaso.

¡Pobrecito el payaso! ¿Era Amilcar Rivero? Creo que sí… Amilcar Rivero u otro niño estrella de los ochenta resbalaba desde un trapecio. La tragedia ocurría en el primer episodio. El capítulo terminaba con el carajito en el aire. Venevisión —o VTV—, por su parte, ofrecía en el mismo horario las desventuras de Chispita. Aunque, para entonces, el verbo tripear no había sido incorporado a la lengua por ningún tipo de academia, me tomaré la licencia de improvisar un anacronismo lingüístico: una de las cosas que más tripeaba en mi infancia era ver los créditos de presentación de la telenovela mexicana Chispita; era un rompecabezas, un rompecabezas que lo armaban unas manos anónimas y sobre el que, paulatinamente, sonaba la más pavosa de todas las canciones de Timbiriche. El control remoto es un invento reciente. Apenas terminaba aquel intro había que correr hasta el televisor para darle vueltas a la rueda. Aparecía, entonces, el actor Juan Frankis llevando en sus brazos al niño trapecista. ¿Cuál era el argumento? Amilcar Rivero quería ser equilibrista pero tenía un accidente que lo dejaba paralítico; se hacía, entonces, amigo del payaso del circo, Popy… Algo así.

«¡Marico, se murió Popy!», escribe otro incrédulo. Surgen, entonces, recuerdos de «El telefonito«. Puede que el imputado por asesinato, doctor Edmundo Chirinos, haya tenido razón al etiquetar a nuestra generación como una banda de bolsas. Sólo unos ni-nis existenciales podrían encontrar belleza en las rimas tremendistas de una canción como aquella. Un niño del siglo veintiuno podría escupir, con razón, sobre tiradas de versos como: El telefonito es /una necesidad / llamada tras llamada/ y bla,bla,bla,bla,bla. Y pensar que Popy, con este poema futurista, se refería a los inmensos teléfonos CANTV, grises, de círculo transparente y centros terracota. Sucedió hace veinticinco años, más o menos… ¡Qué bolas! Ese concepto del tiempo, esa disolución de los años en un collage impresionista, es lo que se apiña en un nuevo reflexivo y solitario ¡coño! ¿Dónde habrán quedado las revistas de Popy? ¿Dónde los Condoritos? ¿Dónde la copia en beta (max) de En Sabana Grande siempre es de día? La memoria —mi ramera más preciada— escupe sobre el silencio fragmentos inéditos de una Caracas que no reconozco. Quizás lo que duele es Caracas. ¡Maldita sea! Cuánta melancolía despertó la muerte del payaso. Popy forma parte de un imaginario que ha perdido sus referentes. Puede ser, quizás, que haya sido un personaje sin gracia, de patetismo ingenuo, incluso balurdo; representante de una televisión sin pretensiones, provinciana y estéticamente pobre; sin embargo, el saltimbanqui logró cuajar en una forma de arraigo que ningún empeño ni ninguna debacle ha sido capaz de callar. Para nuestro placer o nuestro pesar, Popy —diría Foucault— forma parte de la arqueología de la venezolanidad.

En Venezuela, esa especie de Baja Edad Media con autopistas, Popy emergió como una versión dicharachera y tardía de Charles Chaplin. “Mi amigo Dios” fue algo así como los Tiempos modernos de una generación que, por primera vez, allá por el año ochenta y dos, tuvo noticia de la palabra crisis. Hoy resulta casi imposible recordar aquellos fines de semana sin muertos; la repentina escasez de las peras y las manzanas; la aparición de Tattoo en Sábado Sensacional, los entuertos amorosos del presidente Lusinchi, la inauguración del Metro y el Teresa Carreño e incluso recordar que, alguna vez, Dios fue interpretado por un actor sin biografías, documentales, bustos, salones ni plazas, el gran Tomás Henríquez.

Como dice Calamaro parodiando a Milanés, el tiempo pasa, nos vamos poniendo menos. Ya nada queda de las cuñas de Manaplás ni de los versos ingenuos de un hombre que, en los tempranos años ochenta, asimiló el ridículo con dignidad de oficio y, además, se convirtió en el mejor amigo de un Dios negro.