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Ella se sienta todos los días desde la una de la tarde frente al mar de Puerto Colombia a esperar en actitud paciente a los a veces ausentes compradores. Es la dulcera del pueblo, la de los besitos de coco de Choroní y alrededores. La acompañan los cien metros de piedra del malecón construido en la época del general Marcos Pérez Jiménez y  cuatro cañones oxidados, que en solitaria vigilia se dejan bañar por las olas que rompen con olvidada memoria una y otra vez.

Más allá, los asiduos al bar cercano o los niños que juegan con distracción le dan el marco preciso a la figura de Carmen Saturnina Cobos. No pasa desapercibida con sus sesenta y ocho años, su cabello corto enrulado y sus unas uñas largas y cuidadas.

Tras la estampa robusta de piel morena, está la enérgica madre de diez hijos habidos con tres parejas, una treintena de nietos y diez bisnietos. Una mamá gallina que aún hoy ayuda a un nieto para que siga los estudios universitarios y que ya no se baña en la playa después de que ha habido zafra de turistas, en días de fiesta, porque asegura que “quedan las enfermedades” en el agua. Ella ni se moja en esa playa, hasta que el mar se cure, dice, y empiece el yodo a limpiar el agua. Se lamenta de esos detalles ecológicos y se lamenta de su salud.

—Ahora estoy más vieja y me duelen las rodillas. Ya no doy más e’ tanto caminar pa´rriba, pa´ bajo. Yo vivía antes arriba en el pueblo, ahora vivo aquí en El Camping. Cuando uno llega a esta edad… y tanto que yo guindé, sarté por ahí, por esos ríos, y me gustaba meterme en el río. Todo era en el río y por eso todo ese  frío se me metió en los huesos.

 La maternidad precoz le impidió terminar el sexto grado y le ha tocado desempeñar muchos trabajos: vendedora de empanadas, camarera o cocinera en restaurantes, servir en casas de familia, jornalera con el cacao. Ahora está jubilada del Concejo Municipal de Girardot y además tiene su pensión de vejez. Pero no descansa. Necesita el ingreso de la venta de sus dulces.

Una paisana se acerca al malecón. Sus ojos y piel clara hacen presumir la ascendencia mezclada con algún extranjero que quizás llegó hace años, al igual que otros aventureros, a esta tierra pródiga en el cultivo del cacao. Ella le pregunta a Carmen si la podría ayudar con algo de dinero para comprar en Maracay unas medicinas naturistas. La dulcera franca le dice que la semana entrante lo hará. Que le dé el nombre exacto de los remedios y ella se los trae. En lo alto de la montaña que rodea el malecón, la cruz blanca instalada sobre la pequeña colina flanqueada por cactus y arbustos pequeños parece bendecir la escena.

Otra transeúnte le pregunta con candidez a la dulcera sobre su arroz con leche.

— ¿Está sabroso?

Ella se ríe con mucha picardía y  de forma honesta responde:

— No sé mijita porque yo no lo he probado. Pero fíjate ya se vendieron todos los de la parte de la arriba.

Se refiere a una de las capas de dulces que organiza en su ponchera. En las primeras horas de ese día, a pesar del sol inclemente, las ventas se le dieron fácil. 

Son casi cuarenta años preparando la dulce mezcla, cuenta Carmen, quizás por eso confiesa que ya ni la prueba para ver si quedó en su punto. Ella sabe en qué momento ponerle el melado, cuándo la masa está lo suficientemente suave para formar los besitos o envasar el arroz con leche. La experiencia es su receta aprendida, pero cuando se le pregunta por las cantidades que usa, las palabras parecen atontarse. No da muchas pistas. Eso sí, dice que sólo usa leche de coco de los que le traen de Chuao, “porque ya por aquí ni palmeras quedan”, y por supuesto, el legítimo papelón de los trapiches de Choroní. Nada de ese que es líquido que viene en frasco, replica. “Ese es puro azúcar”.

El camión acondicionado como autobús que hace el recorrido interno entre Puerto Colombia y Choroni no deja de tocar la corneta al pasar cerca del puesto de Carmen. La dulcera, nacida, criada y sufrida en estas tierras es bien conocida y más de uno la saluda desde lo lejos.

Un inesperado chaparrón  la obliga a recoger su tesoro acaramelado y correr hacia el bar La Playa, el concurrido local con su estridente música y sus mesas llenas de hombres que beben cerveza y juegan dominó. Carmen me hace notar que en este pueblo no hay fuentes de trabajo y que cuando el turista no viene “no hay pa´ nadie”.

Al disiparse la lluvia, las calles quedan con las aguas empozadas y con las botellas de plástico que deambulan como botecitos atracados junto a papeles y restos de comida.

El sitio de venta de Carmen está empapado y aún le quedan dieciocho dulces, de los treinta vasitos de arroz con leche de coco y de los paquetes de besitos que trajo. El pensar que se tendrá que regresar sin la venta completa le pone más sombras a su piel curtida. Surge una preocupación: con la pérdida en los materiales invertidos (½ caja de papelón le cuesta cien mil bolívares) se le desequilibrará su presupuesto. En estos momentos afronta además de los gastos de su casa, el cuido de su madre de noventa y ocho años y el costo de las medicinas para una hija enferma.

Con el paño que le sirvió de base para llevar la carga de la ponchera sobre su cabeza, limpia un escalón y vuelve a acomodar su carga en el malecón.

De nuevo, la espera. Los clientes pareciera que han huido, así como lo hicieron los barcos que en un tiempo atracaban allí a llevarse las cosechas y traer mercancías. Nada de eso pasa ahora. La economía ahora depende del turismo.

En la próxima media hora nadie se acerca a comprar y en ese mismo tiempo las manos de Carmen han estrujado sin cesar un pañuelo, lo suficiente para que se torne de blanco a un gris desolado. La mujer que parió diez hijos de forma natural, a puro pulmón, ayudada por la comadrona del pueblo, ahora resopla con resignación. Le ofrezco comprarlos y esta vez sí salió a relucir la sonrisa que no quedó plasmada en los afiches que la retrataron para promover el Festival de afros descendientes y que adornaron en esos días todos los postes de Maracay y de sus alrededores. Esa sonrisa de mulata aguerrida y dichosa que, como el sol, nos hizo tanta falta aquella tarde.

  • Ileana Hernández. Nacida en Caracas muy cerca de la esquina Catedral y ha vivido por siempre en esta ciudad que ama, a pesar del tráfico, motos y un Guaire que la atravieza. Abogado de la UCV  del año ’64. Renunció al ejercicio para dedicarse a escribir cuentos, poemas y crónicas ( aunque no estén aún publicados). Madre,abuela y viajera en busca de historias a tiempo completo.