Una fotoperiodista que no puede salir a capturar imágenes consigue nuevas formas, unas muy suyas, para contar historias. Mairet Chourio muestra en esta fotocrónica su cotidianidad durante la cuarentena para contener el coronavirus, al tiempo que reflexiona sobre la mirada que ha desarrollado en esas cuatro paredes. Otra de nuestras #HistoriasDeCuarentena
Puedo contar y registrar miles de historias de otros. Pero cuando me toca contar la mía titubeo, porque no me parece relevante. Me gusta que otros sean los protagonistas de lo que hoy se vive en Venezuela, para así darme cuenta de que existen muchas cosas más allá de las que ven mis ojos.
Cuando aquel 15 de marzo decretaron la cuarentena y me dijeron que me avisarían cuándo salir a trabajar, en ese instante, me llené de angustia y ansiedad porque para un fotoperiodista su trabajo está en la calle. Pensé: ¿Cómo puedo seguir haciendo mi trabajo? Me sentía inútil quedándome en mi casa, sin nada que aportar para dejar registro de lo que está pasando.
Fue cuando decidí hacer un diario fotográfico que narrara mi confinamiento. Claro, hay días en los que la incertidumbre y el desespero quieren ganar terreno y me permito sentirme así, desahogarme y avanzar. Pienso que cubrí por más de cuatro años la fuente de sucesos y siempre iba tomar fotos a la morgue. Allá variaban los personajes y aquí, en mi casa, no, pero tengo el reto de mirarlos o capturarlos de otra manera.
Si algo tengo que agradecer de esta cuarentena, es que ahora cuando salgo observo más. Miro a todos lados y adonde voltee siempre veo una historia.
Hubo un tiempo que también me quedaba en casa todos los días: cuando esperaba un cupo en la universidad. Los días eran todos iguales, rutinarios. No me gustaba dormir hasta tarde porque me sentía mal, me ponía triste. Prefería levantarme temprano, asomarme por la ventana, respirar y ver el panorama. En aquel entonces no sabía que estudiaría fotografía y que eso sería una conexión o señal de cuánto disfruto ver y congelar momentos, así sea que solo queden en mi mente.
Ahora cuando son las 7:30 de la mañana y ya no me encuentro a gusto en mi cama, me levanto, veo por la ventana y tomo una foto.
El sol entra e ilumina toda la sala. Días radiantes que nos hacen pensar en la playa. Pero hay otros tantos grises, agobiantes, donde la mayor preocupación es saber cuándo llegará el agua o cuándo volverá la electricidad. Cuando por fin sucede, la angustia desaparece o no hay tiempo de ocuparse en ello; hay que ocuparlo en almacenar, limpiar y sobretodo lavar.
Aunque todo parezca rutinario, siempre hay algo diferente. Esa distinción la dan los vendedores ambulantes. Ellos, que cuando ya tienen que cerrar o recoger sus puestos por órdenes de la policía, recorren los 16 bloques que están en la parte alta de La Vega, Caracas. En cada uno entran con sus cestas a cuestas y gritan con una peculiar cantado:
«Lavansán, jabón líquido, cloro», «amiga, llegó el clorero», «mortadela de pollo», «mira que sí hay pago móvil» y «plátanos por el cambio».
Siempre los escucho, los veo y a veces hablo con ellos. Me gusta saber cómo sobrellevan esta cuarentena, si no temen contagiarse, por qué hay niños trabajando, cómo es su día a día.
Retratarlos es contar su historia pero también la mía. Porque hace unos meses creía que solo podía contar lo exterior, lo que pasa afuera de esta casa, de estos edificios.
Ahora estoy convencida de que adonde mires, siempre habrá algo que contar.
Mairet fue alumna de la tercera cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, en Caracas de noviembre de 2019 a febrero de 2020.