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La tradición de la receta andina de “la melcocha”, el popular dulce criollo, se mudó hace medio siglo a La Pastora en las manos de Francisco Augusto Santos, quien ataviado de blanco y caqui recorre las calles de la parroquia que hizo suya para endulzar la vida de sus vecinos y agradecerles la calurosa bienvenida que le dieron cuando tuvo que dejar sus raíces, pero no su acento ni sus costumbres. Tan afianzado está en esta comunidad que desde hace casi 15 años lo reconocen como Patrimonio Cultural Viviente de Caracas

Crónica Génesis Carrero Soto/ Fotografías Martha Viaña

—¡Melcochitaaaa capachera!

El grito cantado es más bien un aviso. Quien lo escucha sabe que está en La Pastora, la parroquia caraqueña que hace 50 años recorre Francisco Augusto Santos, un gocho de esos que jamás perdió el acento y que, con 62 años, aún recorre las calles bordadas con casas amplias y de colores, con ventanas inmensas, puertas altas y pequeños tejados de las que sale gente a contestarle el saludo y a comprarle la chuchería que vende y que les recuerda el sabor de su comunidad, dulce para lo bueno, resistente ante la dificultad y moldeable ante el cambio. 

Mientras va caminando se asoman perlas brillantes que se convierten en sonrisas. No hay quien lo vea y no sonría. Es melcochita capachera. Pero también es José Gregorio Hernández.

El señor Francisco Augusto Santos es La Pastora, una parroquia caraqueña que lleva en su corazón y que refleja en su propia estampa.

Francisco Augusto tiene 50 de sus 62 años de vida caminando las calles de La Pastora, una de las parroquias más emblemáticas de Caracas, ofreciendo su producto: un dulce de textura chiclosa hecho con la panela que deja endurecer sobre paletas, envuelve en plástico transparente e incrusta sobre una larga vara con orificios que recuesta de su cintura y carga durante todo su recorrido.

A Francisco lo envuelven un hablar rítmico que casi suena a canto y una caballerosidad que combina con su andar lento para que le dé tiempo de saludar a todo el que se cruza en su camino. 

Todo su ángel y la historia que trae a cuestas es tan conocida y reconocida que, en 2010, fue nombrado Patrimonio Cultural Viviente de Caracas por la alcaldía del Municipio Libertador, una distinción que lo llena de orgullo y que, a diario, le recuerda  que llevar en alto su bastón con dulces es más que un trabajo, es un estandarte que lo representa a él y a una ciudad entera.  

El reconocimiento local, que siempre recuerda entre lágrimas, le ha permitido ser parte de la Ruta Histórica de la ciudad como vendedor de sus dulces y ser parte d e importantes obras de teatro y performances con los que ha descubierto su amor por la actuación. 

A punta de dulce

Transcurre una mañana de 1960 en un río de Capacho Viejo, un pueblito del Táchira, en los andes venezolanos. Francisco Augusto y su familia bajan una cuesta para llegar al río en el que su mamá lava la ropa. 

Allí, María Satura improvisa un fogón con piedras y palos sobre los que monta una olla para batir la panela a la que da una, dos, tres, cinco, cien vueltas hasta que se hace una masa pastosa que deja enfriar y luego separa en trozos para repartir y entretener a sus cinco hijos mientras ella restriega la ropa.

Al tomarla con las manos se pega de los dedos y si se separa un trozo hay que halar hasta que el hilo delgado de goma se rompa para que entre a la boca y se disuelva poco a poco, pero los niños prefieren morder para obtener más rápido ese sabor acaramelado. El sabor de la melcocha, una melcocha capachera. 

Francisco Augusto nació y vivió sus primeros años en ese pueblo andino donde probó por primera vez la melcocha y decidió venderla para ayudar a su familia, hasta que, a los nueve años, Caracas lo recibió en un viaje vacacional para jamás dejarlo ir y reconocerlo por el nombre de ese postre que marcó su infancia. 

—¡Buenos días, mi señora! ¿Cómo está? —dice el señor Francisco a una señora mayor que lo mira y sonríe desde su portal.

—¡Buenos días, melcochita! —contesta ella con efusividad, mientras estira la mano y le da 50 bolívares a cambio de uno de los dulces que lleva en su vara. 

Es un hombre de costumbres, hace 50 años que hace el mismo recorrido por las calles de La Pastora con su grito cantadito y acompasado. Por eso reconocerlo es fácil para todo el que vivió y creció en esta zona de Caracas escuchando a Melcochita Capachera. 

Su huella está en la gente que sigue viviendo allí y en la que tiene marcado su cántico como un claro recuerdo de infancia y Francisco Augusto se topa a diario con las pruebas de esa marca.

En su andar de tantos años, recuerda a los muchos pastoreños que vió crecer. Con especial cariño atesora en su memoria a una pequeña niña, con su uniforme de preescolar, que lloraba cada vez que lo veía para obligar a sus padres, a la maestra, a quien fuera, a comprarle una melcochita que luego devoraba con gusto masticando “como un chivito”.

A esa niña amante de la melcocha la volvió a ver cuando ya era una mujer.

Hace un par de años caminaba por una plaza de Caracas con su indumentaria para vender melcocha cuando se topó con un fotógrafo que le hizo algunas tomas y le pidió que lo acompañara a la redacción para que una periodista lo entrevistara. 

Al entrar al sitio y estrechar la mano de la joven notó cómo su mirada se cristalizaba y aparecían algunas lágrimas.  

—¡Melcochita, eres tú! —gritó la joven mientras sonreía. 

Aunque le costó un poco, el señor Francisco encontró en esa mirada húmeda los ojos de aquella niñita que lloraba sin parar cada vez que lo veía caminar por La Pastora. 

Caminante pastoreño

Era apenas un niño cuando fue arrancado de su Capacho Viejo por unas vacaciones que nunca se terminaron debido al cáncer de pulmón que sufría su padre, Víctor Ángel, y que obligó a toda la familia a quedarse en la capital para procurar un mejor tratamiento.

Se establecieron en Caño Amarillo en la Caracas de 1967, una que lo recibió con un terremoto de 35 segundos que dejó cientos de muertos y miles de heridos. La capital que lo recibió estaba en plena reconstrucción, llena de andamios y montañas de escombros por doquier. 

A su familia de Fancisco también le tocó rehacer su vida en un sitio que les era ajeno, pero que rápidamente se convirtió en hogar.

Con la intención de ayudar a la familia, pero sobre todo, de comprar sus estrenos para Navidad, Francisco Augusto, con nueve años, decidió retomar la venta de la melcocha, ahora en Caracas. 

Un 11 de diciembre, el niño Francisco preparó aquella melcocha que aprendió a hacer a orillas del río de Capacho Viejo: cortó hojas de limón, las lavó y puso en ellas trocitos de melcocha que decoró con un trozo de queso. 

Con su bandeja en la mano, Francisco comenzó a caminar sin rumbo para vender su dulce, hasta que se topó con una línea infinita de casitas de tejas rojas y grandes ventanas. Era La Pastora. 

Apenas divisó la estructura, los colores, la gente, las calles, supo que ese era el lugar perfecto, el sitio que combinaba con su dulce tradicional.

Aunque fue cincuenta años atrás, Francisco recuerda que usaba una bermuda color caqui y una camisa blanca aquel día que se encontró con La Pastora y encontró el nombre de su producto.

—Yo soy de Capacho y era pequeño, entonces se me ocurrió gritar “melcochita, melcochita capachera” para vender mi dulce, y así nació mi grito de guerra. 

Desde entonces, Francisco solo se ha dedicado a vender su dulce no solo para comprar sus estrenos, sino para vivir la evolución de una ciudad que lo ha visto avanzar y con la que avanza hasta que se interna en La Pastora, donde siente que no pasa el tiempo.

Todavía hoy, después de medio siglo, es posible verlo caminando cualquier viernes a eso del mediodía en las calles de La Pastora, con el mismo pantalón caqui y la guayabera blanca que se convirtió en su uniforme de trabajo para la venta del conocido dulce. 

La diferencia es que ahora carga todo en un tubo de unos cincuenta centímetros forrado en tirro y en el que hizo varios hoyos para encajar las paletas de dulce. Visto a contraluz, parece un espiral brillante que sostiene en un costado y que parece dibujar la silueta de un hombre con un escudo.

Y sí, lo es. Ese estandarte que carga y que decora con unas 100 paletas de melcocha es la representación de su madre, a quien dice que lleva en brazos cada vez que sale a vender su dulce. 

—Ella está conmigo, aquí la llevo cargadita con su receta y con su amor. 

Dulcero y devoto 

Es un sábado de 2024 en la mañana, a lo lejos se puede ver a un hombre con bigotes negros y sombrero caminar, pero no se escucha el acostumbrado “melcochita capachera”. Hoy es un día especial y Francisco viste de traje oscuro, sombrero de copa y carga un pequeño maletín.

Mientras sube a un costado de la iglesia de La Pastora un hombre se paraliza al mirar su estampa e inmediatamente comienza a llorar. 

—Esto es una señal, si me lo encontré es porque mi hija, con quien acabó de hablar, se va a sanar —le dice.

Este hombre, Pedro Bello, vio en Francisco Augusto al beato José Gregorio Hernández, el médico venezolano que está a un paso de ser santificado por la Iglesia Católica. 

Como él, decenas se paran a mirarlo, sostienen su mano, se fotografían con él y hasta le rezan y le piden que ponga en oración a algún enfermo.  

—Él es José Gregorio, es el amigo de todos. Él es La Pastora —dice una vecina desde su ventana al verlo pasar.

En su recorrido transformado en José Gregorio, Francisco rememora los años que ha estado por las calles de La Pastora, y recuerda cuánto le ha pedido al beato por su salud, por la de sus familiares. Pero también cuánto le ha agradecido por dejarlo parecerse a él para dibujar esperanza en esta comunidad que lleva a este casi santo en el corazón. 

Francisco Augusto Santos sigue su recorrido, unos días vistiendo como José Gregorio y otros como melcochita.

Cuesta arriba, el sol parece nacer detrás de las casitas amplias y de colores. Allí, en La Pastora, no importa los años que pasen, siempre habrá quien recuerde a Melcochita Capachera, siempre habrá quien recuerde el sabor de ser pastoreño.