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De cir-cu-la-ción. El chaleco del policía dice Policía de Circulación. Pero lo que más circula en esta Caracas de hora pico son los buhoneros de papitas, maní y tostón. Y circulan la brisa y las motos. Circula cualquier cosa menos los miles y miles de carros que están parados en el estacionamiento que es Caracas.

Y la tranca es así todos los días, jura el taxista Aníbal Martínez. Hace tiempo ya que la palanca de cambios de su taxi no pasa a la segunda velocidad. Y el Renault de adelante ya aburre de tanto verlo. Ver cómo adelanta cuarenta y dos centímetros, cómo frena, cómo se le prenden las lucecitas rojas.

Esto no es vida, compadre. Así dice Aníbal, que sube el aire acondicionado, lo baja, pasa la canción, cambia de CD. Aníbal que mira hacia los lados y ve los mismos carros, que ignora el Renault y al buhonero que pasa. Yo conozco a gente que se ha puesto a llorar de la impotencia por las colas, cuenta. Porque esto se lo llevó quien lo trajo, dice, y vuelve a cambiar de canción.

Lo mismo pensarán los demás, los compañeros de cola. Ya les dio tiempo de detallar los graffitis a mano derecha, de bostezar, de estirarse, revisarse la nariz en el espejo retrovisor, no vaya a ser cosa. La señora del Toyota se ve las uñas, el del camión lee el periódico y la del Chevrolet manda un mensaje por el celular. El copiloto de aquel Ford bajó a fumarse un cigarro en el hombrillo. Las colas caraqueñas dan para todo. Hacen que un recorrido corto se haga interminable.

Trancas que eliminan el «en un ratico estoy allá». Que obligan a programar, reprogramar, apurar el paso y olvidar la sobremesa. Para llegar a las siete hay que levantarse a las cuatro y media, con suerte a las cinco. Sueño perdido, estrés, mal humor.

Desesperación caraqueña.

Porque cualquier viaje hacia el trabajo o el colegio de los niños es uno de los casi cinco millones de viajes diarios que se hacen en Caracas. Cinco millones. Así lo calculó el Instituto Metropolitano de Transporte en 2005. Y eso sin contar todos los carros que entran a Caracas desde ciudades satélite como Guarenas, Guatire y los Altos Mirandinos. Sin contar,tampoco los que viajan de un extremo al otro del país, que pasan obligatoriamente por el valle caraqueño.

De todos los viajes, más de ciento veinticuatro mil se hacen en taxi. En taxis como el de Aníbal, que sigue atascado en la avenida Boyacá, la Cota Mil, la vía rápida que recorre la ciudad de este a oeste por la falda de El Ávila, por el norte. Aníbal que suspira: Para todos los caraqueños que conducimos, esta vaina es insoportable. Y uno no le ve salida al asunto, chico. Y uno se frustra y se desespera, porque es lo que se vive todos los días.

Por eso Aníbal y todos los taxistas y todos los caraqueños hacen vida en sus carros y taxis y autobuses. Trasladan sus habitaciones a las cabinas, a las guanteras y a los retrovisores. Beben y se besuquean en los carros. Caracas que es más autopista que plaza, más avenida que banquito. Caracas que es andar y no estar.

Aníbal saca el CD, sintoniza la radio y escucha Traffic Center, el programa que se transmite desde el helicóptero que sobrevuela Caracas y dice por dónde hay cola, por dónde hay que meterse, por dónde no hay más remedio que tener paciencia. El programa que oyen todos los taxistas de Caracas. Aníbal escucha a Alejandro Cañizales decir que la avenida Libertador fluye en sentido oeste, que la Francisco Fajardo se despeja a partir de Plaza Venezuela. Aníbal escucha y decide abandonar la Cota Mil.

Y Alejandro Cañizales, minutos antes de subir al helicóptero rojo y transmitir de nuevo, culpa al tráfico por hacer que Caracas parezca más grande de lo que es. Un recorrido que se puede hacer en cinco minutos se hace en hora y media. Y eso no sólo afecta a quienes tienen carro, dice. Hace que la gente pierda demasiado tiempo en las paradas de autobuses porque los autobuses no llegan, están en la misma cola.

Entonces, sigue el periodista y locutor, la gente tiene que salir de su casa de noche para llegar a tiempo al trabajo y vuelve cuando ya es de noche otra vez. Eso afecta la calidad de vida, dice.

El tráfico inspira a Cañizales. Sigue: La vía más congestionada de Caracas, dice, es la autopista Valle-Coche. Porque allí en la mañana entran carros desde El Valle, Coche, Santa Mónica, Valles del Tuy y desde el occidente del país también. Luego está la autopista Petare-Guarenas y la Francisco Fajardo, que generalmente tiene cola en el distribuidor Altamira, en San Agustín y en el puente de Petare durante todo el día.

Explica que «hora pico» no es una frase que se pueda decir en singular cuando se está en Caracas. Horas pico. Varias de ellas. De seis y media a nueve y media de la mañana. Luego de once y treinta a una y treinta, por la gente que sale a almorzar. Y por la  que se devuelve de sus trabajos, de cuatro a siete y media de la noche. De las veinticuatro horas que tiene el día, ocho y media son pico. Más de un tercio del día caraqueño es cola, cornetazos, frustración y exasperación. Ocho horas y media en las que la velocidad promedio de un carro atravesando las autopistas de Caracas es, según los cálculos realizados por el Instituto Metropolitano de Transporte, cinco kilómetros por hora.

Y las caraqueñerías giran alrededor del nuevo reloj. El reloj del tráfico. Voy a tal hora, porque si no me agarra la cola en tal lugar. Mejor que salgas a tal otra, si no no llegas ni loco. Un cafecito para hacer tiempo. Dos cervecitas mientras baja la tranca. Y dale tranquilo, ahora es que falta para que llegue no-se-quién; le agarró una cola.

Pero Aníbal a bordo de su taxi sonríe. Qué se le va a hacer, dice. Uno no puede andar por ahí quejándose y quejándose del tráfico, aumentando la presión y el estrés. Hay que digerir la cola, dice Aníbal. Si no, hermano querido, no aguantas este tren y te da un paro cardíaco.

Aníbal que tamborilea la salsa que sale de su reproductor y no ve hacia adelante. Porque hay que verle el lado positivo a las cosas, dice. Y conversar con el cliente también ayuda mucho a hacerlo, continúa, ya lejos de la Cota Mil, ya casi llegando a la avenida Libertador. Uno se convierte en el receptor de muchos caraqueños que entran aquí con demasiada presión encima. A veces hasta hacemos el papel de psicólogo.

Y también están las veces en que uno está estresado, y el cliente es el que hace de psicólogo. Y así, dice, uno va haciendo de una situación difícil algo agradable.

La cosa mejora a punta de caraqueño.

Conversando con él, desahogándose, echando uno que otro chiste. Porque el caraqueño es dicharachero y conversa con el de al lado en un taxi, en la cola del banco o en la sala de espera del dentista. Caraqueño simpático y abierto, amable y hermanazo del alma.

Sí, así es el habitante de aquí, dice otro taxista llamado Virgilio Andrade mientras su Daewoo cruza los túneles de La Trinidad, urbanización del sureste. Al fondo se ve El Ávila, se siente que ya se sale del suburbio. El adjetivo que más rápido le viene a la mente a Virgilio es humano. Y lo más bonito que tiene el caraqueño, dice, es que sabe convivir y dialogar con las personas.

Esquiva las camionetas por puesto que terminan su recorrido en el centro comercial Concresa y sigue hacia las urbanizaciones de más arriba.

El caraqueño convive uno con el otro. Es solidario y echador de vaina. Toma cerveza, le gusta la parranda. Todo eso dice Virgilio acerca del caraqueño. El pasajero que se monta aquí, en mi taxi, dialoga conmigo. Todos son conversadores, añade mientras mete tercera. Siempre me pasa que la gente tiene problemas y no los desahoga en su casa sino aquí. Porque el taxista viene siendo como un aliado para el caraqueño, dice Virgilio.

Como un amigo que te cuenta que tiene equis problema. Así es el pasajero caraqueño. Que mi señora me está poniendo los cachos, me dicen. Que puedo perder mi trabajo. Y uno aconseja y le dice que eche pa’ lante. Que si de verdad cree que vale la pena divorciarse, que se divorcie. Que se busque un mejor trabajo y que no se ahogue en ese pozo en el que está metido, cuenta que aconseja Virgilio cuando ahí se montan caraqueños con ganas de diván.

Y viceversa también, dice. A veces yo tengo problemas y se los cuento al cliente. Yo también me desahogo para no llevarme mis problemas a la casa. Además es echador de broma el caraqueño, suma a la lista Virgilio. Más bien cuando alguien se monta en el taxi y no habla uno se asusta, dice mientras pasa de segunda a tercera y le pone velocidad al asunto y hace que las polleras y las areperas y el gentío almorzando se vean más y más borrosos. En este momento, cuando Virgilio conduce, no hay tráfico pesado.

Así es la cosa, sigue Virgilio pasando las fruterías, las panaderías y los talleres mecánicos de la Caracas de contrastes que a la derecha muestra ranchos y a la izquierda casas de lujo.

Pero el caraqueño no le para a la clase, dice, y tampoco le para a la raza. Porque es humilde, mi pana. Al caraqueño le gusta el trato con los demás, la confianza. La amistad, lanza Virgilio resumiendo en dos palabras una identidad.

Habla y habla sobre el caraqueño que saca un chiste de donde no lo hay y tutea al más encorbatado. Que hace que en Caracas cualquiera sea mi amor, mi reina, flaco, gordo, negrito. Caraqueño que hace más tragables las colas, que convierte la inseguridad en risas. Caraqueños que son el aceite de la máquina caraqueña.

Pero no todos son así, dice Virgilio. Hay amargados, hay callados y hay unos locos que no conviven ni nada. Pero los buenos son mayoría, aclara, inmensa mayoría y no le importa generalizar.

Y de entrada, Maritza Montero advierte sobre el peligro de ese tipo de estereotipos. La psicólogo social recuerda que son generalizaciones, que los estereotipos no son completamente acertados. Pero admite que son necesarios para el estudio de identidades y que algo de cierto tienen. Y se lanza a describir al caraqueño.

Empieza con el rasgo, para ella, más destacado. El sentido del humor que se junta con el hecho de que hay algo que todos conocemos, que amamos, que practicamos y de lo cual estamos dispuestos a burlarnos, dice. El humor que se basa en los implícitos y que no se tiene que explicar. A la muchacha bajita que le dicen la huele bragueta, al cojito que le dicen punto y coma, ríe Montero. La pinta en los tiempos en que Jaime Lusinchi era presidente que decía: Blanquita, ¿todo ese golfo es tuyo? Decirle Esteban de Jesús (como sustituto del pronombre «éste») al presidente Chávez.

Eso es lo cotidiano en Caracas, sigue. Que la gente lance frases inteligentes, de doble sentido.

Otra cosa es lo confianzudo que es el caraqueño. Enseguida te trata de tú, enseguida te llama mi cielo o mi gordita. Échame una mano, te dicen sin conocerte. Cuídame al muchachito que ya vengo. Todo es parte del ser caraqueño, dice Montero, quien lo resume en simpatía, afectividad, buen humor.

Cuando al lado del nombre de la casa que se llama Leo, grafitean pero no escribo. Allí está ese sentido del humor. Cuando pintan en una pared Las hallacas de mi mamá saben a mierda y cuando a Pedro Carmona Estanga, el presidente de facto que duró día y medio en el poder, lo llaman Pedro El Breve. Cuando el caraqueño pícaro ve en la calle al que acaba de chocar su carro y mira el capó hundido con rabia y le grita que tranquilo, que eso sale rapidito con rubicompao: Rubbing Compound, cera de pulitura para carros. Buen humor y chispa caraqueña, sí señor.

Pero al lado de tanta gozadera y echadera de vaina está la cola que desafía todo. Risas que se ahogan cuando son las ocho y media  de la noche y fue un día larguísimo y hay hambre y ganas de ir al baño y se salió del trabajo hace dos horas, pero todavía la casa está lejos y la cola promete seguir dura hasta el final.

Y si llueve, más todavía. El Ford del taxista Giancarlo Pezzo se mueve centímetros y unos centímetros más y ahí se queda hasta dentro de mucho tiempo.

Afuera llueve y adentro Giancarlo lucha por desempañar el parabrisas de su taxi. Sube el aire acondicionado, lo apunta al vidrio, baja su ventana lo mínimo, apaga el aire y lo vuelve a prender.

Mientras eso sigue y se repite adentro, afuera las luces rojas y amarillas de todos los carros se reflejan en el asfalto mojado. Adentro el sonido de la lluvia sobre el metal del taxi rellena el silencio dramático que Giancarlo hace. Silencio. Giancarlo finalmente responde. In-so-por-ta-ble. El tráfico caraqueño es insoportable. No es nada bueno, dice Giancarlo que ya se rindió y no intenta desempeñar y casi toca con su nariz el vidrio para poder ver algo a través del parabrisas empañadísimo.

Ve que nada ni nadie se mueve. Ni un motorizado, porque está lloviendo. Todos están debajo de los puentes esperando a que escampe. Ve las alcantarillas desbordadas y lo que hasta hace nada fue un montón de basura, y ahora es basura que se distribuye por toda la avenida.

Abajo, por fin en Plaza Venezuela, la cola está igual. Al norte no se ve El Ávila por lo encapotado que está el cielo. Un gentío espera en la entrada del metro a que escampe. Los más apurados se cubren la cabeza con un maletín, se empapan los zapatos y corren con todo hasta el techo de allá. Los oportunistas venden paraguas al doble del precio de esa mañana y los heladeros se rinden. Giancarlo sigue callado, aferrado al volante de su Ford. No vuelve a hablar hasta que dice que hay veces que provoca bajarse del carro, montarse los pasajeros en el hombro y salir caminando, cuenta Giancarlo sin intenciones de humor.

El principal culpable, para el periodista Cañizales, es el parque automotor caraqueño. La cantidad de carros es enorme, dice el locutor en helicóptero. Ya pasa los dos millones, calcula. Cuando se viven las colas de la capital la cifra suena hasta razonable. Más aún cuando se revisan las tablas y los gráficos y los numeritos del Instituto Nacional de Transporte Terrestre.

Para abril de 2009, aparecen en el Distrito Capital –es decir, sólo en el Municipio Libertador, el corazón de Caracas–, 1.277.135 carros registrados, además de 123.702 motos y 2.097 vehículos de transporte. Más de medio carro por cada uno de los 2.091.452 habitantes de ese municipio. Los otros cuatro municipios no cuentan con cifras propias. Y desde la presidencia del Instituto admiten que hay cientos de miles de vehículos que no están registrados, pero que se conoce su existencia por los concesionarios. 1.141.664  más unos cuantos cientos de miles no registrados.

A esa larga cifra habría que agregarle los otros cientos de miles de carros que pertenecen a los otros cuatro municipios caraqueños, y los carros que pasan por la ciudad pero no viven en ella.

Podrían ser dos millones. Menos, quizás. O más. Poco importa al que pasa hasta ocho horas y media diarias en horas pico y cuatro horas al día entre asiento y volante. Cifras aparte, hay mucho carro en Caracas. En las aceras, en doble vía. Cargados de cornetas y resonadores que atormentan y saturan y hacen decir qué bonita sería Caracas sin ellos.

Carros que desde 1950 y la respectiva llegada del modernismo a Venezuela, fueron protagonistas indiscutibles de una ciudad pensada para ellos, siempre para ellos y nunca para peatones.

Así, la autopista enorme y aun pequeña para tantos vehículos pasa por todo el medio del valle y no por su periferia.

Así, el paseo verde que bordea el río Guaire desde Las Mercedes hasta Santa Mónica no es paseo verde sino estacionamiento.

Así, el centro colonial, de aceras decentes y calles angostas y plazas anchas, fue sustituido por otro centro. Un centro que fue –y es– centro no por sus comercios ni edificios públicos ni sus plazas, sino por su enorme redoma y su capacidad de conectar la enorme autopista con muchas vías más. Un centro para la Caracas de carros que se llamó Plaza Venezuela. Y en medio de tanto chasis y caucho y latón, el caraqueño. Harto de tanto chasis y caucho y latón pero de buen humor y charlatán.

Porque aunque el caraqueño haya cambiado mucho, dice el psicólogo social Axel Capriles, hay unos restos de lo que era: una persona muy extrovertida, que inmediatamente expresa todo, en permanente contacto con el otro, que puede agarrar a un extraño y contarle absolutamente todo de su vida. Los más mínimos detalles de su enfermedad estomacal o todo lo que le sucedió a su cuñado cuando fue a sacarse el pasaporte.

Una persona abierta, afable, con buen humor, simpática, repite.

El psicólogo habla del igualitarismo. De que ese exceso de confianza viene de la falta de jerarquías de la Guerra Federal de 1859 y antes.

En esa descripción cabe el caraqueño que se voltea en el restaurante y sin conocer al de la otra mesa interrumpe su conversación, le dice que no, que no pida el rosbif, que el pollo a la parmesana está mucho mejor. El que cuenta que su hermana anda pasando por la misma situación con su marido, qué vaina. El que recomienda al mejor urólogo de toda la ciudad, que ha visto a toda su familia y mire usted que son muchos y de poca salud.

Y fíjate, sigue Capriles, que las dos añoranzas básicas del caraqueño que sale al exterior son El Ávila y el propio caraqueño. Esa apertura, ese calor humano, esa conexión sin rigideces.

Todo eso le hace falta al caraqueño enguayabado que vive afuera, donde pocos o nadie le responden en el ascensor cuando dice buenos días. Donde si se saluda con beso y abrazo es acoso sexual y sus problemas son sus problemas y de nadie más, que ya la gente tiene los suyos propios. Caraqueños que extrañan ser caraqueños y carcajearse y preguntar que dónde se compró esa blusa que le queda tan bonita y decirle a la chama que pelea con su novio que se deje querer, que eso no duele.

Y eso se enfatiza en los taxis, dice Capriles. Allí hay conversación, encuentro, se entera uno de la forma de vivir de la ciudad. El termómetro de la vida citadina es el taxi, dice Capriles.

Taxis termómetros y taxistas psicólogos y barberos y curas al que todo se le cuenta. Y más que psicólogos, dice un taxista en Sabana Grande, somos buenos amigos, padres, almohadas, paños de lágrimas. Hay infinidad de problemas que la persona no le cuenta ni a su mejor amigo ni a su papá ni a su mamá pero nos lo cuenta a nosotros. El tipo que es gay reservado, el que monta cachos, el que ha cometido una fechoría y se arrepiente.

Claro, porque dentro de la vida apresurada del caraqueño, concluye el psicólogo Capriles, queda la necesidad de conversar, de socializar. Entonces la cabina del taxi se convierte en ese espacio en que se puede tener un momento solaz dentro del ajetreo urbano.

Hay que sacarle punta al lápiz si se quiere llegar a la solución del tráfico caraqueño, dice Aníbal Martínez que pilotea su taxi por Sebucán, en el noreste. A la gente encargada de manejar el problema del tráfico se le escapó la cosa de las manos, dice.

También dice que todo se hace en Caracas. Las diligencias, los estudios, el trabajo, las citas médicas y las operaciones. Todo es aquí y por eso viene tanta gente y hay tanto tráfico. Fuera distinto si en las afueras hubiera universidades, hospitales, colegios y fuentes de empleo.

Y también necesitamos más vías. La población de Caracas ha ido multiplicándose con los años, dice, y lógicamente la cosa ha empeorado. Caracas, que en 1936 tenía pocos habitantes. Muy pocos. 203.342 según el Noveno Censo General de Población del Área Metropolitana de Caracas. Ese número creció y engordó alimentándose de los que llegaron del campo buscando una tajada de la riqueza petrolera y también de los españoles, portugueses e italianos que buscaron refugio de la guerra. Engordó hasta el obeso 3.205.463 que el Censo Nacional de 2001 del Instituto Nacional de Estadística proyectó para 2009.

Y a pesar de ello, dice Aníbal, las vías son las mismas desde hace años. No recuerda cuándo se construyó la última obra vial de envergadura en la capital.

Fue en la década de los setenta, precisa Daniel Quintini, cuando se hizo el distribuidor Ciempiés. Quintini es ingeniero miembro de la Sociedad Venezolana de Ingeniería de Transporte y Vialidad dice que son más de treinta años con las mismas vías, sin construir ni una obra de importancia que mejore el tránsito por la capital. Hace treinta años  Caracas crecía al son del boom petrolero. La población ha aumentado y lógicamente con ella el parque automotor, pero el congestionamiento en Caracas no se debe a eso. Se debe, dice Quintini, a que no se ha hecho en ninguna parte la vialidad que estaba prevista hacer de acuerdo con el crecimiento del país y la ciudad.

Es enfático, el ingeniero, cuando explica que en la década de los sesenta la Oficina de Planificación Urbana y el Ministerio de Obras Públicas oficializó el plan Caracas 2000, que presentaba más de doscientos kilómetros de vías necesarias para la ciudad. Nada, dice. Prácticamente no se hizo nada. Y ahora hacen falta, dice Quintini más enfático todavía, trescientos treinta kilómetros de vías. Hay que ampliar a cuatro canales la Francisco Fajardo, por ejemplo. Hacer nuevos enlaces con Los Teques, con los Valles del Tuy. Ahora con énfasis monetario, Quintini dice que eso costaría entre siete mil y ocho mil millones de dólares.

No es la única solución necesaria. Desde el Instituto Metropolitano de Transporte advierten que no, que otras medidas son obligatorias. Como organizar el transporte público. Porque mientras la tendencia mundial es de trenes ligeros y buses rápidos masivos –dice la coordinadora general de transporte, Patricia Sánchez– en Caracas tenemos un transporte casi artesanal. Vemos muchas personas que tienen un vehículo particular y piratean rutas de transporte pero sólo tienen cinco puestos. Y pensar en unidades tan pequeñas que sólo te mueven a cinco personas, dice, es un retraso significativo.

Transporte atomizado, que ocupa demasiado espacio y mueve muy poco.

Camioneticas por puesto y busetas que en hora pico, con todos los asientos ocupados y el pasillito abarrotado de gente recostándose y compartiendo sudor, no alcanzan a cargar sesenta y cinco personas.

Y además, dice Sánchez, hay muchas operadoras que surten la misma ruta. Camionetas que zigzaguean para adelantarse mientras la otra se para, que se salen del canal de la derecha, que se vuelven a meter, que estorban y trancan y hacen todo más lento. Y en hora pico, dice, se ven hileras de diez, doce o hasta quince unidades estacionadas mientras esperan llenarse. Ocurre en la Urdaneta, la Baralt, la Libertador, la Francisco de Miranda. De ello se encargan las casi catorce mil unidades que dice el Instituto que circula en la ciudad y recorren quinientas rutas.

Hasta que no hagamos una reorganización del transporte va a ocurrir, dice Sánchez.

Mientras tanto lo que tenemos que hacer es aguantar, porque las soluciones no son a corto plazo, dice Aníbal desde su taxi. Hay que aguantar y aguantar, como la mata de coco. Cuando vienen los huracanes y ventarrones desaparecen las chozas y las casas y todo, pero la mata de coco sigue ahí, cuenta Aníbal.

Se baja Aníbal de su taxi que por hoy terminó con Caracas.

Caracas dicharachera y de buen humor que lanza chistes y apodos. Caracas paralizada que quema cloches, recalienta carros y quita vida, hora por hora. Ciudad de autopistas-estacionamientos, y aceite y humo y carros y carros y carros. Ciudad jodedora, sabrosona, pícara y gentil.

Ella parada. Ella caraqueña. Gritar de desesperación y morirse de la risa. Todo al mismo tiempo.

Este texto corresponde al tercer capítulo del libroCaracas desde el retrovisor: la ciudad vista a través de sus taxistas, escrito por Ángel Zambrano Cobo y editado por Los libros de El Nacional en 2010.