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Lo hemos dicho: es una historia de amor y dolor la que tenemos con Caracas. En Historias que laten mostramos cómo la viven, la sufren, la dibujan, la fotografían, la escriben. Esta fotocrónica de Iván Zambrano es la segunda de tres entregas que muestran a esa ciudad indetenible desde miradas distintas. Aquí, el cronista captura destellos de la capital que lo regaña e inspira. De una ciudad que percibe como un alma en pena de carne y hueso que es a la vez luminosa, cósmica, sexi

Caracas es una musa con muchos rostros y atuendos. Aparece en pequeños gestos, en guiños, chispazos, flashbacks, grietas y heridas de guerra. Es como caminar entre las ruinas de una promesa rota, en un valle que parece un parque de diversiones en el que va y viene el agua, la cordura y la luz.

Tomar fotos en las calles de Caracas puede ser como buscarle la mirada a Medusa, corres el riesgo de convertirte en piedra o que te lancen una.

Una ciudad hermosa y terrorífica, como esa criatura mitológica con una cabellera para la que no hay shampoo, pues cada hebra se convirtió en una serpiente por un hechizo que le lanzó Afrodita, quien le envidiaba la melena. Aquí, en la calle, las culebras es mejor evitarlas…

Vi su rostro chato asomado en un graffiti por Chacao, en la salida de un estacionamiento. A los meses me la encontré en un mural en la redoma de Petare. Eran dos mujeres distintas pintadas con la misma mirada atrevida, esa con la que Caracas también nos ve.

Musa penosa en Petare

Musa penosa en Chacao

Caracas, ciudad fantasma, de carne y hueso. En este reino hay magia negra y blanca. No creo en unicornios en La Rinconada, pero de que vuelan, vuelan. Acá tenemos nuestra propia mitología, nuestra propia fauna, nuestros propios monstruos, nuestros gigantes dormidos y despiertos. Salir a la calle es huirles a toda velocidad o detenerte, respirar, confiar en ellos y admirarlos de cerca. Se pueden capturar si enjaularlos. Sin disparar dardos, solo la cámara.

Caminar por Caracas para cazar criaturas con los hombros del ancho del Ávila o bellezas enanas, como una flor despertando en una alcantarilla. Es un ritual tan peligroso como liberador.

En la fotografía de calle encontré una forma de meditar con los ojos abiertos. La vergüenza se evapora. El miedo no cabalga sobre el corazón. Si veo algo bonito en el viaje de mi casa a la panadería, o de la zona colonial de Petare al Metro de La California, le saco una foto, sin pena a que me vean con cara de “¿qué le pasa a este loco que no se peina?”.

Aunque no tengan la mejor resolución, la emoción sale retratada.

Volkswagen jubilado

Anclados en la laguna del tiempo muerto

Cuando descargo las imágenes, casi siempre descubro otro detalle que no me dejó ver la luz del sol reflejada en la pantalla o mi premura por que el proceso dure menos de 30 segundos. De una foto salen mil historias, todo depende del encuadre, del recorte, de lo que ves y lo que ignoras.

Hay tantas versiones de Caracas como mangos en una mata.

Hay tantas versiones de Caracas como gente se ha quedado o se ha ido de ella.  Caracas, villana y musa. Violenta en sus maneras de querer y odiar. Al final pasa la factura por el monto exacto de lo que le damos. Ella escucha y entiende lo que le decimos, aunque se haga la loca a veces.

Bolívares en caso de emergencia

Nostalgia y colesterol

En cada clic a la cámara va un disparo de adrenalina y un deseo de ser libre. Miro, descubro, veo si hay choros en la costa, saco el celular de nuevo, registro el momento y guardo el aparato en el bolsillo. Sigo mi rumbo, sintiéndome en una película de acción en la que soy Angelina Jolie perdida en Sabana Grande; paranoica (y con razón) pero preparada para lo que venga.

Hay puntos ciegos en la ciudad. Lugares en los que te puedes detener un minuto a contemplar el caos sin que te salpique. En medio del despelote, chispea un destello. Te invade la tentación de desafiar al miedo. Cada vez que me asomo por la ventana hay algo volando: el tiempo, una nube que se manchó de acuarela o un par de guacamayas que presumen su libertad plena. En Caracas los tesoros se esconden entre las cejas.

Nos apura la prisa por llegar a no sé dónde, nos agita el viento que sopla en todas las direcciones, la brisa impredecible como el color de la Encava que te vaya a tocar ese día. Adrenalina y cafeína, las hormonas que controlan el frenesí en la calle.

Creo que he visto un lindo gatito

Guaicaipuro se baja de la nube

La ira despierta con un cornetazo. Toca arrecharse y olvidar rápido. Cremar los recuerdos. Despertar del sueño. Fijarse en las mariposas que se abren paso entre los grises, en los árboles que saludan desde sus patios, en los gatos guardianes de bodegas, en los perros vigilantes de tejados.

En una ciudad en la que atajar sustos es un deporte olímpico, es bueno relajar el puño, despejar el ceño para detenerse a mirar y aguantar la respiración un rato. El antídoto para el miedo es la curiosidad. Cuando se disipa la neblina de la ansiedad, otra Caracas se revela. Empiezas a ver la ciudad con los ojos de un niño.

La imaginación de un niño convierte las piedras en semillas, lo que se nos olvida de adultos. El espíritu lúdico, las bondades de jugar, de inventar historias con un pedacito de verdad. Esa fascinación por lo cotidiano me confirma que sigo teniendo cinco años aunque ya no me haga pipí en la cama.

Caracas Pop Apocalíptica…

Cenicienta, en un tacón y sin tapita

El lobo se comió a Caperucita

Un paraíso con muchas jaulas y rejas. Si hay presupuesto, el carro blindado. Hay que convertir cualquier cosa en escudo. Todo el mundo quiere liberarse de algo, nadie quiere ser herido. Se acabó la era del chalequeo, de ahora en adelante nos toca respetarnos. Cada uno expresa su individualidad, cómo se ven las cosas desde su esquina. Nos toca compartir el mismo mundo y la misma litera.

La tarde en Caracas termina mientras el Sol se despide por municipios, como un rey Midas que convierte por segundos el concreto en oro. Los postes abren los ojos. La hora dorada que se ve en La Pastora y en Chacao. La Luna todavía viene en carretera, pero los grillos van empezando el concierto.

Guacamaya nodriza

Mariposas de papel

Aura colonial con estampa del Caribe. Palmeras batiéndose en la avenida, la brisa del mar que viaja desde las costas de Vargas y se salta a El Ávila como quien brinca una acera. Un agua de coco, medio kilo de cambur y tres parchitas. El mercado urgente en el kiosko de frutas. En esos colores de lo real y lo imaginario se construye la ilusión que llamamos capital de Estado.

Somos astronautas caminando con cascos de plástico y máscaras de tela. Calles ciegas, chicharras sordas. Una ciudad que tiene cicatrices que se montan una sobre otra, aunque cada semana haya que mudar de piel.

El ojo busca lo luminoso, lo cómico, lo cósmico, lo irónico, lo sexy. Muchas de las fotografías las tomé entre 2018 y 2019, en recorridos cotidianos que ahora echo de menos. Nota mental: no confiar demasiado en el año que viene. No importa en qué año lo leas.

Bailoterapia en el gimnasio vertical

Midas en Chacao

Entendí que la felicidad está en olvidarse del reloj y en dar gracias cada vez que sienta el impulso de mentar madre. Cortar relaciones diplomáticas con el Pasado y con el Futuro. El único tren que está en el andén es el Presente.

Caracas me regaña y me inspira. Sus ruinas todavía me recuerdan un lugar en el que fui feliz. Nos han dicho que Caracas es el reino de Nunca Jamás de los Jamases, pero es una verdad a medias. Ni los nunca ni los siempre son definitivos. Ni lo bueno ni lo malo es eterno.

Cardenales de Parque Cristal

Sembrar los paraguas para la tormenta