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Temprano en la mañana me asomo a la ventana. En la acerca de enfrente ya los empleados del ministerio del PP de las Comunas han montado su tarantín: un toldo rojo sostenido con cuatro parales, un escritorio plegable donde colocarán, cuidadosamente enrollados los afiches de Chávez (como si él fuera el candidato) y, por supuesto, el equipo de sonido. Comienza una nueva jornada de propaganda, ellos no esperan al 2 de abril, fecha oficial del inicio de campaña (para qué esperar, si son gobierno).

Mi desayuno es una taza de humeante café, una proustiana magdalena y una canción de Silvio Rodríguez suena en mis oídos: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles: Bertolt Bretch”.

“Sueño con serpientes /con serpientes de mar / con cierto mar ay de serpientes sueño yo / largas transparentes y en sus barrigas llevan / lo que puedan arrebatarle al amor / la mato y aparece una mayor /con mucho mas infierno en digestión…”

Esta canción Sueño con serpientes, siempre me ha parecido un tanto hermética. No así la frase de Bertolt Brecht. El dramaturgo y director teatral alemán era comunista y cuando los nazis llegaron al poder tuvo que exiliarse. Curiosamente buena parte de su exilio lo pasó en Santa Mónica, California, donde intentó escribir para los estudios de Hollywood, pero en justicia también tuvo que irse de Estados Unidos por sus ideas políticas.

Siempre me ha llamado la atención el final de esa frase brechtiana: “Esos son los imprescindibles”. ¿Qué quiso decir? En boca o pluma de un comunista es altamente sospechosa. ¿No buscan la redención social por medio de la revolución? ¿No es la revolución un cambio violento de estructuras? ¿Por qué entonces hablar de los imprescindibles, concepto que se parece peligrosamente al del mesías cristiano?

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Esa comezón ideológica la tuve desde muy pronto. Tiempos de militancia política ultraizquierdista, de círculos de estudio de marxismo, de soñar con la revolución mundial, de repartir volantes y pintar pancartas, de escribir artículos incendiarios en Voz Socialista y, por supuesto, de escuchar hasta la saciedad a la Nueva Trova Cubana. Curiosamente, el primer discjockey (así se llamaba entonces) que colocó a los cubanos en la radio venezolana fue Alfredo Escalante en un programa que tenía a medianoche llamado Medium donde ponía rock progresivo. De pronto, Alfredo dejó de poner a Led Zeppelin, Pink Floyd, King Crimson y Black Sabbath y empezó a radiar insistentemente uno discos de la Nueva Trova y del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC en homenaje a los no sé cuantos años de la revolución cubana.

“La era está pariendo un corazón / no puede más se muere de dolor / y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir / debo dejar la casa y en sillón / la madre vive hasta que muere el sol y hay que quemar el cielo si es preciso / por vivir…”

“La era está pariendo” es una inteligente canción de los inicios de Silvio, en aquel entonces con cara de seminarista, que buscaba atraer a los jóvenes descarriados por el hippismo y la fumadera de marihuana a las filas verdaderamente revolucionarias. En el fondo planteaba lo mismo que el rock & roll: vive rápido y deja un bonito cadáver…pero con el fusil en la mano y luchando contra el imperialismo. Lástima el viejo Marx que se murió en su cama como el buen burgués que era y no en las trincheras de la Comuna de París.

Afortunadamente milité en las escasas filas del trotskismo, y digo por fortuna no por la creencia a pie juntillas en la revolución mundial y el luminoso futuro comunista de la humanidad, sino porque la feroz enemistad de Stalin por el viejo Trotsky, hasta el punto de mandarlo a matar, me curó para siempre de esa patología política llamada “culto a la personalidad” que ha reverdecido entre nosotros como la verdolaga.

Cierto es que la izquierda no ha tenido el monopolio de este virus altamente contagioso, pero sí ha sido la que más lo ha explotado, llevándolo hasta el punto de la necrofilia, palabra en boga hoy en día, de tal manera que cada vez que caía un combatiente nacía un nuevo mártir en la hagiografía revolucionaria.

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No recuerdo quién fue el primero que comparó al marxismo con una teología, pero tuvo razón: la historia del comunismo se parece a la del cristianismo por la profusión de santos. En Doce olas, Silvio destaca que sobrevivieron doce, comos los apóstoles, de los ochenta y dos combatientes del Granma que desembarcaron en Cuba (Julio Cortázar contribuyó con el mito en su cuento Reunión, narrado desde el punto de vista del Che Guevara).

“Qué sabrá mi niño de doce olas que no se posaron junto a la arena / Que sabrá mi niño de doce olas que volaron tras empujar su barco. / Los niños conocen la edad del cielo y lo que a los viejos se nos esconde / y querrán tener más calor que el fuego porque hubo una bala por cada nombre”.

Y así como los cristianos primitivos veneraban las reliquias de los santos (sus cuerpos, o partes de ellos, u objetos relacionados con los mismos), los comunistas empezaron a hacer lo mismo, y a falta de reliquias (aunque las manos del Che Guevara estuvieron a punto de ser exhibidas en Cuba), adorar los cuerpos enteros de los líderes fallecidos.

Lenin, Mao, Stalin, Ho Chi Minh, fueron convenientemente embalsamados para la posteridad, como si fueran faraones contemporáneos.

El destino de los más destacados líderes comunistas pareció ser entonces el de convertirse en momias y ser idolatrados ad infinitum, como buenos imprescindibles que en vida fueron, aunque algunas de estas momias, como la de Stalin, debieron ser puestas a buen resguardo tras conocerse las múltiples fechorías que en vida cometiera “el padrecito”.

“Siempre que se hace una historia/se habla de un niño, de un viejo o de sí. /Pero la historia es difícil/, no voy a hablarles de un hombre común./ Haré la historia de un ser de otro mundo/ de un animal de galaxia, /es una historia que tiene que ver con el curso de la via láctea”.

La canción del elegido, desde su título nos manifiesta esa cualidad intangible: el revolucionario es un ungido, pero no por dios o por la paloma del Espíritu Santo, sino por sus convicciones revolucionarias, por su entrega a la causa del materialismo dialéctico, por su disposición a morir (muchas veces tontamente, hay que decirlo, pues era muy difícil que Guevara hubiera sobrevivido a los Rangers en Bolivia por la desproporción numérica y militar). Un ser, pues, marcado desde la cuna por la historia. O sea un predestinado (una vez más: un imprescindible). ¿No éramos todos iguales?

Y, por supuesto, como la violencia es la partera de la historia, según el viejo Marx, pues nuestro imprescindible va siempre armado:

“Supo la historia de un golpe,/ sintió en su cabeza cristales molidos, /y descubrió que la guerra/ era la paz del futuro./ Lo más terrible se aprende enseguida/ y lo hermoso nos cuesta la vida. /La última vez lo vi irse/ entre el humo y metralla /contento y desnudo: /iba matando canallas/ con su cañón de futuro”.

El futuro huele a pólvora. Hay que morir luchando, vivir rodilla en tierra, empuñando el fusil. Piedra, plomo y candela. Todos nuestros héroes son armados, Pancho Villa, Zapata, Sandino, Bolívar, Fidel, Che Guevara, Guaicaipuro, todos tienen que llevar algo mortífero en las manos (por cierto, ¿quiénes eran los canallas? Ah, sí: los que no piensan como yo).

La heroicidad es sinónimo de combate. Pareciera que no cuentan los héroes civiles, los que llamaron a la paz, a la comprensión, a la fraternidad o al diálogo. Nadie quiere ser como Gandhi, quien repudiaba el ojo por ojo porque decía que de aplicarse todos nos quedaríamos ciegos y que la violencia es el miedo a los ideales de los demás. Pero claro, no somos indios, ni pacifistas ni vegetarianos.

Ya son las cuatro de la tarde. Los funcionarios del ministerio recogen cansonamente su tarantín y sus equipos de sonido. Mañana será otro día de repartir, sin convicción, material POP con la efigie del comandante ido, de poner ininterrumpidamente, sin que los vecinos puedan impedirlo, canciones revolucionarias (la mayoría de los vecinos de esta zona votan a la oposición). De seguro que a los representantes de la nueva burocracia de pendrive les parece música vieja y aburrida. Mejor sería un reguetón, de esos bien perreros, ¿verdad? Pero, bueno, por algo les pagan, tienen que cumplir su ritual para que haya quince y último.