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Alberto Corro siempre tuvo una pasión que le costaba disimular: el juego de bolas criollas. Su deporte favorito y su mayor distracción.

—Había un señor que tenía… las hacía, pero de madera. Yo me ponía a vé y de repente me ponía a zumbá y hacía bochecitos por ahí… y así aprendí–.

Ve las fotos, que destacan en la sala de su casa, y como un rayo pronuncia:

—Hay un poco e’ gente ahí en esos retratos ahí que son muertos todo’. Yo creo que habemos ahí dos na’ má que estamo’ vivo, yo y Antonio Posa. Que vive en Chacao, él es sastre.

Reconoce que ese gusto por los juegos devino de la vida y no de su padre. Este solo trabajaba la tierra y vendía los rubros que en ella cosechaba.

—A mi papá no le gustaba ningún juego, él decía que el juego era mal… –se ríe–. Aprendí por ahí, iba a un bar de eso y estaban jugando, y me ponía a jugá. Yo hice eso fue ya de hombre. De pequeño no me quedaba mucho tiempo pa’ eso.

Contó con un equipo de bolas criollas, el Monterrey. La cancha estaba ubicada cerca del Colegio Cajigal –espacio cercano al actual terminal de buses de El Hatillo–.

Una mezcla de orgullo y nostalgia se reflejan en su rostro cuando revisa las fotos. Habla de sus amigos.

—Todos esos jugadores de bolas eran amigos, compadres. Había un compadre ahí en una foto: Benigno Delgado, era muy querido. Ya muerto. Tenía la misma edad mía. Murió hace como 10 años. Vivía por Carapita.

Su voz se carga de resignación.

Los orígenes de esta disciplina deportiva popular se remontan a los albores de la humanidad, cuando el hombre descubrió que podía competir con algo sencillo y accesible como las piedras. Luego se conoce que este deporte era practicado en la antigua Grecia y en toda Europa ya no con piedras, sino con bolas de madera llamadas “bochas”. Llega a América a través de los conquistadores españoles. Alberto quiere decirlo todo sobre este deporte.

Pero la voz de Rosa irrumpe el pensamiento y la mirada de Alberto. Deja al descubierto lo que él es capaz de hacer por las bolas criollas. Hace unos meses desapareció de la casa y de las cuadras cercanas. E incluso incumplió compromisos familiares. Nadie lo había visto, excepto un vecino que bajaba de la zona cercana a la única cancha de bolas criollas del sector: La Gramita. Pronunció las palabras mágicas:

—A Alberto Corro acabo de verlo en la cancha de bolas criollas. Estaba sentadito ahí.

Aparece con el rostro lleno de regocijo y sarcásticamente pregunta:

—¿Pa’ qué me estaban buscando? Yo estaba en La Gramita –se ríe como quien ha obtenido un triunfo colosal–. Para su hija Yaneth hasta una cerveza se habría tomado.

Alberto, el jugador de bolas criollas, nunca llevó a Rosa a un juego. Quizás para que no lo viera cometiendo tremenduras. Esas que expresa Rosa.

—Era tremendo. Andaba en los botiquines, lugares de juegos, bailes y bebidas, atendidos por mujeres.

—No, pal juego de bolas, no, pero pa’ bailá por ahí, sí. Malo, pero bailábamos –expresa él con risa traviesa–.

La voz de Brígido Ríos, un joropero tuyero conocido como “El Sentimental”, inunda la casa de los Corro. Alberto y Rosa se acercan al centro de la sala. Un espacio para los dos. Se unen en un abrazo y comienzan ese baile mirandino sereno, acompañado de leves zapateos. Regios se abstraen de los presentes. En ese baile acompasado parecieran rememorar los tiempos de fiesta dentro y fuera del sector. Y, por qué no, aquellas fiestas navideñas en casa, famosas para sus vecinos en El Calvario.

—Duraban dos días. La gente decía: “Vamo’ pa’ ca’ e’ los Corro” –hay orgullo en la voz de Alberto.

Con bebida y comida garantizadas, la música y el baile familiar completaban el número de la noche. Alberto y Rosa, anfitriones. Alberto y Rosa, bailadores. Alberto y Rosa ahora bailan menos. El tiempo no se detiene y el cuerpo lo resiente.

Es que de todas formas los Corro mantenían su fama en El Calvario. Sí, fiestas y bailes. También tuvieron el primer teléfono fijo en casa y estacionamiento. Un carro e, incluso, chofer. Algún vecino fue beneficiado por ocupar el puesto que Alberto desplazaba. Él era un pasajero más que disfrutaba el paseo familiar de fines de semana.

***

Alberto es un hatillano de 89 años que habita en El Calvario desde 1962. Antes vivió en la calle Comercio de El Hatillo. En una casa hecha a su medida, convive con Rosa. A ella, a quien enamoró mientras trabajaba de portero, le lanzó unas conchas de naranjas como indicio de su amor. Emuló a Manuel y Cándida, sus padres, con el mismo número de hijos: Magaly, Alberto, Óscar, Soraida, Alfredo y Yaneth. De aquellos aprendió el arreo de burros para trasladar la cosecha que producían.

—Vendiendo en los mercados libres: naranjas, piña, tuna, yuca, ñame, de todo… todo nosotros cultivábamos. Sacábamos la mercancía en burro–. Con tino y firmeza recuenta que eran los años treinta.

—Por acá todo el mundo tenía su conuquito, subían por El Calvario, salían en Plaza Las Américas y llegaban a Petare a vender la mercancía.

Es su hijo Alberto quien lo ayuda a recordar. No así la fecha de muerte de sus padres.

—Mi papá murió en el año 55 y mi mamá en el 69. Eso no se olvida nunca. Más que todo el diciembre que murió, el 27 de diciembre, mi mamá.

***

Es un hombre de oficios. La carpintería también lo divierte. Y en su cocina están las piezas utilitarias que elabora a mano. Las preferidas de Rosa. Son esas cuatro paredes de colores y texturas, el lugar predilecto para la exhibición. Destacan cucharas, tablas para picar de distintos tamaños, platera, bandejas y bancos para sentarse. La madera reina. Las puertas de los gabinetes no ostentan diseño alguno. Revestidas en barniz complementan la organización de los enseres. Todos se enorgullecen del creador. Hay un objeto que destaca por encima de la mirada.

—Ese barrilito allá arriba fue que el yerno mío me regaló… tenía la carcasa de afuera, la tenía rota. Me daba lástima botarlo y dije: “No, voy a inventá algo pa’ salvarlo”. Me puse a hacé el barril y ahí está mi termo ‘entro del barril. Ahí llevaba la papa pal trabajo.

Su voz y su rostro acuerdan sin titubeos cómo se dedicó a la carpintería.

—Nadie me daba clase. Unas clase na’ má recibí de un maestro que estaba ahí en el Econocoima –se refiere a quien fue director de esa escuela, ubicada en el centro hatillano, José Domingo Hernández–. Y por ahí me fui. Me iba a las carpinterías a vé cómo trabajaban y así aprendí. Cuando usté va a hacer una cosa tiene que hacela con amor –estas palabras se escuchan como ultimátum.

Su casa tiene un porche donde exhibe sus obras. En ese espacio que antecede a la sala principal destacan grandes pilones de madera. Creados por él y curtidos por el tiempo. El maíz pilado dio paso al ornamento. Es imposible no encontrarse con la huella inconfundible de su trabajo tallado a mano. Arriba, un pequeño espacio funge como carpintería. Huele a madera. Pocos utensilios en la guarida del creador. Un pequeño mesón, seguetas, serrucho, dos pequeñas máquinas para pulir la madera y varios envases viejos con clavos y herramientas, útiles para los apasionados en ese oficio. Colgados, destaca un trío de grandes machetes.

—Uno se entretiene cortando palitos –así se refiere a la carpintería. Esa afirmación quizás sea una muestra de que en la vejez pudiera hacerse uso del ocio creativo con ese tipo de actividades.

No solo de oficios sabe Alberto. Fue sepulturero, cuidador de camposantos y barrendero de las calles de El Hatillo durante tres años.

—Fui a trabajá ahí porque yo no tenía trabajo y me pusieron encargado del cementerio y hacía trabajos de albañilería. En el cementerio hacía los huecos y enterraba a los muerto’. Es triste, pero hay que hacelo. Conformarse con lo que Dios hace.

Se ensombrece su expresión, pero de inmediato aparece un raído hilo de luz en sus ojos.

—Esa plaza la barríamos nosotros como a las 4:00 de la mañana. Eso fue cuando la dictadura. Los negocios se quejaban si le echabas tierra mientras barría. Había que hacerlo en la madrugada. Dos veces a la semana barríamos la plaza.

***

A cualquier edad se piensa en la muerte. Es la otra cara de la vida. En la vejez es un tema recurrente.

—Cada rato estoy pensando en la muerte. Yo pienso que cuando uno muere no sabe pa’ dónde va. Que si lo van a meté en candela, que si pallá… ¿será verdad eso? Bueno, el que hace maldades en esta vida lo meten ahí. No, yo no quiero morí –es enfático y larga una breve risa nerviosa–. Yo quiero ser como Matusalén… Quiero ver mis nietos casado’.

Así, para él, la muerte es un pensamiento recurrente. Y sabe cómo quiere ser recordado ya difunto:

—Como un tiro de bola –síntesis de su pasión por las bolas criollas.