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La neblina invade el aireado galpón, enrejado de la mitad hacia arriba con mallas de gallinero. Carlos Pérez Guerrero, o Carlitos Pérez como le conocen en su querida Turgua, entra al lugar calzando botas de hule negro que le llegan por debajo de las rodillas. Ve hacia los lados y elige la jaula número 25.

—Yo antes les ponía nombre, ahora no. Ahora les pongo el número nada más –cuenta con un aire de nostalgia en la voz.

Desde sus 11 años de edad, mucho antes de que este caraqueño de nacimiento llegara a El Hatillo, empezó a criar. Hoy cuenta 63 años de vida y afirma que nunca ha parado.

Carlos mete la mano en la jaula y saca un conejo grande y robusto. La felpa gris y blanca que recubre la piel del animal se menea con la leve brisa que atraviesa el galpón. Mientras que el dueño lo sujeta por la piel que le sobresale de la nuca, pareciera que el roedor lo mirara con calma.

—Este se parece al de Bambi –dice el cunicultor entre risas, y acomoda a la criatura para la foto.

Ya hace 35 inviernos que Carlos y su esposa, Irma Amundarai, se mudaron a Turgua, el conocido sector de la zona rural del municipio El Hatillo en el estado Miranda, otrora famoso por sus ricas haciendas de cacao y café.

—La segunda vez que me casé fue con Irma. Ella ya era maestra y con un año de casados le dije: “Vámonos pa’ Turgua”. Al tiempo empezó a trabajar en la escuela de la zona. Yo ya tenía un vínculo con este sitio porque mi familia sembraba café acá y desde niño lo conocía. Pero ahora la quieren más a ella que a mí –explica jocosamente.

***

Un porche pequeño, pero acogedor, recibe a Carlos al subir el trayecto inclinado que llega hasta su casa. Algunos muebles de madera, dos pequeñas mesas de estar que hacen juego y un chinchorro llenan rápidamente los cuatro metros de ancho por uno y medio de profundidad del espacio frontal de su casa. Desde allí, la montaña se esconde tras neblina densa.

La casa de Carlos es sencilla y funcional. Dice que él mismo la fue diseñando y construyendo, con la ayuda eventual de uno que otro obrero.

—Al principio, no teníamos paredes, solo el techo. Esta iba a ser la casa de las visitas. Pero después decidimos quedarnos aquí –comenta.

Los adornos dentro son sencillos, y el piso está pulido.

La casa de los Pérez Amundarai queda en la parte alta de una parcela de dos y media hectáreas, tres kilómetros de tierra después de que se acaba el asfalto en el punto El Caracol, al final de la fila de Turgua, en la zona rural del municipio. Cuenta Carlos que todo ese lote de tierra inicialmente pertenecía a su bisabuelo, quien habría sido el fundador del Cedral Moreno, hacienda con más de 1.500 hectáreas y una amplia fama en la siembra y procesamiento de grano de café hatillano.

—Mi bisabuelo empezó en 1890, más o menos, a sembrar café, y mi abuelo empezó en 1906. Mi papá estuvo sembrando hasta los años 1934-36. A principios del siglo XX, el café era como el oro. Junto con el cacao, el café era lo más valioso que se podía producir –rememora Carlos con orgullo notable en la voz.

La Caracas Commercial Corporation, como era el nombre de la empresa creada por su bisabuelo, inicialmente producía y exportaba cacao. Pero, cuando el café cobró auge en la región, el nuevo producto se convirtió en su fuerte.

—La hacienda se hizo poderosa con el café, porque valía más. De hecho, mi abuelo lo exportaba directamente a Nueva York, Hamburgo, Génova y Barcelona en España. Tenía casa matriz en Estados Unidos y en tres países europeos.

A pesar de ello, Carlos cuenta que el negocio no rindió por la sobreoferta que invadió al mercado. La producción cerró antes de que él naciera. Una vez extinta la otrora gran hacienda, su padre, quien se dedicaba también a la cría de pollos y otros animales, y su tío decidieron parcelar y vender el terreno. Así fue como heredó su parcela y también su gusto por la cría.

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El bullicio leve y sostenido de las pequeñas patas pisando la paja dentro de las jaulas se acomoda debajo de la voz grave y ronca de Carlos. En el galpón techado con Tejalit hay 78 jaulas, solo de hembras, especifica el dueño. También hay 3 largas hileras llenas de crías y una más al final, compuesta por jaulas vacías. Hoy el conejar acoge 58 madres que completan cerca de 200 conejos, entre machos y hembras. Actualmente, asegura, él es el único cunicultor que queda en la zona rural de El Hatillo. Al menos de los que él conocía.

—Tócalo, que no muerden. Lo único que pueden hacer es rasjuñarte un poco, pero las uñitas son muy pequeñas –dice, mientras ofrece en su mano a un conejo con no más de un par de semanas de nacido.

La criatura no es más grande que el puño de su dueño y ya parece un peluche esponjado, colmado de pelo blanco.

—Se asusta porque es la primera vez que lo agarran, pero cuando viene mi nieta los agarra a todos uno por uno. Entonces se acostumbran y ya no les da miedo –explica con una sonrisa en el rostro ya agrietado por arrugas, pero con una piel radiante, color canela.

Recientemente, Carlos tuvo una pérdida de más de 160 crías en cosa de 15 días, por no haber podido conseguir el alimento para los conejos. Por lo general, suele apoyarse en hortalizas que él mismo siembra, como zanahorias y alfalfa, pero la sequía de los últimos meses filtró la laguna de riego que había producido el agricultor para surtirse. De ahí que la alimentación de los muchos roedores que alberga en su único galpón quedara netamente apoyada sobre el alimento de saco.

—En la mañana les doy comida y en la tarde siempre les doy montecito: hojas de cambur, flor amarilla, heno, millo, que seco es bueno también para los nidos, para dar calor a las crías de las madres que no se sacan pelo. Sin embargo, puedo decir que los mejores conejos que yo he tenido en mi vida son de cuando yo sembraba alfalfa. Pero eso lleva mucha agua y no puedo.

Su historia como criador empezó cuando un cunicultor, amigo de su papá, le regaló algunas de sus crías. Para la época en la que comenzó a estudiar Veterinaria en la Universidad Central de Venezuela ya contaba 100 madres para reproducción. No terminó la carrera porque, cuenta, fue la época de los allanamientos a la universidad por el gobierno del presidente Rafael Caldera. Sentía que no avanzaba y además ya tenía hijos, argumenta él. Pero su vocación hacia los animales pequeños, que siempre estuvo, quedó.

—A los cinco meses de nacidos están de cogerles crías a la nueva generación de conejos –continúa explicando mientras se desplaza entre las hileras del galpón–. Las hembras paren 6 veces al año y cada parto tiene un promedio de 7 conejitos, más o menos. O sea, que cada coneja te da 42 conejos al año.

A simple vista, en el galpón de Carlitos Pérez reina una multiplicidad de colores: hay conejos marrones, pasteles, blancos y siempre alguno gris o moteado, con orejas de distintos colores o manchas que rodean un solo ojo de uno que otro par. El mestizaje de razas es algo en lo que Carlos ha trabajado mucho, explica, pues es así como se logra tener animales resistentes a enfermedades y adaptados al clima de la zona.

—Llevo un libro donde anoto el día que montan a las hembras, quién es el padre, quién es la madre pa’ que no sean consanguíneos. La consanguinidad los retrocede. Salen feos –sentencia con franqueza.

Con él y sus conejos solo trabaja un muchacho de la zona, que le ayuda a limpiar el galpón. De resto, admite que es un trabajo tranquilo, que no es tan difícil y hace él solo.

—Mi familia no se involucra mucho en la cría, ellos se los comen –dice y suelta un par de carcajadas roncas.

De sus cuatro hijos, dos son de su matrimonio con Irma y fueron criados en Turgua. Pero los cuatro saben apreciar un buen conejo en la mesa, cuenta él.

—Yo no comía conejos de los míos, porque yo le conozco cuál es la mamá, cuál es el papá, cuál es el abuelo. ¿Entiendes? Me da… dolor. Pero ahorita me he dejado de esa tontería, porque no hay comida.

Para Carlos, tener 200 conejos “no es gran cosa”. Su deseo en realidad es crear otros dos galpones que le permitan tener unas 500 madres. Quiere vender sus crías solo para reproducción y que sean los demás los que vendan para comer.

—Hoy existe el problema de que no hay comida. Y la carne de conejo es rápida. A los 90 días de nacido el conejo ya está de comérselo, mientras que una vaca tarda dos años y medio o tres años –explica indignado.

Cuenta que desde hace 30 años él mismo ha ideado proyectos para usar la cunicultura como una herramienta que impulse económicamente la zona rural del municipio y genere empleos para los vecinos. Aunque no ha encontrado el apoyo deseado, no pierde la esperanza.

—La carne del conejo es sana, es magra, no tiene colesterol. Además, la piel también se puede vender; el abono; y hasta la sangre se aprovecha. Al conejo no se le pierde prácticamente nada.

Hoy, Carlos vende sus conejos a particulares y también a varios restaurantes de los municipios El Hatillo y Baruta. Pero explica que su intención es abastecer a El Hatillo nada más.

—Yo no me veo en otro sitio que no sea Turgua. Este es el lugar ideal para los que amamos la naturaleza.

***

Carlitos Pérez se levanta en la mañana con un cafecito tempranero y les da la primera vuelta a sus conejos habladores, como él mismo los describe. Les sirve alimento y después se retira. Se sienta en el chinchorro que está colgado relajadamente en el porche de su casa. Desde allí admira el paisaje montañoso que adorna a su “Turgua querida”, el lugar que lo acogió, en donde hoy él es referencia de trabajo y de solidaridad; el sitio que considera ideal para admirar la naturaleza y, también, el mejor para criar conejos.