Ocurre de pronto. Y asombra. Uno asoma la cabeza como por casualidad fuera de la curiara y allí está. Un río color té de Jamaica. Transparente y rojo. O, para ser más precisos, una mezcla de rojo y ámbar. Como un otoño en plena selva amazónica, donde no debería haber colores estacionales ni nada parecido. Sólo verdes y exuberancia. Pero aquí está. Y se parece más a una infusión de frutos silvestres (esos que crecen en Europa, jamás aquí en Venezuela) que a una corriente de agua que se abre paso por el macizo guayanés.
Se trata del río Carrao, en el estado Bolívar, camino al Salto Ángel. Aparece cuando se deja atrás el río Churún, justo después de pasar Isla Orquídea. Su nombre es masculino, pero parece una mujer: una diosa indígena sabor a frambuesa y olor a canela. Lo digo porque, además de su color, todo en sus aguas es femenino: su brillo, su transparencia, su meneo entre las piedras, sus orillas rosadas. Sí, tal como lo lee: orillas de cantos rodados y rosados: rosa pálido, rosa gris, rosa rosa, rosa viejo. Y por el remanso de sus orillas hay secretos milenarios en ese silencio de aguas que se aquietan. Secretos de mujer. De esos que se guardan toda una vida y toda una muerte.
Tiene ese color por los taninos que producen las hojas que caen en el río y se descomponen. También porque es una mujer, tiene que serlo. Y sus aguas de té son el preludio de los novecientos setenta y nueve metros de torrente vertical con los que el aviador estadounidense Jimmy Ángel se encontró el nueve de octubre de 1937. Mientras se navega, aparece a mano izquierda una montaña con forma de silla de montar: el Wei Tüpü. Porque tüpü significa tepuy en lengua indígena pemón. Luego, a mano derecha, el Auyantepui. Por último, unas piedras grandes, grandísimas. De esas que llaman peñas en vez de piedras. Con formas de yunque, platillos voladores y proyectiles.
Hasta que se deja ver.
Ahí está. El precipicio de agua que los indígenas pemones llaman Kerepakupai Merú, y que significa “caída desde el lugar más profundo”. Una caída cuyo único propósito es fluir y caer. Precipitarse sin descanso. Todos los días, todo el tiempo. Cuando está caudaloso y cuando está prácticamente seco por la falta de lluvia, como ahora. Fluir y caer. Desde lo más profundo hacia lo más profundo. Y por siempre, rodeado de té.