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En uno de los barrios con mayor índice de violencia en Petare, al este de Caracas, el gran divertimento es simular una persecución entre manifestantes y comandos de acciones especiales. Así se distraen cuando se va la luz. Otra de nuestras #HistoriasDelApagon

Ilustración Betania Díaz

Es viernes y no hay luz en la zona 3 de José Félix Ribas. Igual que hace cincuenta y siete años, cuando no había llegado la televisión a color a Caracas, la gente se sienta en las entradas de las casas a charlar. Los temas no se acaban. Vecinos que se odian secretamente conversan sobre los muertos que tienen en común, la política y la carne que se daña en la nevera.

Los hombres juegan dominó, cartas, dados. El humo de una parrilla se alza desde un lugar incierto. El mediodía apenas comienza y es un comienzo caluroso, soporífero. Un letargo se instala en toda la calle principal. Pasa media hora. Treinta minutos lentos, que tienen la apariencia de una eternidad. El hastío recorre salas, porches, rostros.

Un coro de risas infantiles rompe el ambiente amargo. El aburrimiento es cosa de adultos.  

El sonido viene de la redoma. Un grupo de niños juega con los restos de los globos que quedaron de carnaval. Es ocho de marzo. No hay agua. Nadie sabe con qué los han llenado. Corretean de aquí para allá. Se caen, se levantan y echan a correr de nuevo. Hasta que uno de ellos se detiene y el resto hace lo mismo. Se reúnen. Van a organizar otro juego. Cuchichean. Se ríen.

Vuelven a dispersarse. El que parece el líder se quita la camisa mojada. Es pequeño, desgarbado, no pasa de los ocho años. Se enrolla la prenda en la cabeza, se cubre el rostro con ella y deja espacio para que sus ojos se asomen. Tiene una mirada traviesa y oscura. Alza el brazo y hace señas. Seis niños se sitúan a su lado. Otros siete forman una fila al frente. Parece que van a enfrentarse. El niño con la cara cubierta saca una bomba del bolsillo de su pantalón y se la arroja al chiquillo más cercano. Erra el tiro.

—¡Malditos pacos! —exclama. Es un grito de guerra. En un instante, van los unos contra los otros. Se empujan. Se golpean. Juntan sus manos como si fuesen armas y simulan el sonido del disparo con la voz.

Otro del grupo, espigado, pecoso, de dedos largos, persigue al de la camisa enrollada. Lo tiene en la mira. Cuando está lo suficientemente cerca, le arroja un globo repleto de un líquido grisáceo. El bombazo da en el blanco y le explota en la frente al objetivo. El niño cae en la acera y se toca la cabeza. Aparta la tela de su boca y se pone de pie. Maldice entre dientes.

—No, Jonas. No te pares —El pecoso deja de jugar y le riñe a su compañero—. Ya te reventé la cabeza. ¿Tú eres loco? Ya estás muerto. De ahí no te paras hasta que terminemos. Acuéstate en el piso.

—Yo lo que soy es guarimbero, gafo —El pequeño desgarbado se ajusta de nuevo la camisa y se cubre la boca.

—¿Y? Yo soy policía. Es más, soy de la Fades. Ya te metí tu bombazo y te abrí la cabeza. Ya te moriste. Deja la tontería y muérete de una vez.

—Llora, pues. —Jonas no parece intimidado. Alza los hombros y mira a su interlocutor con valentía, aunque no le llega a los hombros.

—No, vale. Tú no eres serio. —El más alto escupe a los pies del bajito— ¿Tú crees que en la vida real es así? No, porque no eres serio. Ya no juego.

—Vete, pues, gafo. Lo que eres es tremendo gafo. Mamita.

Pero la discusión es interrumpida por un tercero. Otro niño. Moreno, regordete y de mirada vidriosa.

—Ay, bésense, pues. Ya. ¿Vamos a seguir jugando a la guarimba? Coye, porque mi mamá ya me va a llamar pa’ comer —dice.

Sin embargo, el pecoso se aleja cuesta abajo. El chiquito, el guarimbero, lo sigue con la mirada y refunfuña.

—Yo tampoco juego más. Es más, devuélvanme mis bombas. Yo me voy pa’ dónde mi abuela.

Algunas protestas ahogadas surgen, pero todos obedecen. Cuando Jonás se va, el resto sigue su ejemplo. La redoma queda vacía. Silenciosa. Es hora de almorzar. Los adultos entran a sus casas y dejan las puertas abiertas. Es para que no se concentre el calor.

La luz aún no regresa.