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Ángel Arciniegas tiene 16 años y sufre de hemofilia tipo A, una enfermedad hereditaria que afecta su sangre. Tiene planes, como todos, pero en ese tránsito para alcanzarlos, su frágil condición -que se suma a la crisis cotidiana de Venezuela- convierte a cualquier propósito en un desafío gigantesco. Esta es la historia de una familia que hace lo imposible porque sus sueños no se derramen en el camino.

Ilustración Betania Díaz

 

Ángel Arciniegas tiene 16 años y quisiera jugar fútbol como un crack, como Cristiano Ronaldo o Lionel Messi, pero no puede porque se desangraría.

En agosto de 2018, estaba de vacaciones escolares y, tras una pequeña discusión que tuvo con su madre, salió de su casa con Yeferson, su hermano menor, al apartamento de su papá Giovanni, ubicado en la parroquia 23 de enero, al oeste de Caracas.

Ángel olvidó las advertencias de su mamá sobre los “peligros” de jugar fútbol. Tomó el balón y, sin mucha destreza, lo pateó por la cancha del bloque hasta conectarlo en una arquería que le faltan mallas. La emoción se convirtió en anestesia y, al mismo tiempo, en un revitalizante: no sintió dolor ni fatiga.

Jugó como si olvidara que sufre de hemofilia tipo A severa, una enfermedad congénita y una que desconocen quienes están con él en esa cancha para anotar un gol.

Mientras  imaginaba que estaba en un gran partido de la Copa del Mundo de la FIFA, su madre Korenia Ochoa, de 36 años, estaba muy preocupada. Se angustiaba no solo por Ángel, sino también por Yeferson, su segundo hijo de 13 años, quien también tiene hemofilia.

Giovanni ¿qué están haciendo los niños? preguntó Korenia al padre de sus hijos por el teléfono.

Están bien, Korenia. Están jugando en la cancha responde Giovanni.

¡Giovanni, los niños no pueden estar solos, ni jugar fútbol! Ellos son hemofílicos.

Cónchale, Korenia, ellos me dijeron que se iban a cuidar. A ti no se te ha quitado lo peleona.

Te dije que si te iba a mandar a los niños era para que estuvieras pendiente y no los dejaras solos.

Giovanni estuvo ausente en la vida de Ángel y Yeferson por nueve años. En octubre de 2009 se separó de Korenia y de los niños. Apenas en 2018 regresó a preguntar por ellos. En ese tiempo lejos de casa, Giovanni no supo de la hemofilia ni se familiarizó con los cuidados que deben tener los pacientes con esta condición. Sin contar con el apoyo  del padre, Korenia aprendió a sobrellevar los desafíos de la hemofilia, aunque siempre con algo de pesimismo. Tras conocer el diagnóstico, se mantenía atenta ante cualquier paso en falso que dieran los niños. Pensaba que cada caída les generaría un sangramiento interno que, incluso, comprometería sus vidas. Por eso, cuando ellos se apartaban por mucho tiempo, ella se angustiaba.

Ángel y Yeferson tienen una enfermedad hereditaria e infrecuente en el mundo. Un trastorno de la sangre causado por la ausencia de uno de los factores de coagulación, proteínas sanguíneas, que intervienen en el control de hemorragias o sangrados prolongados. La Federación Mundial de la Hemofilia indica que, aproximadamente, una de cada 10.000 personas nace con esta patología. Según la data del Banco Municipal de Sangre de Caracas, que atiende a gran parte de los pacientes con esta enfermedad, en Venezuela hay 4.990 personas con hemofilia, de las cuales 2.185 padecen hemofilia tipo A; es decir, que no producen en su organismo el factor de coagulación tipo VIII. Su ausencia causa en los niños de Korenia moretones e inflamaciones en sus articulaciones producto de las hemorragias. Los hemofílicos, por los riesgos de sufrir sangrados, no pueden hacer ejercicios que les pueda generar traumatismos o lesiones. Por ello, Ángel no puede jugar fútbol ni otros deportes que le gustan como el voleibol.

Mamá, puedo inscribirme en voleibol.

Ángel, hijo, tú sabes que ese tipo de deporte no lo puedes hacer.

Mamá…

Vamos a hacer algo: mañana vamos al médico y le preguntamos a la doctora, y que ella te diga si puedes o no jugar voleibol.

*

Enero, 2005.

Korenia llegó al Banco Municipal de Sangre, ubicado en Cotiza, al norte de Caracas, luego de que Ángel, quien tenía dos años, presentara hematomas en las costillas, brazos y rodillas. Un día el niño se cayó y el golpe que sufrió le hinchó sus glúteos. Sus nalgas quedaron tan moradas que Korenia se alarmó y acudió al hospital pediátrico José Manuel de los Ríos, donde el niño estuvo hospitalizado por varios días. Estando allí, ningún médico le dio respuesta de lo que le ocurría a su hijo y, en cambio, algunos en el hospital la habían acusado de maltrato infantil y pretendían denunciarla sin pruebas. En ese momento de tensión, Korenia conoció en a una mujer que le recomendó ir al Banco Municipal de Sangre, porque su hija presentaba síntomas similares a los de Ángel y allí le darían un diagnóstico más preciso.

Korenia, antes de oír de boca de la hematóloga que su hijo padecía de hemofilia tipo A, pensaba que Ángel tenía leucemia por la presencia de los hematomas en su cuerpo. Al enterarse de la enfermedad estuvo desconcertada, tratando de asimilar el nombre de la patología que jamás en su vida había escuchado.

¿Hemofilia? ¿Qué es eso? le preguntó a la hematóloga.

Comenzó a llorar. Una psicóloga del Banco Municipal de Sangre la llamó y le empezó a explicar sobre la hemofilia, en qué consistía, cómo se transmitía de generación en generación y cómo se controlaba. En medio del llanto, Korenia no prestó atención, aunque había internalizado que Ángel no tenía cáncer en la sangre, como ella imaginaba.

Korenia, pero cálmate. No es nada grave le indicó la psicóloga.

No es leucemia, pero es otra enfermedad. Mi hijo está enfermo le respondió sin parar de llorar.

Cumplió años el 5 de enero de 2005 y ese día, cuando se enteró de que la hemofilia afectaba a su hijo, lo pasó con Ángel en el banco de sangre. Allí al niño le aplicaron los primeros factores de coagulación para detener las hemorragias internas. Ángel estaba inquieto. Cuando las enfermeras lo tomaron para inyectarle el tratamiento, se resistía, pataleaba, lloraba, pegaba gritos. Mientras Korenia veía el sufrimiento de su hijo comenzó a imaginarse los días siguientes.

Debes venir a inyectarlo tres veces por semana le dijo la hematóloga, al indicarle que el control de su enfermedad, obligatoriamente, requería que le suministraran una profilaxis de factores de coagulación.

Desde aquel momento Korenia, junto con su madre de crianza, evitaban que Ángel se cayera. Ni siquiera permitían que se bajara solo de su cama, aunque, pese a la vigilancia, como todo niño, él se tropezó muchas veces y se dio golpes. Sufrió unas cuantas hemorragias en sus rodillas y en el codo, por eso muchas veces estuvo enyesado o vendado.

Al nacer Yeferson, en 2005, Korenia se enteraría cuál era la raíz de la hemofilia. Después de siete meses de nacido, Yeferson presentó un absceso de sangre en la cara interna de su mejilla, que no se sanó de inmediato. El niño se había metido un objeto a la boca y se hizo una herida. La inflamación la motivó a llevarlo al Banco Municipal de Sangre, donde le dijeron que también era hemofílico, al igual que su otro hijo Ángel. La noticia la afligió. La hematóloga, luego, le pidió que se practicara unos exámenes cuyos resultados la descolocaron. Aún más.   

Eres portadora de hemofilia.

Se sintió culpable. Le atormentaba haberle transmitido la enfermedad a sus hijos. Con la información de la hematóloga del Banco de Sangre, supo que las mujeres son las que aportan el gen defectuoso de la hemofilia. Nunca había oído de esa patología en su familia y cuando le preguntó a su papá, incluso a su madre biológica, con quien jamás tuvo comunicación, no obtuvo respuesta. La raíz de la hemofilia en su núcleo familiar quedó como un misterio sin resolver.

En medio de aquel enigma crecieron Ángel y Yeferson. La sobreprotección de Korenia los ha arropado siempre. Pero ella es consciente de que, en un futuro, tendrán que valerse por sí solos.

Sus hijos saben lo que es la hemofilia y han padecido sus consecuencias. Ángel, el mayor que nació el 17 de septiembre de 2002, es el que más ha sufrido embates: las inflamaciones en sus rodillas, en ocasiones, lo mantuvieron de reposo por días, lo que afectó su continuidad en clases. Hoy, a sus 16 años de edad, cursa tercer año de bachillerato, cuando, en teoría, debía estar en el último año.

Tiene los ojos de su madre, pequeños y casi achinados. Su piel es morena, su cabellera es negra y mide 1.68, unos centímetros más que Korenia. Como todo adolescente, se quiere comer el mundo en un mordisco. A Korenia no le extraña mucho esa actitud voraz de su hijo porque él, desde que tiene uso de razón, enfrentó el ataque de los demás por ser hemofílico. Cuenta que Ángel es de carácter fuerte y difícil, algo amargado y, en ocasiones, actúa como si nada le importara en la vida.

Pero también lo ve como un joven pacífico y de buenos sentimientos. Y aparenta más edad de la que tiene. El rechazo que percibió de los demás, que lo desapegó parcialmente de la realidad, lo hizo crecer más rápido, dice su madre.

*

¡Huesos de hule, huesos de hule!

Ángel contenía las lágrimas mientras escuchaba las palabras de sus compañeros de la escuela. Estaba en tercer grado cuando conoció el acoso escolar. Los demás estudiantes se burlaban de él por ser hemofílico. Los comentarios negativos surgían cuando los niños veían a Ángel con vendajes en brazos y piernas.

¡Huesos de plástico, huesos de plástico!

Solían molestarlo cuando era la hora de educación física. Las limitaciones le impedían a Ángel hacer ejercicios de mayor esfuerzo. A sus ocho años, no sabía enfrentar los ataques verbales de sus compañeros. Jamás levantó el brazo ni cerró el puño para agredir a ninguno y, en cambio, se apartaba o se hacía el sordo. Ni siquiera golpeó a quien consideraba su mejor amigo, Heiker, cuando se burló de él.

Ángel no le contaba a Korenia lo que ocurría en la escuela. No quiso preocuparla, aunque siempre le dijo que no le gustaba el colegio.

Mamá, quiero que me saques del colegio, no quiero ir másle decía a su mamá.

Korenia comprendió el efecto que tenían las burlas cuando Ángel le dijo que reprochaba ser hemofílico.

Mamá ¿Por qué tengo que ser hemofílico? le preguntaba.

De nuevo regresaba la culpa.

Quiero morirme le dijo un día Ángel.

Entonces lo retiró de la escuela.

Jamás pensé que mi hijo me diría una cosa asíllora Korenia al recordar una vez más esas palabras.

A los días siguientes, llevó al niño con una psicóloga. En la terapia, Ángel consiguió un espacio que le permitió drenar la rabia que se había guardado y que lo hizo pensar en la posibilidad de suicidarse. En una de las sesiones, la psicóloga le preguntó sobre esa dura etapa que vivió en el colegio, pero sus respuestas eran imprecisas. Aún Ángel tenía resistencias para hablar sobre el asunto. Le pidieron hacer dos dibujos en unas hojas blancas. En el primero dibujó un muñeco que tenía un cuchillo enterrado en el pecho, que sangraba demasiado: era Heiker, su mejor amigo.

Me dolió mucho que se metiera conmigo cuando él antes me defendía. A Heiker lo conocí desde el preescolar, lo consideraba mi amigo, mi hermano, era con el que más me la pasaba, con el que más jugaba. Sentía mucha rabia, no lo quería ver más y solo quería verlo mal confiesa Ángel.

El segundo dibujo tuvo más detalles. Se dibujó él mismo y a su alrededor siete tumbas con lápidas que tenían la inscripción R.I.P –descanse en paz, en sus siglas en inglés– y, al fondo, un lobo aullando ante la luz de una gigante luna llena. No recuerda por qué dibujó al animal, pero sí dice que quienes estaban enterrados en esas tumbas eran sus compañeros que le decían que tenía los huesos de plástico.

Cuando Ángel llegó al nuevo colegio optó por no decirle a nadie que era hemofílico para evitar burlas. Los días que llegaba vendado decía que se había caído y al faltar varios días, inventaba que tenía gripe o fiebre. Si bien ocultar su condición era su escudo ante el posible acoso, Korenia se había encargado de advertirle a la directora del plantel y a la profesora sobre la enfermedad de su hijo y sus riesgos.

Era difícil para Ángel hacerle entender a sus amigos sobre la hemofilia. Un día, estando en Valencia, donde estudió el primer año de bachillerato, le tocó hablar sobre su enfermedad en su salón de clases, como si estuviera haciendo una exposición. La docente decidió apelar a un ejercicio de empatía. Ángel no profundizó sobre conceptos elaborados, ni pretendió fastidiar a sus compañeros con términos médicos. Habló lo que sabía de su enfermedad y, sobre todo, lo que sentía cuando tenía una hemorragia. Luego de esa experiencia, sus compañeros se convirtieron en sus protectores. Lo vigilaban, le advertían que debía tener cuidado, que no podía jugar fútbol. Fue así como olvidó un poco esa dura etapa del bullying que había sufrido. Ese acoso que no vivió ni siquiera Yeferson, su hermano, con quien jamás se metieron.

Ángel aprendió, junto con Yeferson, a cuidarse estando en los campamentos con otros niños hemofílicos, que fueron organizados, en su momento, por la Asociación Venezolana para la Hemofilia, organización no gubernamental que lo apoyó también en sus entrenamientos en natación, una de las pocas disciplinas que pueden practicar los pacientes con esta enfermedad y que le dio varias medallas a Ángel. Allí aprendió a inyectarse él mismo sus factores de coagulación, cuya terapia  perfeccionaron con la expareja de Korenia, Alí Pimentel, quien es enfermero y el padre de Karemi, la última hija de la familia.

Mientras Ángel y Yeferson se adaptaban a la rutina de aplicarse el medicamento, Korenia buscaba el espacio para que Ángel comprendiera que por ser hemofílico su vida no sería una desgracia. La madre, quien ahora labora como docente en un centro materno del Ministerio de Educación, solía llevar a Ángel a su antiguo trabajo en una casa hogar del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos del Niño, Niña y Adolescentes (Idena), donde era personal de mantenimiento. Lo hacía así porque no tenía con quien dejarlo. Allí le decía que observara, por un momento, a los niños que se atendían en esa institución. Que viera las condiciones en las que se encontraban.

Hijo ¿ves aquel niño? le preguntó a Ángel.

Sí, mamá.

Ese niño no puede caminar porque tuvo un accidente y le tuvieron que amputar sus piernas. Tampoco tiene una mamá que lo atienda y, por eso, está acá con nosotros. ¿Tú estás en esa condición?

No, mamá.

Entonces, hay que darle gracias a Dios que, a pesar de su hemofilia, usted puede caminar y hacer cosas, y además tienes una madre, que a pesar de que es muy regañona, te ama y te adora. A ti y a tus hermanos.

*

Ángel emprendió el camino de su adolescencia aún con la sombra de los complejos y los prejuicios. Pero deseaba ser libre. Porque la hemofilia lo postraba, en ocasiones, a quedarse en reposo. Sin embargo, siempre se levantaba con ganas de correr, patear un balón, así sea patearlo solo, sentarse en su cama a jugar videojuegos o ver animé. No salía a fiestas porque su mamá no lo dejaba. Su vida se limitaba a estar en su casa.

Korenia admite que crió a sus dos hijos varones dentro de una burbuja. Invitaba a los amigos de Ángel a su casa en El Guarataro, una barriada del oeste de Caracas, para que compartieran con él. Temía que en la calle podría pasarles algo, se podrían caer, los podrían golpear.

Aunque no contó con el apoyo del padre de los niños, asumió su rol de madre dejando atrás un pasado de mandatos, rebeldía y, en muchos casos, ausencia de afecto. Para Korenia, ser madre de dos hijos hemofílicos, y con la posibilidad de que su niña también sea portadora, supone nadar entre dos mares: el de la garantía de que los niños estén sanos y estables, y el de sus aspiraciones.

Yo no puedo ser la madre que le va a cortar las alas a sus hijos. Ellos están creciendo y tendrán que hacer su vida.

Korenia no deja de pensar en cuando crezcan más y enfrenten la crudeza. Cuando les toque trabajar o cuando se enamoren. Ella se enteró por un amigo de su hijo de que Ángel tenía una novia en el liceo donde estudia. No quiso hablar de eso, pero pensaba tal vez que no era nada serio. Le atormentaba pensar en lo que podría pasar si las hormonas ganan la batalla.

—Esa niña es muy fea, mamá— le decía Yeferson a Korenia.

Lizyairí es el nombre de la muchacha con la que Ángel salió unos dos meses. Era una relación adolescente que terminó en indiferencia.

—¿Seguimos juntos? ¿Somos novios?— le preguntó Ángel a Lizyairí.

—No sé

Así se terminó esa relación fugaz.

 

Después le empezó a preocupar que su hijo quisiera dedicarse a tantas cosas y acumulara aspiraciones sin éxito, hasta el punto en que pudiera sentirse frustrado por no lograr nada a corto plazo. Fue así como llegó la cocina a la vida de Ángel. Korenia se enteró que en el colegio de su hijo darían un curso de panadería para adultos, en el que formaban a los participantes en la preparación de panes. Por la edad, Ángel no podía ingresar, pero se las ingenió para que su hijo formara parte de la cohorte de nuevos panaderos. Lo logró. A los tres meses, Ángel sabía hacer pan dulces, acemitas y golfeados, que luego preparó en su casa.

A pesar de sus habilidades gastronómicas, Ángel no volvió a preparar nada más. No porque se le haya roto la pasión por la cocina -que nació luego de que entendió que no podía ser un futbolista por ser hemofílico- sino por la dura situación económica del país. Korenia, poco a poco, dejó de comprar los ingredientes por la hiperinflación. El dinero no le alcanzaba para la harina, azúcar o huevos. Mucho menos para mantequilla o leche. Ni siquiera para cubrir los gastos del alquiler en la casa donde habitaba, en El Guarataro, un espacio reducido donde apenas podía ubicar sus enseres.

En su tratamiento a Ángel y a Yeferson no les había faltado medicinas, pero desde mediados de 2015, Korenia comenzó a percibir la escasez de fármacos. Le preocupaba mucho que sus dos hijos no tuvieran reservas de factores de coagulación. Los medicamentos los recibía sin costo en el Banco Municipal de Sangre, pero los suministros dejaron de ser regulares y las cantidades que llegan ahora son mínimas. Por ello los suministran solo para estrictas emergencias. No para que los pacientes se las apliquen cada tres días, lo recomendable para los hemofílicos.

Korenia ha hecho malabares y, a pesar de todo, ha logrado conseguir algunas ampollas que guarda en su propia reserva de emergencia. Ahora, cada vez que consigue el medicamento, inicia un ciclo perenne para seguir buscándolo y garantizar otras dosis. No puede confiarse de que llegarán suministros al Banco Municipal de Sangre, al menos los que el Gobierno tiene la obligación de otorgar. Algunos de los tratamientos que Ángel y Yeferson se han inyectado provienen de donaciones de ONG que reciben en esa institución. Justo en este momento ellos pueden sufrir hematomas, pequeños y grandes, o inflamaciones por no aplicarse los fármacos con la debida continuidad. Por eso deben andar cada vez con más cuidado.


A Korenia no solo le angustian las hemorragias. También el día a día, y el esfuerzo que implica estar atenta a la comida de sus tres hijos, vestirse bien, distraerse. Ella, a sus 36 años, logró graduarse en técnico superior en educación en la Universidad Nacional Experimental de la Gran Caracas (Unexca) —antiguo Colegio Universitario de Caracas— y, ahora, está por iniciar su licenciatura. Retomó los estudios que había dejado luego del embarazo de Ángel. Y hoy le parece paradójico que, siendo profesional, su salario, que ronda los ocho dólares, no le permite darle la vida que sus hijos tenían años atrás, cuando la situación del país no estaba tan cuesta arriba. Cuando trabajaba como personal de mantenimiento en el Idena.

Con ese salario no puede comprar un hogar para sus hijos. Salió en enero de 2019 de su casa en El Guarataro, por inconvenientes con la propietaria que le alquilaba el espacio. Sin llevar todas sus pertenencias se mudó a la casa de una amiga de su tío en Sarría, de dónde salió al mes, y ahora, vive en el apartamento de otra amiga en San Martín, al oeste de Caracas, pero sin sus hijos.

Para no incomodar a Ángel y Yeferson, Korenia decidió mandarlos al 23 de Enero con Giovanni, quien ahora le tocará estar más tiempo con ellos y conocer más de cerca la hemofilia. A Karemi, su hija de seis años, la llevó a Valencia con su abuela para que continuara con sus estudios. La separación, motivada por la crisis, tiene a Korenia destrozada. Trata de sobreponerse al repetirse que esa medida será temporal mientras consigue un lugar cómodo y rentable para alquilar.

Me ha pegado mucho no estar con mi hija. Ella siempre ha estado conmigo para arriba y para abajo, pero confío en Dios en que podré resolver lo del alquiler, tener una casa donde estar, para que ella y los niños estén otra vez conmigo.

A Ángel también lo afecta la crisis, aunque se aferra a una esperanza que le dio su tío. Le prometió que podría pagarle un curso de cocina para convertirse en chef.

Siendo chef podré montar mi propio restaurante, y siendo futbolista creo no ganaré nada, porque si me golpean, tardaré en recuperarme.

Parece no perder el ánimo. Se ríe, pelea y juega con Yeferson, quien lo fastidia y le echa broma a cada momento. No imagina la vida sin su hermano porque le ha ayudado a comprender que no está solo con la hemofilia. Con 16 años, no solo lucha por no desangrarse, sino por no perder la brújula.

Una vez le dije a Yeferson que uno debe reírse de uno mismo, de sus errores y de sus torpezas. Él me preguntó de dónde había sacado eso y le dije que no lo sabía, que lo había escuchado por ahí, pero que desde ese día he estado más tranquilo.

Este trabajo fue producto de la primera cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, en Caracas de octubre a diciembre de 2018.

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