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Fotos: autor desconocido, Archivo de la Biblioteca Nacional, Caracas

Esta es una de las micro historias que hacen de Cerro Grande un texto de memorias sobre la vida en Caracas entre 1955-1965.  En esa década se produjo el derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. De aquella rebelión del 23 de enero de 1958, el cronista Leoncio Barrios fue testigo de excepción desde el balcón de su apartamento en Cerro Grande, el primer superbloque que se construyó en Caracas, en la urbanización El Valle, frente a la escuela militar. En esta crónica, incluida en el libro editado por Alliteration Publishing en 2020, cuenta aquel hecho histórico desde una mirada íntima y sorprendente.

En los alrededores de Cerro Grande el “traqueteo” de los taladros, las mezcladoras de cemento y las grandes grúas que modernizaban El Valle, no nos dejaban dormir hasta tarde. Tampoco los picos, palas y el martillar las maderas y planchas de zinc dejaban de sonar en todo el día. El cerro donde jugábamos vaqueros iba quedando sin escondites y mamá, con la desaparición de los viveros cercanos, sin donde comprar rosas y gladiolas. 

La modernidad avanzaba a pasos agigantados. A pesar de la dictadura, el país prosperaba y parecía feliz.

Junto a las obras públicas cercanas, la música en los balcones, la diana militar se seguía oyendo al no más amanecer y cuando anochecía. El país era como un gran cuartel desde los tiempos de un dictador anterior, Juan Vicente Gómez, que era andino, como Pérez Jiménez y mi familia. De allá son los hombres del día / las hembras más lindas también son de allá…, cantábamos en los actos culturales en la escuela, nos lo creíamos.

Avanzados los años cincuenta, los estudiantes del Liceo Fermín Toro, en el centro de Caracas, empezaron a manifestar contra la dictadura. A uno de mis tíos que se había venido de los Andes a estudiar, lo metieron preso y aún siendo menor de edad lo mandaron para la cárcel de Ciudad Bolívar. Los esbirros de Pérez Jiménez no comían cuento. Mamá decía que esa cárcel era la peor de todas, que al tío lo ponían descalzo sobre un rin de carro para que “cantara” pero no canciones de la Billo’s ni de soneros cubanos, sino para que denunciara a sus compañeros que protestaban con él y militaban en la juventud comunista, pero que el tío –con sus 16 años– no “cantaba” y lo volvían a montar en el rin hasta que los pies le sangraban. Mamá lloraba. La abuela, no. Era recia la abuela. Ella viajaba durante unas 15 horas para llegar a Ciudad Bolívar desde Caracas para visitar al hijo y, a veces, no se lo dejaban ver. No le daban explicaciones y la abuela se regresaba con su tristeza a cuestas. Antes, a otro de sus hijos, que también militaba en la juventud comunista, amenazado de muerte por la Seguridad Nacional, el abuelo que no era hombre con solvencia económica, hizo cualquier sacrificio para sacarlo del país. La abuela se quedaba sin hijos pero no lloraba. Mamá, sí.

A pesar de tanto jolgorio en las calles, las casas y los clubes, en tiempos de dictadura todos tenían que andar en correcta formación, aun sin ser cadetes. De los gritos de los torturados solo se enteraban los otros presos, los carceleros y los familiares de las víctimas. La represión en los tiempos de Pérez Jiménez era tan fuerte que no se decía nada o en voz muy baja. 

1958 se inició con mucho agite político en el país, manifestaciones en las calles y huelgas estudiantiles y de obreros. El primer día de ese año, unos aviones de guerra nos despertaron al volar sobre Caracas. “Es un golpe de Estado”, dijo el abuelo materno. Papá y mamá nos habían dejado con los abuelos y se fueron a los llanos, dijeron, en el Chevrolet gris de papá. Siempre pensé que ese viaje al fin de año, sin nosotros, tuvo que ver con lo que pasó por aquellos días en el país. De hecho, poco después, apresaron al tío paterno que ellos visitaron en ese viaje. Sin embargo, nunca dijeron nada y nos habían enseñado a no preguntar sobre lo que tenía que ver con política y la familia. La primera noche de aquel año, hubo toque de queda. “Al que vean en la calle, lo matan”, explicó uno de mis tíos y nadie, pero nadie de la familia, salió. Tampoco los vecinos. Mamá y papá que venían por la carretera se refugiaron en un colegio de curas por Los Teques hasta que pasó el toque de queda. En pocas horas, Pérez Jiménez controló la situación, los aviones no siguieron volando y, a los pocos días volvimos a la escuela pero la rebelión siguió en las calles y volvió a los cuarteles.

Algo ha debido pasar entre los mandamás de Estados Unidos y el dictador que, sumado a la lucha por el poder entre los militares, la unión de partidos clandestinos y el malestar en las calles por la represión, le pusieron punto final a la dictadura. Así lo dijo una tía que era periodista y muy inteligente. Nos llenaba de orgullo esa tía. Los amigos la admiraban, como que si ser mujer con opinión fuese una extravagancia. Lo era.

Una tarde de esos días cercanos al 23 de enero del 58, acostado en el suelo del balcón de nuestro apartamento en Cerro Grande, mientras observaba los grupos de manifestantes que pasaban por la Calle Real de El Valle, todavía una calle estrecha con casas como de campo de lado y lado; vi a varios policías uniformados de kaki y botas de cuero negro a media pierna, golpeando con la peinilla la espalda de un manifestante. De esa espalda pasaron a otras espaldas, piernas y nalgas, marcándolas con el sello de la represión. El brazo enfurecido de uno de los policías también golpeó con la peinilla una pared arrancando el friso blanco de cal que la cubría y dejó a la vista el bahareque, el compuesto de barro y paja con el que tradicionalmente se hacía la vivienda popular en Venezuela, particularmente la de los más pobres. El falso país de oropel en el que vivíamos quedó a la vista. 

La noche del 22 de enero, en nuestro apartamento y en el de nuestra tía que también vivía en Cerro Grande y militaba en la juventud comunista, entró y salió más gente que lo usual. Algo sucedía. Esa noche no nos mandaron a dormir a las 9:00 aunque no estábamos viendo televisión, sino acostados en el suelo del balcón, viendo lo que ocurría en los alrededores de la Escuela Militar. Parecía que en la casa, nadie estaba pendiente de nosotros aunque, de vez en cuando, cualquier voz desde la sala, nos decía: “No se les ocurra pararse de ahí, puede llegar una bala perdida”. Y nosotros apretábamos el cuerpo contra el frío granito como que si estuviéramos en  una trinchera en zona de guerra.

Mucho movimiento de carros, jeeps, gente, por los alrededores de la Escuela Militar y, para nuestra emoción, salieron hasta de tanques de guerra, de verdad, verdad. No se sabía a dónde irían, pero esa noche pasaron, allá a lo lejos, en correcta formación como los cadetes en otros momentos. 

A ratos se escuchaban ráfagas de ametralladora como en las películas y nos pegábamos más al piso, no nos fueran a matar. En la madrugada, uno de los pocos militares que vivían en el edificio, el teniente -le decían-  bajó en traje de campaña, a montarse en un jeep militar que vino a buscarlo y los que estábamos en balcones lo vimos. Algunos aplaudieron. Él miró hacia arriba saludando con los brazos extendidos como los protagonistas de las películas de guerra en la televisión. Pocas horas después pasó el teniente en un helicóptero frente a Cerro Grande, a la altura de los balcones, saludando con su brazo extendido. De eso no me acuerdo pero de que lo aplaudían desde el edificio, sí.

Al amanecer del 23 de enero no oímos la diana de la Escuela Militar, pero sí una algarabía en nuestra casa, en los pasillos del edificio y en las calles cercanas. Por la radio y la televisión anunciaron que Pérez Jiménez se había ido del país, con maletas llenas de billetes, en el avión presidencial que llamaban “La vaca sagrada”. Siempre he pensado que el nombre de ese avión inspiró a Billo para una pieza que años después interpretaba Cheo García y que yo bailaba con mi vecina, la del 12-35:

Ay, que la vaca vieja está. / Y la vaca vieja. / Arriba, mi vaquita, que te traigo leche pa’ tomar. / Y la vaca vieja. / Arriba, vaca vieja, que te traigo yuca pa’ cenar. / Y la vaca vieja. / Arriba, mi vaquita, que te traigo un piano pa’ tocar. / Y la vaca vieja. / Arriba, vaca vieja, que te traigo un baile pa’ gozar. / Y la vaca vieja. / Arriba, vaca vieja, que te traigo whisky pa’ beber. / ¡Anda, vaquitaaaa!…

A media mañana del 23 nos fuimos en el Chevrolet gris de papá a celebrar la caída del dictador. Él tocaba corneta y como cuidaba el carro igual que sus camisas blancas, nos pedía que no golpeáramos las puertas con las manos porque las podíamos abollar. Había mucha gente alegre en la calle, en carros, a pie, encaramada en camiones, o en autobuses. Parecía Carnaval en enero.

Lo único malo de esa mañana fue que, cuando íbamos en el carro, por la radio dijeron que se evitara ir al centro de la ciudad porque “…están saqueando y linchando a los esbirros del régimen”. Los niños no entendimos nada, pero mamá le dijo a papá: “Regrésate de inmediato”. Nos aguaron la fiesta, pero al llegar a Cerro Grande los vecinos también estaban celebrando en los pasillos y en la planta baja y la fiesta siguió.

Lo que habíamos oído en la radio de los saqueos y linchamiento lo entendimos al día siguiente al ver las fotos en el periódico, en Últimas Noticias, y más, en el noticiero de Radio Caracas Televisión. El saqueo era que una multitud se metía en comercios y casas de quienes trabajaban con la dictadura y destruían, se robaban todo, pero peor era lo de los linchamientos. Eso era que agarraban a los policías o funcionarios del gobierno y les caían a golpes, a patadas, a palos por todo el cuerpo; los arrastraban, todavía vivos, les sacaban los dientes, los ojos, les arrancaban el cuero cabelludo y los dejaban así, despedazados, como que si nada, en el medio de la calle. La multitud seguía en búsqueda de otros para hacerles lo mismo. Mamá decía que no viéramos eso, que no era para niños, pero cuando ella se descuidaba, lo veíamos.