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Es martes 3 de mayo: día de la Cruz de Mayo. Son las 5:30 de la tarde. Bartolomé viste pantalón blanco, camisa azul y zapatos marrones llenos de tierra. Su metro ochenta y nueve de estatura compite con el de la escalera de metal que está junto a la cruz empotrada de 16 bombillos, ubicada en la esquina de La Cruz, entre la calle 2 de Mayo y la calle Bolívar.

El símbolo existe desde la fundación del pueblo de El Hatillo en 1784. Según la Cofradía de Santa Rosalía antes era costumbre colocar nichos con cruces o imágenes religiosas en las entradas y salidas de los pueblos, y precisamente esa era la entrada de El Hatillo desde el camino de Petare. El nombre de la calle 2 de Mayo probablemente se debe a que ese día los vecinos se reunían para decorar la cruz y esperaban el amanecer del 3 mayo, haciendo un velorio y cantando fulías.

En la acera hay un rollo de bambalinas hechas de hilo y trozos de tela roja, amarilla, azul celeste y verde. Bartolomé las hizo hace ocho años para la fiesta de Santa Rosalía y ahora las usan también para la fiesta de la Cruz de Mayo.

—Están benditas –dice Oscar Mejía, ciclista de El Hatillo y colaborador en estas celebraciones.

El espigado Bartolomé se monta en la estructura metálica de la que pende un mecate y amarra las bambalinas en el poste junto a la cruz. En ese momento pasa un hombre con un niño tomado de la mano que grita: “¡Mira, papi, una fiesta!”. Bartolomé baja de las escaleras, las levanta, cruza la calle, las posa en otro poste, se monta y amarra las bambalinas. Un carro se para y el chofer pregunta algo.

—El sábado a las 6:00 de la tarde –le responde Luis Padrón, miembro del equipo que organiza la festividad.

Las telas de colores se mueven con la brisa. María Úrsula, otra de las colaboradoras, se queja por los grafitis que están en las paredes y comenta que hace falta que pinten los frentes de las casas. También recuerda cuando El Hatillo era más pequeño y familiar, la gente cantaba fulías durante la fiesta, y se podían quedar hasta las 12:00 de la medianoche.

Hoy Bartolomé no sacará su cruz de madera, porque su nieta enfermó y no la pudieron decorar. Pero asistirá a la fiesta de la Cruz de Mayo en El Calvario, donde rezará, comerá manjar de piña y se tomará un traguito de ron junto a sus vecinos.

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Una mañana del 1° de enero de 2010 Bartolomé salió de su casa “para ver a quién saludaba”. En la esquina del poste, donde colocan las bolsas negras de basura, encontró un libro intacto entre los desperdicios decembrinos. Había un “disquito” que pertenecía a la misma publicación: Fiesta de la Cruz de Mayo de rogativa y pasión. Se agachó, recogió ambas cosas y pensó:

—Esto fue una señal que me mandaron, una predestinación.

Ese mismo año fabricó una cruz de madera y comenzó a decorarla con ayuda de su nieta para colocarla afuera de su casa cada 3 de mayo. También empezó a participar junto con unos amigos en el rescate de la tradición, decorando la cruz empotrada que está en la esquina de La Cruz, entre la calle 2 de Mayo y la calle Bolívar.

Bartolomé explica que la fiesta de la Cruz de Mayo es un rito agrario, porque en ese mes comienzan las lluvias y se preparan los terrenos para sembrar. Que la cruz no es la misma donde murió Cristo y que esta fiesta popular se realiza de forma distinta, dependiendo de la región del país.

El sábado siguiente a cada 3 de mayo, Bartolomé y compañía celebran la Cruz de Mayo en la esquina de La Cruz: terminan de decorar la calle, el padre dice unas palabras, los músicos de la Fundación Bigott y un grupo de El Calvario cantan, y al final hacen un agasajo con comida y bebidas que donan los vecinos y comerciantes.

—Me importa involucrar a la gente para que haga cosas, darles ánimo. Ojalá todos los meses hubiese algo así. No es tanto el fervor a la cruz sino el acto social, reunirse. Me gusta que la música esté sonando y verle la cara a la gente.

Con sus 57 años, Bartolomé va de un lado a otro saludando a los que encuentra: “Bartolo”, “Catire”, le gritan. A él le gusta El Hatillo porque todo el mundo se conoce y se preocupan por el otro. Cuando tenía 12 años, ayudaba en las procesiones empujando una planta eléctrica. Recuerda que las fiestas patronales duraban 15 días.

Bartolomé se casó dos veces y tuvo dos hijos de su primer matrimonio. Como vivía en la zona rural, no disponía de mucho tiempo para involucrarse en la vida comunitaria y se alejó de estas tradiciones. Luego de dos divorcios se activó y ahora tiene diez años ayudando en las fiestas tradicionales y seis liderando la fiesta de Cruz de Mayo.

Cuando Bartolomé no está organizando alguna celebración se dedica a la herrería, oficio que aprendió hace treinta años, luego de renunciar a su trabajo como inspector sanitario en el Ministerio de Ambiente. En su casa tiene un taller para hacer trabajos pequeños.

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Al final del zaguán de la casa de la familia de Bartolomé empiezan a aparecer muebles viejos, morteros, lamparitas de kerosene, jarras de metal, relojes, campanas y un tinajero. La casa tiene alrededor de 100 años y antes servía como sede de la prefectura de El Hatillo.

—Esos eran los calabozos, pero ahí no metían preso a nadie –dice Bartolomé mientras señala lo que ahora son unos dormitorios.

Hay un pino plantado desde siempre dentro de la casa, unas matas de café y los juguetes de Sofía, su nieta. Bartolomé vive con ella, su hija (la mamá de Sofía) y cuatro de sus cinco hermanos.

El padre de Bartolomé, Adolfo González Acosta, era hatillano, y su madre, Cristina Liendo Coll, caraqueña. Se enamoraron en El Hatillo, pero se mudaron con sus hijos a este pueblo en 1967, cuando ocurrió el terremoto que devastó Caracas y los obligó a salir de la capital. Bartolomé tenía ocho años.

Cuenta que su madre se disfrazaba de San Nicolás y de muñeca para ir a entretener a los niñitos de las zonas rurales. También ayudó a fundar la Asociación de Damas Salesianas y trabajó en la junta comunal. Su padre trabajó muchos años con las alcaldías de Sucre y Baruta, tenía una bodega donde él lo ayudaba, y fue presidente de las fiestas patronales en El Hatillo. Con esta herencia familiar pareciera que Bartolomé estaba predestinado, incluso antes de encontrar el libro de la Cruz de Mayo, a participar en las fiestas populares.

Bartolomé cruza entonces el patio central de la casa, entra en un cuartico y se detiene al lado de un cuadro con un árbol genealógico.

—Nosotros estamos emparentados con Simón Bolívar. Mi mamá era bisnieta de María Antonia. Somos seis hermanos y aquí estoy yo: Bartolomé.

Luego saca la cruz de madera que construyó hace seis años. Aún tiene la decoración que hizo junto a su nieta el año pasado: papel de seda rojo, blanco, verde, azul, anaranjado, cortado en tiras, una flor con escarcha rosada en el centro, y unas medallas de la caminata de Santa Rosalía. Fija sus ojos azules en la cruz y dice que le provoca colocarle una inscripción antes de que se le olvide, quizás algo religioso o folklórico. Cuando él se muera le gustaría que su nieta continuara decorando la cruz:

—Hace falta una generación que eche para adelante las tradiciones.

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Es sábado 7 de mayo. Bartolomé se levanta temprano y va para la esquina de La Cruz. Son las 7:00 de la mañana y es el primero en llegar. Las bambalinas siguen coloreando el lugar. Ya la cruz empotrada está adornada con las flores que trajeron dos señoras y con los bombillos que regaló el esposo de María Úrsula. Abajo hay una mesita con el pote para la colaboración.

A las 5:00 de la tarde, a solo una hora de prenderse la fiesta, todo comienza a activarse. Bartolomé y Chucho, radios en mano, van a la casa de José León a buscar los trece litros de la guarapita hecha con caña clara, papelón y limón. Luego hacen una parada en la iglesia Santa Rosalía, al frente de la Plaza Bolívar, para recordarle al padre Numa su presencia en la fiesta. El cronista de El Hatillo los saluda desde un balcón.

Todo el grupo sabe qué hacer: freír las arepitas en el caldero, picar las tortas en cuadritos, servir las galletas en una bandeja… Pero el discreto protagonista de la celebración no para de moverse y se le ve con una bolsa de herramientas, prendiendo las luces o estirando algún cable.

Poco a poco la calle se llena de gente y colocan las sillas frente a la cruz empotrada y una cruz decorada que ha traído la Alcaldía de El Hatillo.

Empieza la celebración: el sacerdote habla del origen de la cruz y de cómo los indígenas hacían ofrendas a un palo decorado con frutas, flores y cintas de colores; una niña recita un poema a la Cruz de Mayo; y los músicos de la Fundación Bigott, quienes comenzaron a acompañar la celebración en la esquina desde el año pasado, hacen un recorrido por los diferentes cantos que se interpretan con ocasión de la festividad en las distintas regiones de Venezuela. Más tarde llegarán los muchachos de Mina, Tambor y Clarín, del barrio El Calvario, para recordar que los negros esclavos también veneraban la fertilidad de la tierra con ritos y toques de tambor.

Le canto a la Cruz de Mayo

de rogativa y pasión

la salve y el galerón

el punto y la voz del gallo

y en la luz del escenario,

los promeseros cantando

siete escalones bajando,

por Cristo Jesús bendito

para que el cielo bonito

vista los campos regando.

La música se esparce como una plegaria colectiva, las bambalinas siguen moviéndose con el viento, los bombillos de la cruz alumbran la esquina, la gente baila, come. Todos felices.

—En esta parte yo me relajo –dice Bartolomé con los brazos cruzados y sonríe. Pero esa quietud es solo una ilusión, porque sus ojos azules no dejan de mirar inquietos todo lo que ocurre en esta fiesta popular. Su predestinación se ha vuelto a cumplir. Luego se voltea y rápidamente se va hasta donde está el termo para ayudar a servir el guarapo e’ papelón.