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Soy miembro de la logia de los pesimistas, aquellos que, viendo la botella por la mitad, no dicen que está casi llena, como los optimistas, sino que está casi vacía.

Aprendí desde temprano que por muy motivado que uno esté, puede pasar lo peor. Bob Uyeda, el sumo pontífice del pesimismo, lo dice de manera más contundente: “cada mañana anuncia un nuevo día en el cual algo puede salir mal”. El pesimismo no consiste en sentarse cruzado de brazos a esperar pacientemente que ocurra eso que podría salir mal, sino en tener de antemano la certeza íntima de que también existen los resultados no deseados, para quitarse de encima  ciertos pesos adicionales que hacen mucho daño. En el fondo, entonces, el pesimista lo que quiere es salvar su pellejo, lo cual lo convierte en una especie de romántico en contravía. El pesimista no es alguien que quiera morirse, sino alguien que sabe que va a morirse. Tal vez el pesimista, como lo afirmó el pintor Antonio Mingote, no es más que un optimista bien informado. Ilustro esta idea con un ejemplo concreto: yo no me siento frente al televisor dispuesto a ver el momento en que mi equipo de fútbol favorito, el Atlético Junior, pierda gracias a un error ridículo del portero, pero sé que es algo bastante común.

Creo, como Andy Warhol, que ningún esplendor durará más de quince minutos. Y jamás pierdo de vista que al pantalón que más nos gusta se le daña la corredera, que el flan de caramelo a veces se nos cae de las manos y que el perro de nuestros afectos se nos muere.

Los pesimistas repetimos, en coro con Quevedo, que la vida no es más que una presente sucesión de difuntos. Nacemos y ya nos estamos muriendo. ¿Acaso al pensar así colocamos una pistola en la sien de algún risueño optimista? ¿Acaso no nos conmueven hasta las lágrimas esas entusiastas personas que escriben manuales para contarnos cómo han sido felices a pesar de sobrellevar un cáncer en el esófago? No está mal recordar nuestros límites de vez en cuando. Bien decía el querido maestro Héctor Rojas Herazo que cuando un hombre sabe que será comida de los gusanos, procura ser buen padre, buen hijo, buen hermano, buen amigo.

Cuando uno sabe que siempre es posible lo peor; cuando alguien te enseña que ni siquiera las buenas acciones están libres de castigo, es difícil que las calamidades te tomen con la guardia abajo. Cualquiera que sea tu oficio, no está de más que escuches al escritor John Ruskin cuando dice que “siempre hay otra persona que lo puede hacer un poco peor y venderlo un poco más barato”.

Pesimista verdadero era aquel hombre, cuyo nombre no recuerdo ahora, que ya ni siquiera se permitía odiar a su enemigo porque sabía muy bien que en cualquier momento lo iba a ver paseando, victorioso, en un Ferrari último modelo.

A ratos, el amor y el sexo, entre algunas contadas alegrías, nos hacen pensar que la vida, aunque tiene la desgracia de no ser eterna, puede resultar bella. Pero parece, caramba, que me estoy traicionando. Antes de que termine convertido en un insoportable optimista, leeré otra vez ese viejo grafiti español, que me encanta: “la luz al final del túnel es sólo un tren. Y éste, de todas maneras, no es tuyo”.