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Junto a una carretilla con termos, una joven de 17 años vende bebidas calientes en Cúcuta, pero espera regresar a Venezuela para poder estudiar gastronomía algún día

Como piedra en medio de un río está ella. El río es de gente. Suena violento y estridente. Recorre parte del anillo vial de San Martín, al norte de Santander en Cúcuta. El río arrastra gorras de colores danzantes, pequeñas banderas tricolores que se mecen y pregoneros comerciales que gritan. Sin embargo, una voz dulce hace que se deje de remar contra corriente y se detenga el bote.

—Buenos días. ¡Café a la orden! —dice tímida con su carretilla.

Cara redonda color nata y labios rosados caramelo, el cabello rizado recogido a la mitad en una media cola. Menuda se esconde detrás de sus lentes y unos termos de café. Su madre se acerca con un envase lleno de sánduches y un grupo que llega de Caracas, para unirse al río, le salta encima.

Mano a mano, bocado a bocado, los 25 panes preparados dentro del envase desaparecen. Son 27 mil pesos colombianos en total, pero solo hay un billete de 50 dólares para pagar. Cada dólar son tres mil pesos.

Los caraqueños, aún hambrientos y sin sencillo para pagar, piden «alguna otra cosa, por favor» que les puedan vender. La mujer señala hacia el carrito que esconden a la niña piel de nata y dice: «Obleas, nada más» y se encoge de hombros.

La que lleva las finanzas del grupo se acerca al puesto improvisado y le dice que sí, que se las prepare. Se cuentan para no pedir de más. Una oblea “con arequipe y pepitas de colores” por cabeza, 11 en total.

Acompañando el rumor del río, conversan bajo el sol picoso de media mañana mientras esperan el pedido. La joven saca una gran ostia color canela y le hunta el pegote almibarado para adornarla con colores y luego ponerle la tapa encima.

Una, dos y tres obleas listas. Ella sonríe y hace que los cuadritos y el alambre plateado que adornan sus dientes brillen. De repente suena crack y su mano queda embarrada. Una mujer que está atendiendo otro puesto se ríe y le dice –con un cantadito diferente al del grupo y al de madre e hija– que no presione tanto que se quiebran fácil. La joven dice entre risitas que tiene “mucha fuerza y por eso se parten”.

Alguien del grupo se acerca y le pregunta que si es venezolana. Ella levanta la mirada y responde tranquilamente con un sí y una sonrisa.

—Tengo dos meses viviendo en Cúcuta —agrega sin despegar sus ojos del trabajo—. Vinimos a cuidar a mi abuela porque la iban a operar. Ella sí es colombiana.

—Ah, pero ¿entonces no se van a quedar? —curiosea la misma persona que preguntó antes.

La muchacha, detiene sus manos. Su mirada fija se queda en la torre dulce que ha ido formando con siete obleas. Luego recoge los hombros hasta sus orejas, levanta la mirada transparente y con una de las comisuras de sus labios forma una media sonrisa.

—Yo no quiero, pero mi mamá está viendo —dice y continúa armando la torre de obleas.

—¿Y no estás estudiando? —arroja de golpe su interlocutor, pero frena y continúa con más suavidad— ¿Cuántos años tienes?

—Tengo diecisiete, y no, no estoy estudiando —responde— ya yo me gradué.

Nadie dice más. El río sigue corriendo bullicioso y el sol sancochando en la sombra. Ella comienza a empacar con cuidado la torre en un paquete cilíndrico.

—Pero quisiera regresar, porque aquí no voy a poder estudiar —comenta—, y yo quiero ir a la universidad. Quiero estudiar gastronomía.

Entrega el encargo y sonríe. «Buenos días, ¡café a la orden!», se escucha nuevamente entre las aguas que corren. Ella, cual roca en medio de un río, atiende con una sonrisa sudada a pleno sol cucutense.

Fotos por: Carlos Bello