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Desde aquella confusa y violenta mañana del 4 de febrero de 1992, cuando irrumpió de golpe en mi vida -desde la pantalla de la tele-, con aquel mazazo del “por ahora”, Hugo Chávez me ha hecho sentir la más variopinta gama de emociones: el asombro, el temor, la rabia, el respeto y por qué no, la admiración.

Más de treinta años en ese carrusel de sentimientos y para mí solo hay tres certezas: no he votado por Chávez, hay quienes lo aman con pasión y quienes lo odian con la misma intensidad y, por último, es y siempre será un político formidable, que se conectó como nadie con los más humildes.

Digan lo que digan, compartas o no sus ideales, Chávez es único. Todo lo demás es mezquindad o simple paja.

Si usted empezó a recorrer estas líneas y llegó hasta aquí, quisiera rogarle que me permitiera antes de continuar hacerle unas aclaratorias justas y necesarias: como normas irrenunciables, irreductibles, siempre le digo a mis estudiantes que en periodismo no se debe escribir en primera persona, que no se deben usar adjetivos calificativos y nunca, bajo ningún concepto, escribir con los riñones, siempre con la cabeza. Pero me saltaré estas normas. Total, son días raros.

Lo que me movió a escribir estas pocas letras fue la profunda rabia (aunque el sentimiento, la palabra exacta o adecuada es otra) que sentí al ver a un grupo de venezolanos celebrando en Weston, Miami, la muerte de Chávez, a lo que se sumaron la retahíla de estupideces y miserias de espíritu leídas de bando y bando en Twitter. Algunas provenientes de personas que hasta ayer admiré.

Viendo el recorrido de los restos mortales del presidente de la República por las calles de Caracas, acompañado por miles de dolidas almas, a mí, en este momento específico no me interesaron Maduro, Diosdado, Capriles, la Constitución, el imperio, la devaluación, la FANB, la MUD, Evo, el botox en la boca de Cristina, las blancas nalgas de unos o las rojas rodillas de otros; mucho menos hablar de la pésima transmisión televisiva de VTV o de los hilos de los hermanos Castro.

Mi asunto es otro. Quiero compartir mi visión, mi viaje hacia el descubrimiento de Chávez, pero sobre todo una suerte de expiación de pecados con los miles de venezolanos que en algún momento de mi vida critiqué desde la atalaya de los medios, sabedores de todo y de nada que volvieron moneda de curso legal términos tan peyorativos como “hordas”.

Seamos francos, Chávez hizo algunas cosas terribles, que le ganaron no pocos odios, pero también hizo cosas fabulosas y dignas, nobles, con las que se granjeó el corazón de los desposeídos, los invisibilizados.

Estas palabras seguro me ganarán otra etiqueta más: a veces soy desgraciado opositor, otras inmoral y hasta “maldito chavista”. Eso me tiene sin cuidado, una raya más pa’ un tigre.

Mea culpa: siempre vi con hostilidad las manifestaciones chavistas, cual loro repetía el ofensivo cuento de los autobuses, los cachitos, la botella de licor barato y la franelita regalada, menospreciando las genuinas manifestaciones de amor por Chávez.

Con el tiempo fui descubriendo que el verdadero Chávez no era el de los periódicos, ni el de la tele y mucho menos el de la red. Ahora sé que el verdadero Chávez es el que más de la mitad del país llorará siempre.

Mi recorrido para tratar de entender a Chávez ha sido largo, no soy como Gardel, para mí veinte años sí son bastante, ni hablar de treinta.

Aquí va mi cuento, saque usted su conclusión.

***

La primera vez que vi a Hugo Chávez había entre los dos el cristal de la pantalla de televisión esa turbulenta mañana de 1992.

Era pasante en una radio de Maracaibo y para llegar al trabajo tuve que pasar literalmente arrastrándome varias cuadras cerca de El Cuartel Libertador, donde había carros quemados y varios muertos tirados que debí esquivar.

No paraban de sonar los truenos de los fal y los gritos de gente que no comprendía lo que pasaba, más cuando veían moverse a aquella tanqueta.

Cuando pude llegar a la estación de radio, Mundial Zulia, lo vi por televisión: él era responsable de lo que había visto, ese militar delgado que asumía su responsabilidad por el golpe con el famoso “por ahora”.

En ese tiempo compartía una casa con otros dos estudiantes y uno de ellos asumió a Chávez como su héroe, su vengador particular contra las injusticias y barbaridades cometidas por adecos y copeyanos. Mi amigo hasta pegó en la puerta de nuestra nevera –siempre medio vacía– una foto del teniente coronel. El otro pana era prácticamente indiferente y yo, a pesar de que me jactaba de formación de izquierdas, de haber leído Las venas abiertas de América Latina a los doce años, creí que era un militar golpista.

Ese microcosmos que éramos nosotros tres es Venezuela: uno lo amaba, otro era ni ni y otro era hostil

Pasó el tiempo y supe de él por mitos y leyendas urbanas fugadas de Yare: el legendario teniente coronel (yo ni sabía que ese rango existía) mantenía su ideología, al tiempo que pintaba, escribía poesía, daba entrevistas clandestinas y recibía a los peregrinos que acudían que acudía a visitarlo a la cárcel como si fuera un gurú o sumo sacerdote. Muchos de los que hicieron ese viaje casi místico a Yare hoy reniegan de él.

***

Pasó el tiempo y yo seguía pensado que era un golpista, así que cuando Caldera lo indultó junto con sus compañeros de armas me pareció una buena salida política, para conjurar el riesgo latente de una insurrección.

Fue poco después cuando lo volví a ver, esta vez en persona: era yo un joven reportero de televisión y me tocó ir a una rueda de prensa en el desaparecido Café Continental. Lo acompañaban unos pocos, todos con sus boinas de fieltro. Él vestía un traje claro y corbata.

Ese día descubrí algo que solo quien lo ha visto de cerca sabe: no hay palabras para explicar el magnetismo de Chávez.

Yo había entrevistado a Caldera y Carlos Andrés Pérez, pero nadie como Chávez, con todo y que ese día habló algo que no entendí de su mixtura ideológica. Habló largo y tendido de la cuarta o quinta vía, alegando que era mejor que la tercera vía de Tony Blair.

Me fui convencido de que era un tipo con magnetismo, pero seguía siendo un golpista.

Sí, poco después voté por el candidato opositor que ya ni recuerdo quién era, voté contra Chávez en esa elección presidencial y cuando vi su famoso discurso desde el Teresa Carreño he de confesar que me deprimí porque imaginaba el apocalipsis, el fin de los tiempos. Pero pasó el tiempo y el infierno que pintaban los medios de comunicación no llegó. El país siguió para bien o para mal.

Más elecciones y seguí contra Chávez. Episodios como el despido en televisión de los petroleros o el asunto del dulcito de lechosa me chocaban. En el 2002 estaba tan radicalizado que celebré el golpe que lo sacó del poder, aunque en  instantes me arrepentí porque vi lo que venía; empecé a notar en frío que había algo raro, algo que no cuadraba. ¿Cómo este tipo, si es “un dictado”, es el dueño del corazón de tanta gente humilde que salió a darlo todo por él?

Ese día decidí que me haría mi propia opinión.

El tiempo pasó y lo volví a ver. Ya no era reportero sino productor de noticieros y él vino a un acto en Sidor.

Decidí ir a cubrir el acto solo para ver el ambiente.

En la redacción fantaseábamos sobre qué le diríamos o reclamaríamos a Chávez si se presentara la ocasión. Yo la tuve y como siempre me pasa ante lo realmente importante me quedé sin palabras: en medio de la confusión él subía del muelle y yo bajaba. Nos topamos de frente:

–Hola camarada, ¿cómo está?–me dijo mientras me estrechaba la mano.

–Hola preeeesidente, comandantee….¿Cómo está?

Me echó una bendición y siguió su camino. Y yo me quedé allí, pensando que el diablo no era tan diablo, si hasta bendiciones era capaz de regalar como hizo conmigo.

***

La última vez que lo vi fue en su postrero viaje a Guayana, el dieciocho de agosto del año pasado, en medio de la campaña electoral, en el mitin de San Félix.

De nuevo fui a verlo más como curioso que como periodista. Fui con Ivonne, quien tuvo la fortuna de montarse en el camión –no era ninguna carroza, como decían la tele y los periódicos-y quien me contaría que esa gente estaba allí porque quería, nadie la llevó.

Fui con Paola, que corrió como nunca para montarse en otro camión. Fui con Nara y Gerardo y todos coincidimos en que la relación de Chávez con la gente era única. Pese a la lluvia nadie se movió y cuando él llegó, con una bufanda amarilla que también criticaron. La gente sintió que era el momento estelar de su vida.

Ese día concluí que sí, Chávez sí fue un golpista, que sí hizo cosas terribles que le ganarn no pocos odios, pero la balanza se inclina hacia las cosas buenas: empoderó a los desposeídos, entregó más de dos millones de canaimitas a niños de escasos recursos, reivindicó a los ancianos, dio oportunidad a las personas con discapacidad, creó las misiones.

Sin duda muchas cosas por las que la mayoría del país lo amará siempre.

Pongamos las cosas en su justa dimensión. Es el tiempo de la reflexión, la serenidad y la paz, el respeto por el otro. El amor, la reconciliación y el verdadero perdón son danzas de dos, sino no funcionan.

No es un libertador, no es un dictador, no es más que un hombre con luces y sombras, pero un hombre único.

Paz a sus restos.