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Ilustraciones Betania Díaz

Una madre y su hijo recibieron diagnósticos equivocados luego de hacerse la prueba rápida de la covid-19 en un centro de diagnóstico estatal. Ella fue enviada a un hotel centinela y luego a un gimnasio vertical en el oeste de Caracas, donde pasó casi un mes en condiciones deplorables. Como en una prisión, dice. Él fue enviado a su casa, y a los pocos días el virus llegó a sus pulmones. Nuestra cronista Carla Contreras cuenta la historia desde la voz de sus protagonistas

Curaduría editorial: Liza López

11 de agosto 2020

En mis 44 años nunca me habían cantado cumpleaños bajo mi balcón, jamás. Y tampoco imaginé que la primera vez sería así. Pero decidí ponerme de punta en blanco para la ocasión, al menos lo más arreglada que el encierro me permitía estar. 

Estrené el vestido rojo que me había llevado mi hija, me pinté los labios y arreglé mi cabello como pude. Quise verme elegante a pesar de todo. Me miré al espejo y me sentí lista, decidí por fin asomarme por la ventana del hotel, que desde el inicio de la pandemia ha funcionado como centro de reclusión para pacientes asintomáticos en Caracas. 

Todos estaban esperando para verme desde la acera del frente. Los ojos se me llenaron de lágrimas al verlos. Mis nietos lucían más grandes de como los dejé. Mi hijos también estaban allí, y mi esposo, con el rostro escondido bajo un ramo de flores. 

—¡Ay qué noche tan preciooosaaa! —empezaron a cantar al unísono, mientras la gente que pasaba se detenía a ver la escena.

Al escuchar sus voces me olvidé por un minuto de que llevaba dos semanas encerrada en un hotel de mala muerte por ser, presuntamente, paciente de covid-19

Al escuchar sus voces me olvidé por un minuto de que llevaba dos semanas encerrada en un hotel de mala muerte por ser, presuntamente, paciente de covid-19

Al menos por unos instantes, volví a ser feliz.

28 de julio 2020, unas semanas antes

—Mamá, me siento mal —me dice Manuel con la voz fañosa.

Tiene un semblante desgastado, se ve ojeroso y carga un humor de perros. No es para menos, llevamos más de una hora en un CDI (Centro de Diagnóstico Integral) esperando los resultados de su prueba rápida (para coronavirus). Cuando dejó de tener olfato, hace una semana, se le metió en la cabeza la sospecha del virus y, pese al temor de que se lo llevaran confinado, decidió acudir a la sanidad pública para examinarse.

Pero ahora estoy convencida de que si mi hijo no tenía el virus ahora lo tiene y posiblemente yo también. Todos estamos en un lugar pequeño y encerrado, esperamos aglomerados, pegados hombros con hombros. Algunos tosen sin disimulo y se restriegan la cara con violencia. Siento que el aire empieza a faltarme por la ansiedad.

—¡Manuel Blanco*! Saliste negativo, te puedes retirar —le anuncia con brusquedad la doctora a mi hijo. Respiro aliviada.

—Mamá, deberías aprovechar para descartar cualquier cosa.

—No, mijo. Yo me siento perfecta. Mejor nos vamos.

—Aprovecha, mamá. Es mejor prevenir, que lamentar —insiste Manuel.

Accedo a regañadientes y me voy hacia donde está la doctora que toma las muestras. Agarra mi mano con fuerza y me pincha el dedo. La sensación me desagrada.

—¿Para qué se la hace si usted está bien? —pregunta la doctora mientras me tuerce los ojos. No puedo responderle con palabras en ese momento, pero me pregunto lo mismo.

Luego de tomar la muestra, me despacha y me voy, aún aturdida, a reunirme con mi hijo. De nuevo estoy rodeada por el grupo de griposos, que por lo visto no pueden dejar de toser y chorrear.

—¡Ornela Márquez*! —me sobresalto al escuchar mi nombre. No esperaba los resultados tan rápido. Camino angustiada hacia la voz que me llamó.

—Su prueba salió positiva, tendremos que llevarla a un centro centinela para asintomáticos.

***

La habitación del hotel mejoró bastante su aspecto con las flores, la torta y los otros regalos. Aunque debo confesar que ese lugar nunca fue tan malo, al menos comparado con lo que vendría después.

Mi habitación era muy sencilla, pequeña, oscura, sin televisor, como los clásicos cuartos de esos hoteles a los que llaman “mataderos». Le doy gracias a Dios por haber podido tener mi teléfono allí, ese era mi único entretenimiento: revisar las redes sociales, chatear con mi familia. También pasaba horas en la ventana viendo pasar a la gente y esperando identificar entre los caminantes alguna cara conocida…

Desde hace unos años me alisté en la Milicia Bolivariana, las razones para tomar esa decisión no vienen al caso. Lo menciono porque uno de mis compañeros milicianos era custodio en el hotel, así que, gracias a él, tuve un trato privilegiado con relación al resto de los once confinados que estaban allí.

Cada uno tenía su habitación y baño particular, pero la mayoría estaba totalmente aislado del exterior. Las comidas que enviaban sus familiares eran interceptadas por el comandante, un hombre de facciones toscas que coordinaba la vigilancia en el lugar. Por eso muy pocas llegaban hasta las manos de los pacientes. Tampoco la ropa, ni el agua, ni los recados verbales.

Era fácil para los custodios cambiar una buena comida por la porquería que ofrecían a los confinados

Era fácil para los custodios cambiar una buena comida por la porquería que ofrecían a los confinados

Yo, por mi parte, estaba «cómoda». Aunque en varias ocasiones tuve problemas con el comandante, mi amigo miliciano me hizo llegar todo lo que me llevaban. Estaba encerrada, sí, y el contacto con mi familia era limitado y únicamente a través de la ventana, pero me sentía como una reina al no tener que comer las arepas viejas que le llevaban al resto, ni pasar sed por la falta de agua. Ese día de mi cumpleaños, en la noche, el comandante tocó la puerta de mi habitación. Me pareció extraño. —Recoja sus cosas que se va mañana a primera hora —dijo con antipatía cuando abrí el seguro. Me ilusioné muchísimo. Estaba convencida de que era una especie de regalo de cumpleaños y volvería a mi casa. Hice mi maleta en un santiamén y casi no dormí por la ansiedad. En la mañana agarré mis macundales y bajé las escaleras como endemoniada. Pero pronto me di cuenta de que no era la única, el resto de los confinados también se iba del hotel. —No se emocionen, que todavía no se van para su casa. Van a ser trasladados, junto a otros pacientes asintomáticos, a un gimnasio vertical —gritó con burla el comandante mientras esperábamos en fila india, frente a la fachada del hotel en la que estuvimos más de 15 días.

12 de agosto 2020

Son las siete de la noche y acabamos de llegar al gimnasio vertical en el oeste de Caracas. Los doce pacientes que salimos del hotel pronto empezaron a multiplicarse. Recorrimos buena parte de los hoteles de Las Palmas, la avenida Andrés Bello, Candelaria, San Bernardino, la avenida Baralt, el centro de Caracas. Mi autobús estaba repleto, trasladaba a 40 personas y escuché que detrás venía otro con 40 personas más.

Un grupo de tres civiles y dos guardias nos hace pasar al gimnasio, nos separan por género. 40 hombres son enviados al cuarto piso y las 40 mujeres restantes nos quedamos en el nivel tres. Uno de los civiles nos conduce hacia el dormitorio principal, un antiguo salón de yoga en el que ahora se ubican 30 camas distribuidas en 3 filas de 10. Cada una, con apenas unos 60 centímetros de separación.

Allí entramos 30 mujeres, el resto del grupo fue enviado a una sala contigua que está totalmente aislada. Escucho murmullos a mi alrededor, algunas de mis compañeras aseguran que quienes fueron separadas del resto tienen el virus con los síntomas activos.

Me preocupo.

Siempre me he sentido sana, pero desde hace algunos días tengo la confirmación en mis manos de que el virus no está en mi cuerpo: una prueba PCR que arrojó un resultado negativo para covid-19 que me habían hecho apenas unos días atrás.

***

El 28 de julio, el mismo día que llegué al hotel, fueron a mi habitación dos hombres con trajes blancos y máscaras que cubrían todo su rostro. Parecían astronautas o algo parecido, pero eran médicos. Me dijeron que debían tomarme una muestra de sangre para hacer una prueba PCR. Era parte del protocolo para mantener a los pacientes asintomáticos en el lugar.

Pero pasaron los días y los resultados del examen no llegaban. Me desesperé. Nadie me decía nada. No sabía cómo estaba mi salud, no tenía algún tipo de vigilancia médica, tampoco tenía claro cuántos días me dejarían encerrada en el hotel. Cuando reclamé, la respuesta del comandante me angustió aún más:

—Señora, quédese quieta. Su prueba PCR se perdió —dijo sin titubeos y sin explicaciones—. Mañana va a ser trasladada al Hotel Alba Caracas para que le hagan otra, pero si sigue reclamando la dejamos aquí

—Señora, quédese quieta. Su prueba PCR se perdió —dijo sin titubeos y sin explicaciones—. Mañana va a ser trasladada al Hotel Alba Caracas para que le hagan otra, pero si sigue reclamando la dejamos aquí

Al día siguiente, 6 de agosto, me llevaron a ese lugar junto con otros pacientes del hotel que también debían hacerse la prueba PCR. La edificación estaba convertida en un hospital de campaña. Había personas por todos lados, cubículos, catres en el suelo, médicos vestidos como astronautas y, lo que más me llamó la atención: una especie de celda improvisada en la que mantenían encerrados a varias personas de mal aspecto. —Esos que están ahí son los que han agarrado en la calle sin tapaboca. La mayoría son indigentes, o borrachos que andan por ahí. Los tienen un rato encerrados y luego los sueltan —explicó uno de los guardias nacionales que custodiaba el vestíbulo del Alba Caracas. Por segunda vez me tomaron la muestra para la prueba PCR, en esta oportunidad los resultados sí llegaron a mis manos: negativo para covid-19. No lo entendía.

Nunca supe si la primera prueba rápida había arrojado un error o si nunca tuve el virus en mi cuerpo

Nunca supe si la primera prueba rápida había arrojado un error o si nunca tuve el virus en mi cuerpo

Me pregunté si la prueba de mi hijo también había salido errónea. Era probable que sí, porque sabía que aún tenía los síntomas, pero la mala cobertura en su casa no me habían permitido hablar con él para enterarme de los detalles. De cualquier manera, esa nueva constancia de mi estado de salud no me sirvió para que me sacaran del hotel, tampoco para evitar que me llevaran al gimnasio vertical.

***

—Las visitas están prohibidas. Sus familiares solo les pueden traer comida, agua y ropa, pero no pueden hablar con ellos. La entrega de encomiendas es en horario limitado, solo de lunes a miércoles y de 9:00 de la mañana a 12:00 del mediodía. Pero no tendrán contacto directo con ustedes, les entregarán sus pertenencias a los custodios y nosotros se las haremos llegar.

Uno de los civiles que nos recibió es quien está dictando las normas, pero por su forma de hablar parece más un militar. Son tantas órdenes y reglas que me angustio, me da pánico que me dejen encerrada indefinidamente como lo hicieron en el hotel. Estoy nerviosa y me cuesta memorizar todo lo que dice.

—Para lavar su ropa y bañarse deberán ir por turnos, las mujeres de 10:00 a 12:30. Hay solo 14 duchas, así que deben organizar por bloques. A las 9:00 mañana todas tienen que estar despiertas, vestidas y desayunadas, porque a esa hora empiezan sus clases deportivas. Son tres opciones: boxeo, yoga y bailoterapia. La asistencia es obligatoria y no quiero comiquita. Aquí los vamos a estar monitoreando y llevaremos un conteo de faltas. La que acumule tres se va para el Poliedro y eso no les va a gustar —sentencia antes de salir de la habitación.

Nadie dice nada, pero se empiezan a escuchar sollozos. Cada una ocupa una cama y se sienta en ella.

Muchas lloramos fuertemente, llevamos semanas en un limbo en el que no nos dan respuestas. Ahora estamos presas en un gimnasio vertical que se parece más a una cárcel

Muchas lloramos fuertemente, llevamos semanas en un limbo en el que no nos dan respuestas. Ahora estamos presas en un gimnasio vertical que se parece más a una cárcel

Me acuerdo del hotel y me parece un paraíso. Allí estaba sola y encerrada, pero no tenía regulaciones como si fuera una prisionera.

El reloj me avisa que son las 9:00 de la noche, me recuesto en la cama e intento relajarme. El clima está tenso, todas parecemos derrotadas, llenas de impotencia. Las luces se apagan y algunas de mis compañeras salen del dormitorio para conversar. De repente escucho un estruendo, es una voz electrónica, pero no sé de dónde sale. Imagino que un hombre habla por un altoparlante.

—Las señoras que están en el pasillo del piso 3 deben volver a sus camas. Recuerden que en las normas dijimos que la hora de dormir es a las 9:00 de la noche. No quiero a nadie deambulando. Y no desobedezcan porque los estamos vigilando. Siempre los vamos a estar viendo —advierte.

***

Cuando me llevaron al gimnasio me preocupé muchísimo por los días que me esperaban, pero la verdad es que había una angustia mucho más grande que me llenaba el pecho.

Luego de la prueba rápida en el CDI, mi hijo Manuel continuó con los síntomas del virus. Debilidad general, quebrantos esporádicos, su olfato tampoco regresaba

Luego de la prueba rápida en el CDI, mi hijo Manuel continuó con los síntomas del virus. Debilidad general, quebrantos esporádicos, su olfato tampoco regresaba

Días después empezó la tos, un carraspeo ahogado que no lo dejaba respirar y que lo asustó tanto que decidió ir a una clínica privada para hacerse un segundo descarte. Siempre hemos sido una familia humilde, así que intentamos resolver sin tener que ir a sitios pagos. Pero esta vez era diferente, cuando se tiene una emergencia el dinero pasa a segundo plano.

Mi hija me informaba de vez en cuando la situación, porque Manuel estaba casi incomunicado por los problemas de internet y señal telefónica que hay en la casa. Durante mis días de confinamiento no pude hablar con él. Lo que hacía que mi preocupación fuera inmensa.

Cuando fue a la clínica le hicieron una prueba PCR que confirmó la carga viral en su cuerpo. También unas placas que indicaron que sus pulmones estaban comprometidos, por eso la tos era tan fuerte.

Supe que le habían mandado un tratamiento y lo habían enviado a la casa, con vigilancia médica a distancia y consultas programadas cada cierto tiempo. Al menos él estaba siendo monitoreado, los confinados en los centros centinelas estábamos a la deriva.

***

Miro hacia el techo de la sala de yoga e imagino que ya es de mañana, aunque no puedo ver bien la luz del día. No pude pegar el ojo casi en ningún momento de la noche, el estrés no me dejó dormir. Empiezo a escuchar un alboroto, los custodios entran a nuestro dormitorio con un nuevo confinado, o una.

—A esta la sacaron del pabellón de hombres, así que se va a quedar con ustedes —dice con burla el guardia que trae al sujeto—. Observo al recién llegado y me doy cuenta de que Dios lo trajo al mundo siendo hombre, pero ahora, al menos a simple vista, tiene más partes de mujer. Parece ser una persona amable.

—Soy Gilberto*, estoy a la orden para ayudar en lo que haga falta —dice mientras ubica sus pertenencias.

De pronto los custodios traen el desayuno y empiezo a sentir náuseas. Son arepas frías, babosas, se nota que llevan más de un día de haber sido cocinadas. La acompañan huevos revueltos que parecen crudos. Los pruebo y están insípidos. Empiezo a extrañar las comidas que me llevaba mi familia al hotel.

—Y esto es lo que nos va a tocar comer todo el tiempo, porque no nos va a durar la comida que nos traigan nuestros familiares si solo es tres veces por semana. Y ya sabemos como son los militares, esos te cambian tu buen arroz con pollo o tu buena pasta, por estas arepas viejas —comenta una de las mujeres de nuestro grupo—.

Cuando lo dice, recuerdo lo que ocurría en el hotel, pero sé que aquí no tendré a nadie que me salve.

Termino de comer con mucho esfuerzo y a los pocos minutos empiezan los turnos para el baño. Caminamos en fila hasta las duchas y nos dividimos en grupos de 14, una persona para cada cubículo. Los sanitarios son horribles, hay hongos en las baldosas, el ambiente hiede. Sabemos que tendremos que encargarnos de limpiar todo nosotros mismos.

Entro a mi ducha y cuando intento cerrar la puerta me doy cuenta de que no hay. Miro alrededor y confirmo que ningún cubículo tiene algo que lo cubra.

Mis compañeras empiezan a desnudarse frente a mí y no tengo más alternativa que imitarlas. Me siento muy incómoda

Mis compañeras empiezan a desnudarse frente a mí y no tengo más alternativa que imitarlas. Me siento muy incómoda

—Ya va, ya va. Que nadie se quite la ropa todavía —dice Gilberto, quien también estaba ahí—. Qué falta de respeto que uno tenga que desnudarse frente a esta cámara.

Subo la cara y la veo. Al igual que en los dormitorios, en los pasillos y en la sala de hacer ejercicio hay una pequeña cámara a través de la cual los custodios monitorean nuestros movimientos. Me siento más incómoda aún. Nadie más se quita la ropa hasta que Gilberto logra llegar al artefacto y lo cubre con un trozo de tela.

***

Las cosas en el gimnasio se pusieron feas con el paso de los días. Como lo vaticinó una de mis compañeras, rara vez recibimos la comida que nos enviaban nuestras familias. Todo era interceptado por los militares y, casi siempre, sustituido. Al principio eran solo las comidas, pero pronto empezaron a ponernos trabas si nos llevaban ropa, cobijas o cualquier otro artículo personal.

Luego llegó la crisis del agua. Una mañana dejó de salir de los grifos. A nadie le parecía raro porque el agua siempre falla en este país, pero no teníamos cómo resolver estando ahí encerrados.

Administré la poca agua que tenía solo para tomar, pero pronto empecé a sentir sed, mucha sed

Administré la poca agua que tenía solo para tomar, pero pronto empecé a sentir sed, mucha sed

Una hermana que vive cerca del lugar logró llevarme cinco litros de agua embotellada, pero vi a varios de mis compañeros pasar trabajo hasta que consiguieron una cisterna. No todos los confinados tenían familiares dispuestos a ayudarlos en ese trance. Estaban totalmente solos. Los ánimos del lugar empezaron a cambiar, estábamos obstinadas, molestas. Las clases de deporte también causaron indignación. Cuando los custodios lo advirtieron al principio, muchas creímos que era mentira. ¿Por qué si somos supuestamente pacientes con covid-19 tenemos que hacer ejercicio? ¿Es porque estamos en un gimnasio? ¿No se supone que deberíamos guardar reposo? Eran las preguntas que hacíamos a los custodios, pero su respuesta siempre fue la misma: el ejercicio es obligatorio. Así que religiosamente tomamos nuestras clases de boxeo, yoga o bailoterapia. Esta última era la única que me gustaba, Gilberto era el encargado de dirigirla. Con el tiempo se convirtió en el único instante de diversión que tenía en mi día. Pero esos momentos no eran suficientes para calmar el estrés colectivo. Estábamos pasando trabajo, estábamos molestas. Así que decidimos seleccionar a 10 de las mujeres de nuestro dormitorio y crear un grupo de logística al que llamamos «sindicato». Fueron elegidas las que mostraban mayor liderazgo y entre ellas asignaron la dirección de una especie de triunvirato: una doctora, una enfermera y una administradora, que también estaban confinadas conmigo. El sindicato organizó turnos para el aseo, los ejercicios y la limpieza. Todo empezó a mejorar. También se encargó de recibir las encomiendas que enviaban nuestros familiares y de repartirlas, así que ya no hubo forma de que los militares se quedaran con nuestras viandas. Pero lo más importante, esas 10 mujeres también decidieron alzar la voz sobre lo que estábamos viviendo.

Una mañana grabaron un video, con un celular, explicando que llevábamos días encerrados, a pesar de ser pacientes asintomáticos, con pruebas que lo confirmaban

Una mañana grabaron un video, con un celular, explicando que llevábamos días encerrados, a pesar de ser pacientes asintomáticos, con pruebas que lo confirmaban

Explicaron nuestras condiciones y el hecho de que no habíamos recibido atención médica de ningún tipo. Lo publicaron en las redes sociales y corrió como la espuma. Horas después nos enteramos que había llegado a uno de los canales de televisión más conocidos del país. No sabíamos qué efecto iba a tener esa acción, pero no teníamos miedo.

17 de agosto 2020

Es la hora del desayuno, comparto unas galletas de soda untadas con Cheez Wiz con una de mis compañeras. De pronto veo a dos sujetos entrar al dormitorio. Un hombre de mediana edad y una mujer cubierta con un traje de bioseguridad. El primero se hace llamar William*, resulta ser el jefe comunal de la zona y el encargado del gimnasio vertical como centro centinela. Su acompañante se identificó como la doctora responsable del lugar. —Quiero que me expliquen cómo se les ocurrió grabar un video y pasarlo por las redes sociales. Eso está terminantemente prohibido en este lugar y ya les advertimos cuáles son las consecuencias de que no nos hagan caso. Las mandamos para el Poliedro de una —dice con violencia el jefe de la comuna. —No nos pueden tener aquí encerradas por más tiempo. Nosotras estamos bien, no tenemos ya el virus en nuestro cuerpo. Y aunque lo tuviéramos, ni siquiera nos están monitoreando —digo con frustración—. Necesitamos que nos examinen de nuevo y que nos dejen ir a nuestras casas. La doctora pasa al frente y se acomoda para darnos una explicación. Su tono es mucho más amable, pero no deja de parecer cínico: —Buenos días, señoras. De antemano disculpen todas los inconvenientes que han tenido. Entiendan que esto para nosotros es un experimento, ustedes son los primeros pacientes que tenemos aquí y ha sido difícil lidiar con todo. Queríamos probar con pacientes asintomáticos antes de que trajeran al lote de personas que tienen el virus activo. —¿Pero cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo más nos van a tener aquí? —grita una de mis compañeras. —Diez días. Luego de diez días serán dadas de alta y estarán totalmente inmunizadas —promete la doctora.

27 de agosto 2020

Su palabra se cumplió: a los diez días atravesé las puertas de la cárcel vertical para volver a ser libre

Su palabra se cumplió: a los diez días atravesé las puertas de la cárcel vertical para volver a ser libre

Llegué a mi casa y encontré a mi hijo muy recuperado gracias al tratamiento que recibió luego de ir la clínica. Fue un alivio reencontrarme con él, porque durante mis días de encierro no pudimos saber del otro de forma directa, por las fallas en las comunicaciones. Quizá fue una bendición del destino el que nos hubiesen dado los resultados errados en las pruebas rápidas. Pude sobrevivir a eso porque siempre estuve bien de salud, pero creo que un paciente con los síntomas activos del coronavirus no hubiese podido contar esta historia.”

*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su integridad.

 

Asintomáticos en centinelas

El 7 de abril de 2020, Nicolás Maduro ordenó la hospitalización del 100% de las personas que arrojaran resultados positivos para covid-19, incluyendo a los pacientes asintomáticos. Desde ese momento el gobierno dispuso cientos de espacios de aislamiento en todo el país. 

Solo en Caracas la alcaldía del Municipio Libertador anunció la ocupación de 90 hoteles para alojar a personas con el virus activo que no presentaran síntomas. Además ocupó edificaciones como el centro de convenciones Poliedro de Caracas (1200 camas), la Residencia Estudiantil Livia Gouverneur (251 camas), el Gran Salón del Hotel Alba Caracas (431 camas), el Complejo Deportivo Parque Naciones Unidas (171 camas), la Mansión Forever de la Alta Florida y el gimnasio vertical (80 camas).

El argumento del gobierno fue evitar la propagación del virus que generarían las personas que no cumplieran con la cuarentena voluntaria. Sin embargo, organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud han sugerido que las personas contagiadas que no presenten síntomas deben cumplir únicamente con el aislamiento domiciliario hasta que el virus abandone su cuerpo. 

Según las cifras oficiales, para el momento en que Ornela fue confinada en el Hotel, Venezuela había alcanzado la cifra de 16.571 contagiados de Covid-19, de los cuales el 62% se encontraba totalmente  recuperado.

 

El deber ser

 

  • La Organización Panamericana de la Salud exhorta a que los espacios que mantengan pacientes con el virus activo, o la sospecha de este, deben garantizar la salubridad del agua de bebida a partir de aguas subterráneas protegidas o de redes de agua tratada.
  • Es necesario codificar los contenedores de residuos sanitarios de acuerdo a su contenido, desplazarlos bajo estrictos protocolos de bioseguridad y desecharlos en un vertedero autorizado.
  • Mantener separados a los pacientes con síntomas positivos para covid-19 del resto de las personas del recinto. De igual forma, los sanitarios y dormitorios deben ser exclusivos para los portadores del virus.
  • Resulta fundamental que los encargados de los espacios de hospitalización o cuarentena garanticen el aseo, al menos una vez por día, de las instalaciones en las que se mantienen a pacientes con coronavirus.Más recomendaciones de la OPS aquí: https://cutt.ly/PgPKZIr

 

Gimnasio de reclusión

Ornela pasó 15 días recluida en un gimnasio vertical en el oeste de Caracas. Este recinto es uno de los 37 “Centros Deportivos y Culturales de Paz” que están distribuidos por 15 estados de Venezuela, proyecto que nació de la promesa de construir espacios en sectores humildes del país  para disminuir los índices de criminalidad gracias a la práctica deportiva. Su distintiva estructura vertical y con fachada de colores se corresponde con un modelo arquitectónico de rápido ensamblaje y con materiales de bajo costo.