En un extremo de esa sala, donde está una mesa de madera redonda, tendrá lugar un conjuro. Allí, con santos presentes, huele a clavo de especie. Afuera, alguien cepilla el piso y el barrido invade la estancia. Dentro destacan unas manos. Inician un ritual de movimientos. Ellas, que mezclan papelón rallado con huevo y un polvo blanco, una especie de almidón de maíz, pertenecen a Aminta Centeno de Orta.
—Voy a prepará’ almidoncito –dice con una sonrisa en los labios que destacan de rojo. Y en sus ojos se asoma el sol, pese a los lentes de pasta.
Manos que intentan amasar. Mezcla acariciada con la fuerza de una muñeca fracturada. A esa aleación endurecida se unen otros ingredientes. Forman una pasta oscura.
—Anaida, ven, ayúdame –le dice a su hija a manera de orden y súplica– es que no me sale. Tengo las mano’ fría’ y no me dejan calentá la masa –repite resignada.
Anaida amalgama los ingredientes. Parecen dos niñas que intentan con sus manos convertir los mágicos compuestos en una plastilina. Aminta toma un pedazo. Lo estira y forma una larga tira. Corta en forma de palitos del tamaño menor a un dedo. Irán al horno. El secreto del dulce está en lograr una mezcla distendida por el calor manual, capaz de elaborar cualquier figura. Los almidones son unos palitos. Una caricia al paladar.
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Aminta es hatillana. Nació en Tusmare, una zona cercana al pueblo de El Hatillo, hace 86 años. Vivió en el sector La Palomera y en Las Minas de Baruta, antes de asentarse en El Calvario en 1962, el barrio ubicado al frente del pueblo. Un espacio habitable sin planificación urbana, donde ella desconocía que las familias Melo, González y Flores eran los primeros habitantes. Y cómo saberlo si vivían en la parte alta del barrio y ella al comienzo, muy cerca de la capilla. Dicen que en una de sus partes bajas, estaba un cementerio. Quizás en ello radicó la razón de habitar al inicio la parte alta. Es la número cuatro de once hijos que tuvo María Machado con Mónico Centeno. Descendientes de isleños y cubanos. Ella, producto de esa mezcla costeña, la argolla de su padre, un arpista de joropo mirandino, se iba con él y una de sus hermanas, de fiesta por varios días, sobre todo en diciembre. Porque su madre era muy tranquila. A ella y a sus hermanas le decían “Las peonas de Mónico”, hasta en la agricultura lo seguían. Después se iría a trabajar con la familia Ibarra en oficios hogareños en el Country Club de Caracas.
—Yo no me pelaba un baile allá en Baruta. Bailaba tuyero y llanero. Yo era el rabito de mi papá, pa’ donde quiera.
Pero sí se separaba de él. Cuando quería ponerse sus labios rojos. A Mónico no le gustaba la pintura de labios. A escondidas se iba con su hermana Isabel, quien encendía fósforos, para que se los pintara.
—No era pa’ lucile a ninguno. Yo no le pajariaba a ningún hombre. A mí siempre me ha gustado la pintura –y mientras dice eso el púrpura en sus labios son muestra de esa vehemencia.
Esa mujer menuda cabe en un sofá rojo, de menos de un metro sesenta, en la sala de la casa. Se convirtió en su cama desde que comenzó con los problemas de la ciática. Ella que se casó dos días después de su cumpleaños y el día del aniversario de El Hatillo, confiesa que se unió con José Tomás, enamorada. El cine del pueblo atestiguaba sus citas, mientras él no cuidaba la portería. Y aunque el amor se acabó, quedaron sus frutos: Aníbal, Anaida, Beni, Leri y Tomás. Porque el desamor floreció con un José Tomás galante con las mujeres y con una Aminta indiferente. Cada parto la dejaba con las extremidades inferiores paralizadas. Un desánimo para la apuesta amorosa.
—Me quedaba paralítica en todos los partos que tenía en la casa. No podía caminá. No tenía fuerza en las piernas –recuerda y su mirada denota pesar.
Porque de sus cinco hijos, cuatro los tuvo en casa con comadronas, excepto, Tomás. Esa anomalía tenía sus orígenes en una posible preeclampsia posparto.
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Aminta tiene ritmo. Ese que asoma cuando cuenta su vida. Es el mismo que pone en su cuerpo cuando zapatea un joropo llanero. El que le gusta bailar. El tuyero prefiere verlo. Viene de una familia de parranderos, bailadores de alpargata de suela (para referirse al cuero y no a la goma). De fondo suena un joropo llanero. Interrumpe su discurso porque escucha la voz de alguien. Lo llama. Es su yerno, Aníbal.
—Ven pa’ presentate estas muchachas –suelta la frase sin evitar sonreír.
Él entra y lo toma del brazo como quien no quiere que se escape. Él le dice: “Usted lo que quiere es bailar”. Manos en cintura, hombro y entrelazadas. Se inicia un baile acompasado y recio. Sereno parece el disfrute y un rostro serio en un cuerpo que vibra y taconea sus pies en dupla vigorosa. Aníbal la acompaña en ese recorrido apoderado de la fuerza. Al término de la canción, se sienta y sus carcajadas denotan la picardía de quien ha cometido una travesura. Su rostro lleno de sudor, rejuvenece.
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Únicos son sus sabores. Porque nada como el mondongo de Aminta. Lisonja recibida por preparar esa espesa sopa en El Calvario. Esa que es diferente a la de su padre, porque le pone una pizca de dulce. Y de esa cocina que recibe a los visitantes con un letrero “No machaquen en el mesón”, sale una sazón sencilla con ingredientes ancestrales. Los mismos que cultivó con su padre: caraotas, quinchoncho, chícharo, yuca, café, ñame.
De sus hallacas persiste el gusto. También de su dulcería o granjería como la llama. Hay orgullo al recordarlos: naiboa (una especie de casabe con papelón), gofio, besitos, chepe (una mezcla de maíz cariaco, papelón, clavitos y canela), su famosa melcocha, conservas, almidones, cachapas, carato de ajonjolí y majarete. Y también la mazamorra de jojoto, hallaquitas de chicharrón y la masa o arepas de maíz pelado. Esas preparaciones tienen sus orígenes: legado familiar y trabajo en el Bar Español de Baruta. Aprendió a elaborar platos para muchos comensales. El majarete es uno de ellos: 16 o 32 platos. No sabe hacerlo para menos. Para ella la vista del otro, su sangre y sus humores pueden ser detonantes de un cocido descompuesto.
—La vista es muy mala. La vista es terrible pa’ la comida –afirma sin asomo de incredulidad.
Su mirada se ensombrece. Cuenta cómo la mirada de un familiar, y su sangre pesada, le echó a perder el guiso de unas hallacas. Por eso prefería la noche para cocinar. El tiempo en que nadie se asomaba en ese tinglado que montaba, junto a su hijo, a la hora de elaborar las miles de hallacas que preparaban. Y no solo la vista, también el verbo. La mazamorra de jojoto debía prepararse en silencio. Hasta el habla de los presentes debía estar ausente en esos momentos de sabores, cocidos y olores.
Aminta Margarita, la que le gusta el café y se lo toma de a poco, en esa taza de peltre que pertenecía a su amiga Julia, también cultiva los amores fraternos. Juega dominó con su amiga Carlina, a quien llama por teléfono y de repente le dice de manera fresca: estúpida. Se le escucha y es imposible no pensar en una adolescente. Es Carlina quien la adula con gallina guisada. Porque a Julia, su compañera de baile, aún la extraña. No pudo verla cuando murió. Solo supo que se fue vestida con un traje suyo. El que uso en la graduación de su hijo Tomás. Un vestido para el disfrute y para el descanso. El eterno.
El cocido de unas caraotas con pata de ganado, inicia un relato sobre los oficios de la muerte. Un momento de sabor y desazón se cuela en el ambiente. La energía de Eros y Tánatos deambula en el espacio. Rezos para quienes exhalarán el último aliento, y una vela del alma en las manos entrelazadas con las de ella. A su madre se la puso. Una forma de acompañar y dar luz al otro en ese trance. Un frío que le recorría los brazos hasta el cuello era el que sentía en esos momentos. El aire helado de la muerte. Y ya difuntos muchos rezos para ayudarlos en el descanso eterno. Con abuelo y padre devotos del Santísimo Sacramento, acuñó esa religiosidad familiar. Y en su casa ese es el ambiente. Santos en figuras, postales, afiches y rosarios no compiten con los adornos de la casa. Parecen ser sus acompañantes. También una colorida Cruz de Mayo en su habitación. La que solía vestir cada 3 de mayo para exponerla en la plaza.
—Yo iba detrás de mi papá cuando rezaba el rosario –y recuerda que ella repetía para sí en aquellos momentos cuándo tendré un rosario en mi mano.
Y no solo tuvo un rosario, también una vela. Dadora de fuerza y luz en el viaje de no retorno. Ese que para ser transitado, pudiera necesitar del consumo de la leche materna. Sí, la que da vida. Confiesa que vio a algunos moribundos ingerirla.
—Es que pa’ morí se necesita fuerza –dice con convicción.
Parece que Aminta no necesitará vela ni leche materna. Prefiere que su partida tenga la rapidez de un rayo. Eso sí, que no falte un baile en la plaza de El Hatillo.
—Bueno, bailando sería bueno… Sería como yo, echando broma, bailando en la plaza y rezando el rosario.
Tararea la estrofa de una canción que le escuchaba a su abuelo, “Las brumas del mar”
Así cual las brumas del mar/
hay pecho donde nace amor/
hay seres que nacen y crecen/
y luego perecen, muriendo de amor.
Cuando pienso que tú no me quieres/
ni siquiera te acuerdas de mí/
se me nublan los ojos en llanto/
queriéndote tanto suspiro por ti.
Y llora. Logra decir con la voz ahogada en el llanto:
—Es muy triste, ¿verdad? Esa canción es muy triste.