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Problemas con la justicia fueron los que lo obligaron a dejar su hogar en San Pedro Sula. Siempre protegido por los dos números, el uno y el ocho, durante dos años estuvo rebotando entre Honduras, El Salvador y Guatemala, donde en el año 2000 lo condenaron a veintiún años de prisión por homicidio en grado de tentativa, robo agravado y amenazas. Los minutos se hicieron horas; y las horas, días.

El odio a muerte entre el Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) suena eterno, pero comenzó a inicios de los noventa. Ambas pandillas son originarias de la zona sur del condado de Los Ángeles (Estados Unidos), ambas llevan con orgullo el número trece que las identifica como de esa zona, y ambas rinden tributo a la mafia mexicana. En la guerra fratricida que mantienen, de hecho, ha habido treguas, como las que aún libran en las cárceles estadounidenses. Pero Centroamérica es otra historia. El quince de agosto de 2005 la Mara Salvatrucha extendió su guerra con el Barrio 18 a los únicos lugares de Centroamérica donde aún se mantenía el pacto de no agresión: los centros penales de Guatemala. Se rompió la tregua, y Neck lo vivió en carne propia en una cárcel llamada El Infiernito.

—Ese día solo los locos del Barrio fuimos los paganos, ¿mentendés?

A plena luz del día se le acercaron dos y con un cuchillo hechizo le abrieron el cuello y la cabeza una y otra y otra vez. Neck terminó siendo un número más en el balance oficial de treinta y cinco muertos y ochenta heridos—casi todos dieciocheros— que resultó de ese primer día de guerra abierta.

Se recuperó a tiempo. El veintidós de octubre, diecinueve presos de El Infiernito se escaparon por un túnel de ciento veinte metros que cavaron en diez meses bajo el piso. Fue la fuga más sonada de la última década, en la que los fugados incluso dejaron escrito en la pared un mensaje para ridiculizar al gobierno. Neck fue uno de esos diecinueve.

El escándalo propició que se elaborara una baraja de cartas con los rostros y se repartiera entre los policías. A Neck lo recapturaron el siete de noviembre en los suburbios de Ciudad de Guatemala.

—Ese día, ¿mentendés? Estaba así, impaciente por querer salir, y todavía le pregunté a una bicha: ¿no hay juras? No, me dice. Ah, entonces voy a traer el fusil (un AK-47). Yo llevaba treinta tiros, ¿va? para el AK, ¿mentendés? Porque lo tenía a cargo, ¿mentendés? Yo ahora he cambiado bastante, pero era del pensar de que no me iban a agarrar vivo, ¿mentendés? Porque laneta, si yo iba a morir, me iba a llevar a por lo menos tres o cuatro puercos conmigo, ¿mentendés? Pues sí, yo iba para la casa del homeboy, y como a media cuadra me cuadraron dos juras. Que si la hacen bien, si hubiera entrado en la casa, ahí hubieran encontrado no solo el AK, ¿mentendés? Y yo hubiera tenido una gran bronca encima, hasta con el Barrio, ¿mentendés?

De nada sirvió la baraja. A pesar de que estaba más cerca de los treinta que de los veinte, la cédula que el Barrio le facilitó y su aire juvenil lograron que durante tres días uno de los más buscados permaneciera detenido pero anónimo en un centro para menores de edad. Cuando las autoridades al fin se enteraron de que era el Neck, hubo un motín para evitar el traslado. Lo tuvo que sacar el Ejército.

El balance de la fuga fueron diecisiete días de libertad, una mano huesuda tatuada en el rostro y un XVIII en la frente, quince años más de condena por evasión y transporte de armas de fuego y una mal disimulada sensación de arrogancia.

Desde entonces está encerrado.