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Esta es la historia de un viaje al sur de América del Sur. Una crónica íntima donde la cineasta y escritora María Inés Calderón Téllez narra los distintos tonos que va escuchando a su paso por Santa Cruz, La Paz y el Salar de Uyuni en Bolivia, o por Montevideo y Punta del Este en Uruguay. Va tomando apuntes de los tonos bulliciosos o de los más discretos y cálidos. Y a partir de esas diversas formas de expresarse con las que dialoga en su travesía, reflexiona sobre la civilidad latinoamericana, sobre sus raíces bolivianas y sobre el país que la ha forjado como venezolana. “Amo que mi casa está al norte del sur y mis raíces se extienden hasta el corazón del continente”, escribe en una de sus líneas, como si nos estuviera hablando cerca y de frente. 

Texto y fotos María Inés Calderón Téllez

Veo el reporte del tiempo y el cambio drástico de la dirección del viento, que viene del noroeste con una fuerza inusual. El viento que prevalece en Caracas suele venir del este, noreste y sureste. Por suerte, con la suficiente fuerza para lograr que la contaminación ambiental no sea grave. La cordillera de la costa crea un pasadizo y a pesar de que no estamos en la zona de tránsito de los huracanes, pueden entrar vientos con una fuerza asombrosa al tranquilo valle caraqueño y causar estragos menores.

Desde junio del año pasado, en 2023, he estado más pendiente de una temperatura nada normal de 35ºC en la famosa sucursal del cielo donde la temperatura todo el año oscila entre 18ºC y 29ºC, llegando a 32ºC en nuestras épocas calientes de julio a septiembre. Y desde esa época hasta mediados de marzo de este año 2024, se ha mantenido en 35ºC. Pacheco, como llaman al símbolo de la llegada de la época fría en Caracas con temperatura en 16ºC desde diciembre hasta febrero, nunca se presentó.

En estas reflexiones climatológicas me encuentro mientras hago intentos por tener un horario de lectura y escritura, siempre teniendo en cuenta que mi palabra para este año es sosiego. 

Voy de un libro a otro para escribir este “bio-ensayo-crónica-bitácora de viaje” que hice en febrero.  Yendo de la neblina invernal en Venecia en La marca del agua de Brodsky, pasando por los desiertos hirvientes de la India en contraste con la humedad que cala los huesos del perenne invierno británico de Rudyard Kipling, por las travesías nocturnas entre Serbia, Turquía y Egipto de Coco Velazco, en su saga de Katarina hasta Bolivia.  

Puedo escuchar en cada uno el sonido del viento, los susurros del seductor nórdico que intenta hablar italiano, o el refugiado que viaja escondido. También los acentos del niño inglés en la India. Siempre interesada en la conducta humana, cómo influye en cada quien la topografía, el clima. Vivir con cuatro capas de ropa o vivir semi desnudo.  Levantarse para salir a trabajar en un clima hostil o bondadoso.

Salgo a caminar

Por la cintura cósmica del sur

Piso en la región

Más vegetal del viento y de la luz

Canción con todos

Armando Tejada Gómez (letras), César Isella (música)

Viajo al sur justo en medio de mi búsqueda reflexiva sobre la civilidad perdida en Venezuela.  En mis preparativos de último momento recuerdo Canción para todos. La primera vez que la oí mis raíces estaban de fiesta. Mi esposo y yo teníamos un grupo de amigos bolivianos contemporáneos en Caracas, todos con diferentes razones para estar en la sucursal del cielo como le decían a Caracas. Los exiliados de diferentes golpes de estado en la década de los 70, tanto de izquierda como de derecha que en este tiempo sucedían con frecuencia, y que en el exilio convivían sin problema en el trópico. Los que estaban en postgrados de Fundayacucho que favorecía a nacionales de los países bolivarianos. Los que estaban en misiones diplomáticas o eran funcionarios de instituciones internacionales. Todos éramos un grupo unido y la pasábamos divino. Nadie juzgaba a nadie. Compartimos de acuerdo con nuestras posibilidades sin perjuicio. Cocinábamos, bebíamos y bailábamos de todo, incluso música boliviana. 

Algunos tocaban guitarra, cantaban y como era la época de la música de protesta, todos cantábamos canciones de todas partes. Había mucha conciencia social. Canción para todos era un himno entonces. Mercedes Sosa, Serrat, Janis Joplin y tantos otros. Que vivan los estudiantes. La Fiesta. Qué culpa tiene el tomate de estar colgado en la planta si viene un gringo de mierda y lo mete en una lata, eran las consignas de la época. 

Un tiempo romántico en el que todo era sueño de ideologías cautivadoras con sus promesas de igualdad, algo que en realidad no entendíamos bien porque todos teníamos que trabajar para vivir y disfrutar, poniendo el foco en nuestras familias que iban creciendo. 

Voy a Bolivia y Uruguay, y no dejo de escuchar la letra de Canción para todos en mi cabeza porque voy al corazón de sudamérica.  Entro a Bolivia por tierras calientes: Santa Cruz de la Sierra. Llanuras fértiles que limitan con el Pantanal de Brasil. Los cruceños son llamados folclóricamente cambas, que quiere decir mestizo mezclado con europeo. El camba, como toda la gente de tierras calientes, tiene un tono de voz alto, bullicioso. Es reilón de carcajadas fuertes, cercano, al punto de llegar a palmear a las personas. “Elai puej” suele ser su saludo.

Por ser la ciudad más próspera, hoy Santa Cruz se ha llenado de paceños, llamados folclóricamente kollas, que es una voz quechua para llamar a las personas asentadas en la Puna o provenientes de ella. El kolla como todas las personas de los Andes tienen un tono discreto, serio, servicial, cálido.  “¿Cómo has sabido estar señora?” Siempre mezclan el tú con el usted y las conjugaciones son a su estilo.  “Bien alhajita has sabido estar”.

Para un venezolano, llegar a Santa Cruz es como llegar a Maracaibo. No se siente uno ajeno. En cambio, aterrizar en el aeropuerto de La Paz, en El Alto, en una planicie rodeada de nevados a 4.300 metros de altura, es para quedarse boca abierta.  En El Alto hay una población indígena de unos tres millones de habitantes, que en su mayoría trabaja en la ciudad de La Paz. 

Las voces son susurros cálidos llenos de diminutivos. “¿Le ayudo con sus maletitas? ¿Necesita un taxi? Tengo con wifi para sus llamaditas”.

Entonces la voz propia, alta y tropical, busca un tono acorde para no asustar a los lugareños, no vayan a pensar que la visitante se ha enojado. ¿Wifi en el auto? Digo asombrada, en Caracas ni soñarlo… Todavía.

El tono incide en la expresión corporal. 

La mirada no suele ser a los ojos, pero la busca por momentos para corroborar empatía. La calidez venezolana desconcierta pero agrada y causa curiosidad. Los blancos bolivianos no suelen ser cercanos a los indígenas. Los turistas en su mayoría sí lo son. La masiva cantidad de viajeros los ha acostumbrado a otro trato, el de anfitriones interesados en que el viajero se sienta cómodo, y regrese. Y esto trae la respuesta cálida agradecida de los viajeros, que en un alto porcentaje son mochileros que pasan hasta dos meses recorriendo el país. Los indígenas tienen muy claro la importancia comercial del turismo, y se esmeran en mejorar.

Siendo una venezolana nacida en Bolivia, criada con apego y conocimiento del país de nuestro origen, estoy acostumbrada a los tonos y acentos. Cada región tiene el suyo y debe ser por la topografía de las alturas. En Venezuela hay una idea errada, piensan que los bolivianos son taciturnos y tristes, lo cual no es cierto. Son respetuosos como la gente de los Andes. Y como la gente de los Andes, también fiesteros y bromistas. 

En la música de las alturas prevalecen los instrumentos de viento, el charango de cuerdas y algo de tambores o percusión. Tal vez tenga que ver con el viento de los nevados que se le acomoda a uno en las mejillas. A pesar del frío, en las alturas todo se baila. 

Recuerdo el asombro de mis padres y abuelos cuando Yolanda Moreno, famosa bailarina folclórica venezolana, montaba coreografías de música boliviana, con las bailarinas mirando el suelo y con las cabezas ladeadas hacia abajo como llorando. Veía a mis padres y abuelos negando con la cabeza. Al terminar el show se le acercaron y le dijeron que era un error, que las mujeres indígenas del Altiplano no bailaban así, por el contrario, bailan erguidas, desafiantes, celebrando. Yolanda Moreno agradeció la aclaratoria.  

En verdad ver a las cholitas bailar es un placer visual: sus pintas de lujo, sus rostros altivos, su agilidad para moverse con la cantidad de ropa que llevan. El número de polleras (faldas), vestimenta tradicional, habla de su casta, mientras más polleras, más nivel. Parecen trompos de colores. 

Todas las tradiciones nos las contaban nuestros abuelos. Mis primas, mis hermanos y yo las escuchamos cuando niños en estado de fascinación. Allí nació en todos el germen de la curiosidad insaciable por saber más de todo. La historia de la familia. Las costumbres, hábitos y la comida que aprendí a cocinar con deleite.

Imagino cuántos niños venezolanos hoy se sientan a escuchar a sus abuelos y padres contar todo eso. 

La nostalgia es una gran motivación para sembrar arraigo. Yo llegué a Venezuela de seis meses de edad. La nostalgia me la sembraron mis mayores, si ellos no lo hubieran hecho, quién sabe el grado de interés que habría tenido en el transcurso de mi vida. Mi hija, que emigró de Venezuela al comienzo de sus veinte, se ha preocupado tanto por sembrar la nostalgia en mi nieto, que sin conocer mucho el país de sus padres y ancestros se aferra a ser un experto. Muchos venezolanos en Florida, cada vacación mandan a sus hijos a un campamento para venezolanos, donde los chamos aprenden, comparten y disfrutan a nuestro estilo, modismos, costumbres, juegos, música, acento. Mi nieto Daniel ama ir y regresar hablando caraqueño.

***

En Santa Cruz estoy tres días. Visito familia y veo amigas. La bonanza económica en la ciudad de los cambas es palpable, a pesar de todo lo que el gobierno ha hecho para sabotearlos, debido a su oposición determinante a las políticas económicas y ambientales que ha llevado el MAS en el poder desde 2006. Hace unos años, cuando se levantaron fuertes protestas en Santa Cruz, surgió un líder joven y blanco: Camacho, empresario exitoso y agresivo. Al ver la popularidad que ganaba en todo el país, lo metieron preso. Eso ha dejado una herida abierta. 

Al igual que en Venezuela, la gente perdió las ganas de luchar. El crecimiento de Santa Cruz nunca ha fluido dependiendo de los diferentes gobiernos. Los cruceños han tenido constante bonanza económica legal e ilegal. La ganadería, la agricultura, textiles; y como casi toda Bolivia, el narcotráfico y el contrabando como líderes de ingresos. Los urbanismos crecen y se expanden. Edificios y centros comerciales modernos destacan en la llanura que tiene como telón de fondo a lo lejos, las montañas.  Parques con piscinas rodeadas de mucha vegetación, y playas artificiales.

Siento al caminar

Toda la piel de América en mi piel

Y anda en mi sangre un río

Que libera en mi voz

Su caudal

Al volar a La Paz, la vista aérea desde el avión va de tierras verdes llenas de ríos de todo caudal, al paisaje de páramos nevados que custodian la ciudad asentada a 3.800 metros sobre el nivel del mar. El contraste de la selva a las tierras frías y áridas es impactante, el verde va desapareciendo y prevalece la roca. La visión de la ciudad del Alto parece un mar de terracota. 

Miles de casitas de ladrillo, entre las que ahora destacan los Cholets, (chalet de cholas). Pequeños edificios que imitan los modernos de la ciudad, cubiertos de vidrio y techos en dos aguas. Algunos con colores llamativos inspirados en telares indígenas. Me pregunto por qué no hay plantas, no se ve verde por ninguna parte. Me dicen que a los indios no les gustan las plantas. No sé si es cierto, pero el hecho es que viniendo de tierras fértiles, el aspecto del Alto es desolador. 

“¿Por qué no pintan sus casas?”, pregunto. “Porque mientras estén con el ladrillo desnudo, no pagan impuestos”, me contestan.  ¿Cuánto pierden allí las arcas tributarias que bien usadas harían una gran diferencia? La falta de conciencia tributaria está ligada a la desconfianza, la corrupción. “Si pago impuestos se lo quedan ellos: el gobierno” y es una matriz de opinión en toda sudamérica, donde la corrupción es un estilo de vida asumido como normal.

 La Paz está rodeada de murallas naturales de piedra que en época de lluvia muestran algo de verdor. Ha habido siembra de árboles y destacan bellos jardines en plazas en la Zona sur, donde hoy vive la clase media y alta buscando mejor temperatura. La propiedad en La Paz es valorada según el sol y la altura. La más preciada es la que recibe sol todo el día y está a 3.300 o menos. 

Tanto en el mar de ladrillos rojos de El Alto, como en la aridez de las piedras que rodean La Paz, destacan los colores alegres de los aguayos, telas que usan para todo las cholas: en sus mochilas donde cargan a sus bebés en la espalda, en bolsos o en manteles. El color de sus polleras a veces satinadas y sus trenzas amarradas con tiras de colores. Casi siempre caminan rapidito, en la distancia es una visión cinética. 

Las cholas son las mujeres indígenas de polleras. Llevan el cabello largo trenzado, y un sombrero tipo bombin usualmente marrón, beige o negro. Dicen que los mandaron para Bolivia desde Londres a mediados del siglo XIX para los trabajadores ferroviarios, pero que resultaron pequeños y los vendieron a las mujeres diciendo que era la última moda en Europa.

Al pasar del tiempo sólo las cholitas se quedaron con estos sombreros como parte fundamental de su atuendo, que además tiene códigos comunicacionales como soy casada, soltera o estoy de luto, y se los ponen aunque no les calcen, fijándolos con pinzas de plata. 

El cholo es el indígena que se viste al estilo occidental, pero que usa detalles indigenas. Imilla es niña en aimara, sin embargo, es utilizado despectivamente para calificar a una joven que está empezando a quitarse las polleras para vestirse a lo occidental. El llocalla en aimara es el niño. Y es usado despectivamente por los blancos. Algo que no sucedía, y sucede desde que llegó Evo Morales al poder, es que los indígenas entran a lugares donde no entraban antes a ser servidos, como restaurantes, u hoteles, que además deben tener el letrero oficial con la ley antidiscriminación. Para mí ha sido una sorpresa positiva, acostumbrada a que los venezolanos somos más integradores e inclusivos.

La topografía de La Paz es en un gran porcentaje inclinada, especialmente en la zona que es llamada el centro de la ciudad, donde están los organismos oficiales. Allí en San Francisco se conservan muchas construcciones antiguas llenas de posadas, hotelitos, pensiones, ventas de artesanía, comida y bares, a precios razonables para el bolsillo de los trabajadores y viajeros de mochila o backpackers. 

Es muy asombroso ver a las mujeres subir y bajar por las calles empinadas en tacones. Algunas tienen barras de apoyo. También hay callecitas coloniales con piso de piedra y casas emblemáticas de la historia boliviana. Para el paceño en general es habitual ir a los mercados y comederos tradicionales, donde la comida típica  está hecha por indígenas.  

A las once de la mañana es costumbre comerse una empanada salteña con una cerveza Paceña. El picante es un ingrediente natural, no tan fuerte como la costumbre mexicana.

A mi gusto es más sabroso porque no predomina sobre los demás sabores. Amparito, mi madre, amaba ir a tomar Api, una bebida dulce y caliente hecha con maíz morado, acompañada de una Llaucha, empanada horneada con sofrito de queso y ají. 

En Bolivia hay setenta y siete tipos de maíz y lo llaman choclo. Y más de mil tipos de papa.  En este viaje me ha sorprendido gratamente ver que la gente culta está comiendo más vegetales cocidos y frescos, algo que no veía hace diez años. Creo que en general, los sudamericanos no tienen buenos hábitos alimenticios. Casi todos comen muchos carbohidratos y proteína, muy poco verde y frutas. 

En Venezuela hace tiempo que hay un poco más de consciencia, pero en general, por la obesidad que se observa, no es masivo. En este momento de crisis humanitaria los contrastes son dramáticos. Gente famélica y sin dientes o gente obesa en la clase obrera.

Sol de alto Perú

Rostro Bolivia, estaño y soledad

Un verde Brasil besa a mi Chile

Cobre y mineral

Hace 10 años que no veía a mi familia, primas, primos y amigos cercanos. La agenda social lo ocupa todo. Quiero ir a lugares que no conozco pero tres semanas es poco tiempo. Mi relación con la familia es cálida. Acostumbrados a no tener familia cercana en Caracas, a mis hermanos y a mí nos produce felicidad los encuentros. 

Esta vez voy con ganas de escuchar cuentos de familia, en especial de las mujeres de mi lado materno que crecí escuchando gracias a mi abuela María Cristina Iturralde, mi role model, bautizada por mi La Tata, junto con Amparito mi madre y su hermana la tía Gaby. Asimilé el espíritu de autonomía entre la cabeza y el corazón.  Frases como “nunca dependan de nadie” nos decía La Tata. “Estudien aunque sea inglés, porque ya solo con eso pueden ser independientes”. 

Y así ha sido. Todas estudiamos y hemos sido independientes. Y los nietos varones han buscado parejas con esas cualidades.

Una de las conclusiones de los cuentos de las Iturralde, que ha sido un llamado al botón para mí, es la frase “qué te importa”. Mi abuela la usaba cada vez que llegábamos a lamentarnos porque alguien dijo algo incómodo. Me doy cuenta que esa frase marca la personalidad de las Iturralde para resumir la sugerencia en lenguaje cercano, a conservar celosamente tu libre albedrío. Es genético. 

Tal vez a veces nos hemos propasado, pero cuando hago un recuento, me doy cuenta que en mi madre y en mi en especial, La Tata lo sembró.  En sociedades llenas de prejuicios como la boliviana y venezolana, siempre hemos creído en nosotras y nuestras posibilidades. Es curioso que hoy haya tantos especialistas difundiendo, enseñando cómo ser seguro de uno mismo, y a mi abuela le bastaba con un Qué te importa.

La agenda social, como siempre, es muy apretada. Todos nos queremos ver, y para el boliviano la mejor manera de agasajar es la comida tradicional. “¿Qué quieres comer? ¿de qué te antojas? Son preguntas usuales. Yo he cultivado mi fama de farrista (rumbera) así que hay los que me invitan en la noche o de tarde con plan sin hora final. Los años han pasado y ya no solemos madrugar farreando como antes que podía ser hasta mediodía del día siguiente. Esta vez conozco primas que no conocía y se amplían las historias familiares. Todas por el lado de la Tata. Cada una con historias más asombrosas que otras. Me lleno de orgullo y de curiosidad por saber más.

En todas las invitaciones la primera pregunta es ¿cómo está Venezuela? Los bolivianos han vivido con la sombra amenazante del chavismo. Yo diría que los siete años de adelanto que llevamos se notan. Me miran incrédulos cuando les digo que estamos más o menos igual a ellos, porque las imágenes de mercados vacíos se les han quedado como símbolo de nuestra cotidianidad. 

Les explico las razones por las que ya no hay mercados vacíos pero algunos me insisten que han visto las imágenes de la gente buscando comida en la basura en CNN. Difícil explicar que la crisis humanitaria persiste a pesar de que la clase trabajadora en algunos rubros ha mejorado, y que ahora se consigue de todo. Toca explicar el puerta a puerta que sostiene la benevolencia del gobierno para que la Guardia Nacional se beneficie. La expansión de emprendimientos en base a nuestras carencias. Como el lavado de dólares ha impulsado la construcción que levanta edificaciones como hongos en otoño por todas partes. Igual que la masiva oferta gastronómica y de entretenimiento. Todo eso ha generado empleos. Les hago ver que en efecto estamos más o menos parecidos, solo que ellos no tienen crisis humanitaria severa. Todavía. 

El constante interés me va alterando y decido contestar, que por favor no me toquen esa tecla. Entonces decido hablar de las cosas buenas que están sucediendo en Venezuela, gracias a la cantidad de movimientos y organizaciones sociales para apañar la crisis: el hambre, la falta de educación, formación laboral y la salud. Se los pongo como ejemplo porque pienso que el racismo no se acabará en Bolivia donde el resentimiento late como un corazón con arritmia. En Venezuela el odio sembrado por Chávez como estrategia, se acabó. Los pobres se dieron cuenta que eran usados. Ahora nos hemos vuelto a acercar pero con menos prejuicios que antes.

***

               Por fin conozco el Salar de Uyuni. Un desierto de sal a más de cuatro mil metros, que en época de lluvia se convierte en espejo del cielo. Vamos en un coche-cama, bus de dos pisos con todas las comodidades, incluso wifi. El bus va lleno. Es la época de lluvias y todos quieren ver y mirarse en el espejo celestial. No hay pasajes de avión gracias a la tradicional manada de japoneses que desde febrero y parte de marzo, acuden a disfrutar de la hermosa visión. Son diez horas de viaje que empezamos a las nueve de la noche. Voy con mi prima Roxana que tampoco lo conoce. A pesar de las comodidades, llegamos algo magulladas pero al ver el paisaje nos llenamos de energías. La fascinación es hipnótica.

La organización del pueblo de Uyuni es de primera. Vehículos rústicos donde  predominan Toyotas y Mitsubishi, trasladan a cientos de turistas que en la inmensidad del paisaje no perturban los lentes de los ansiosos turistas. Hay hospedaje para todo bolsillo. Es gracioso ver jovencitos que participan en todo el negocio. El más ingenioso es el de las fotografías. Tienen preparados los juguetes, botellas y demás objetos que usan para las fotos que hacen con los celulares de los visitantes, esperando propinas o pagos por tarifas.  

El Salar tiene sus propios efectos especiales que se van mostrando con los cambios de luz y nubes hasta caer la noche. Nadie se va sin una buena foto porque para donde pongas el lente es conmovedor. En Bolivia, la consciencia de la conveniencia del turismo es admirable. No hay detalle que quede fuera. Les saben el gusto a los turistas de todas partes, hay menús para vegetarianos y veganos. 

Sin embargo no hay derroche, prevalece la austeridad que también es un valor inculcado en mi familia, y de las pocas cosas que me ha costado en la sociedad venezolana donde reina el consumismo.  Me despido con la ilusión de volver pronto. Hay tanto por conocer o volver a disfrutar que me voy con una larga lista de pendientes. Me quedo una vez más con las texturas y olores. Respirar en las alturas te hace consciente de tus pulmones. Mantener la piel hidratada es una tarea, por eso acariciar las mejillas coloradas de un niño puede variar de papel de lija a durazno. 

La aspereza de las lanas y su olor a llama. Los divinos olores de los guisos, masas, choclos recién cocidos con queso. El chuño, papa deshidratada en las alturas. La fragancia de frutas y flores. Los pinos. Los indígenas y su falta de hábitos higiénicos.  Mi abuela decía que en Bolivia había dos clases sociales: los que se bañan y los que no se bañan.  

Subo desde el sur

Hacia la entraña América y total

Pura raíz de un grito destinado a crecer

Y a estallar

Vuelo a Montevideo desde Sta Cruz en una línea paraguaya, que hace escala en Asunción. Un pequeño salto donde se percibe al Paraguay como una mina dormida que empieza a despertar. Muchísimo por hacer pero con la fuerza y el interés por hacer lo posible, en especial por parte de venezolanos que se fueron buscando donde hay terreno para emprender. 

En testimonios que leo en la revista de la aerolínea, cuando les preguntan ¿por qué se fueron al Paraguay?, dijeron que los trámites de residencia son sencillos y conseguir trabajo también. A la pregunta ¿qué mejorarían ellos en ese país?, todos respondieron que la vialidad. Un alto porcentaje consiste en caminos de tierra que en época  de lluvia es intransitable.

Todos reportan que Paraguay tiene alto potencial turístico y que están dispuestos a trabajar por ello. La fuga de talentos que hemos tenido en Venezuela es el mejor producto que hemos perdido.

De un país al siguiente la vista desde el avión sigue siendo tierras fértiles, agua por todas partes. Una bendición. La diferencia entre Paraguay y Uruguay  es que en el segundo se aprecia el desarrollo económico, en la cantidad de tierras con cultivos  organizados, cercados. Ganadería y construcciones campestres nobles. 

Todas las voces, todas

Todas las manos, todas

Toda la sangre puede

Ser canción en el viento

 Aterrizando en Montevideo ya se pueden percibir los signos de un país en desarrollo avanzado. La inmigración rápida y sencilla. Servicios impecables. Afuera me espera Coco Barrios, un entrenador escolar de fútbol que también maneja un taxi tipo Uber. Es recomendado por Majo, la dueña del apartamento Airbnb que alquilé por tres noches, cerca de la embajada de Estados Unidos donde voy a la cita para renovar mi visa de turista. En Venezuela no tenemos embajada hace varios años. Son las siete y media de la noche, así que dejo las maletas y Pedro el vigilante, un mulato cubano, me acerca a una tiendita de víveres donde trabaja Nelson, un joven venezolano cálido y contento de conocer a una compatriota. Conversamos. Es un hombre de 22 años. Alegre, me da algunos tips

Compro lo necesario para una cena y desayuno frugales, y una botellita pequeña de Don Pascual de la cepa Tannat, mi tinto uruguayo favorito. Me paro en la esquina de la gran avenida y hacia donde vea se me parece a Buenos Aires. Estoy cómoda y feliz porque hay muchos árboles. La temperatura de 22ºC y una brisa fresca me hacen sentir en casa.

Amanece.  El verano está por despedirse. Abro las cortinas para verificar si se ve el mar y allí está a unas cuantas cuadras detrás de edificios de poca altura, el horizonte infinito. Quiero caminar hacia allá. Pienso que siendo la mayoría de origen español, debe haber cafés cercanos donde pueda desayunar la segunda parte de mi desayuno usual: café y algo de carbos y proteínas. La primera parte consiste en frutas. Veo Google maps y no hay nada a menos de cuatro o cinco cuadras. Pienso que si camino hacia el mar encontraré algo, pero no es así.  Aquí no hay ni cafeterías ni panaderías por todas partes como en Caracas y Buenos Aires. Después de mucho patear calle consigo un café muy vintage mirando al parque Rodó por donde pasearé al terminar de desayunar.

Estoy en la zona de Punta Carretas, que se llama así porque era donde la gente llegaba a veranear en carretas desde la Ciudad Vieja. Hay un lujoso centro comercial donde hubo una prisión con ese nombre.  Es una zona bonita, donde la arquitectura va de lo antiguo a lo moderno. Un faro, un club de golf, un hermoso museo y el parque Rodó. Lo moderno bordea el mar, y a medida que uno se aleja del mar, está lo más antiguo. Hay buenas aceras y árboles. Los conductores respetan a los peatones. Hay mucha gente paseando mascotas y no hay excrementos por ninguna parte. Todos van vestidos con la ropa cómoda de verano, reina la informalidad. 

A lo largo de la rambla que bordea las playas hay felicidad. Veo muy pocos rostros amargos, o estresados. Prevalece una holgura espiritual que se puede percibir en los que corren, o van en bicicletas, o pasean los niños y  las mascotas. En las personas mayores sentadas en la rambla o en la playa. En los que están en los cafés que por fin encontré. En las personas que sirven.  

Algo curioso para mí es el hábito religioso de los uruguayos y el mate. Digo que parecieran tener brazo y medio, porque en uno de los dos llevan el termo con agua caliente para refrescar la yerba que va en vaso con su respectiva pitillera. Muchos los llevan en una cajita de madera con dos compartimientos. De un lado el termo, del otro el vaso. Se sientan a ver el mar, sobretodo el atardecer, chupando el mate. Los que están solos en estado meditativo, viendo el atardecer con las piernas colgando hacia el mar. Otros mientras conversan.

Parejitas que se besan y acarician con el crepúsculo y el mate al lado.  Me siento en un café y me atiende Aurora, una cubana. Se vino por Guyana a donde les permiten ir en avión. Y de allí por tierra hasta Montevideo. Aurora llegó y en seguida consiguió trabajo. Solo tiene dos meses y se ve muy contenta. Me deleito observando cómo ya cordializa con los habituales del lugar.  El acento venezolano se deja sentir entre motorizados de Delivery que aquí sí respetan la leyes de tránsito. En los tiempos de dictadura en el Cono Sur, emigraron a Venezuela miles de exiliados políticos, y fueron tratados con calidez y apertura. Hoy Uruguay y Argentina lo valoran y devuelven con afecto. No así Chile y Perú que pasaron por las mismas penurias y se fueron a refugiar en Venezuela.

En Uruguay se despenalizó el consumo de marihuana. El olor se siente en el ambiente en forma intermitente. Se ven algunos indigentes. El cambio del peso uruguayo está en 38 por cada dólar, similar que en Venezuela en ese momento. El costo de la vida también es parecido y costoso. Los ingresos per cápita son mejores, o acordes. Aun así, la gente se queja. Dice que no se puede vivir con esos costos. La gasolina cuesta 2.50 dólares por litro. Más costoso que Venezuela, sin embargo el salario mínimo en Uruguay es de 570 dólares y en Venezuela tres. Uno se pregunta ¿por qué hay indigentes en Montevideo?  

Los taxistas, informantes de primera mano, y algunos amigos que viven allí reportan que hay mucho consumo de droga del tipo pasta blanca, la basura de la cocaína que es económica y fácil de conseguir. Hay ausentismo escolar debido a este problema que va de primaria en un 21%  a 30 % en bachillerato. En la zona donde camino no hay peligro de robos por esto, pero me advierten que lo puede haber en zonas de gente con bajos recursos.  

Algunos piensan que la legalidad de la marihuana desató esto, otros piensan que no, que sería igual de problemático pues la yerba solo la venden en farmacias y con una autorización sanitaria. Pero aquí, como en toda Latinoamérica, la corrupción dice que si no lo consigues así, lo consigues como puedas, pero siempre se puede porque siempre hay alguien necesitado. Soy de las que piensa que legalizar las drogas acabaría con el narcotráfico. La ilegalidad los convierte en dueños del mundo. En fin, no todo es color rosa pero igual yo me siento feliz de estar caminando a mi aire. Vengo de donde hay que tener ojos en la espalda y a los lados. Estoy acostumbrada. Aunque no me siento en peligro, nunca me descuido.

Tengo la suerte de tener gente maravillosa que ver. En Montevideo está Nasly, venezolana, y Javier su esposo uruguayo. Luego de pasear y cenar por la ciudad vieja nos encontramos en un lugar de tango y milonga. El lugar tal cual lo había imaginado con un toque decadente encantador. Gente fanática que ama bailarlo, incluyendo a Nasly y Javier. Nos encontramos y es mágico, como si hubiéramos pasado la vida juntos. La atmósfera de la sala de baile, la gente metida en su pasión y que no se perturba por la viajera con cámara que graba con ojos de asombro y cara de quien se come algo largamente deseado. Siento fascinación por este ambiente donde no hay prejuicios estéticos, ni de edad o status. Aquí se viene a bailar con quien quieras y como quieras. La mayoría es gente mayor de sesenta, algunos cercanos a los ochenta pero apasionados igual. Y algunos menores de sesenta. Fijo mi vista en los pies. 

Lo más maravilloso de estos bailes sureños: el tango, la milonga, es que son perenniales. Prevalece el sentimiento. La gente que acude en su mayoría van solos a encontrarse para bailar. Los une la pasión por el tango. El gusto por esta música romántica, la cercanía silenciosa, comprometida con la destreza de seguir los pasos correctos y el compás de la música en un acoplamiento donde el placer está en el baile bien llevado. Los pasos de la seducción llevan a la entrega donde la pierna de la mujer se engarza en la del hombre en un éxtasis al que le siguen los pies de ambos deslizándose en las puntas, para prolongar el clímax de esa comunión rítmica.

Luego del trámite en la embajada, tomo un bus a Punta del Este para visitar a Mariuska y Álvaro. Voy llena del entusiasmo que produce una invitación cálida de personas con las que da gusto compartir. Voy en un moderno bus, en el primer asiento de arriba con ventana panorámica. La carretera en excelente estado. El respetuoso comportamiento de los conductores. Los campos sembrados y prolijos, hablan de un país donde hay bienestar. A las dos horas vemos el mar y una gran avenida costanera da la bienvenida a Punta del Este.  Sé que serán unos días de relax, grata conversa y el mar como telón de fondo permanente. Viven frente a la playa. Es el final de la temporada de vacaciones escolares y se ven muchos turistas locales disfrutando. Punta del Este es una linda ciudad moderna, cercada de un lado por la playa y del otro por un gran bosque.

En el bosque se levanta un museo impresionante, MACA, Museo de arte contemporaneo Atchugarry, construido por Pablo Atchugarry, un gran artista uruguayo que decidió dejar este legado a su país y a los amantes del arte diciendo “Todos tenemos una vida limitada y las obras no. Es un mensaje que va a quedar para la posteridad, para las próximas generaciones”. 

Sobre una enorme extensión de 45 hectáreas,  setenta  y cinco esculturas, una capilla para la Pieta de Atchugarry, además del moderno museo en madera y vidrio con un diseño donde la luz y el paisaje son protagonistas, lo dejan a uno conmovido. Es gratis el acceso.

El impacto no cesa una vez adentro por todo lo que ofrece este centro cultural: exposiciones, cine, auditorio, enormes salas de todo uso, un café. Casi todo con la vista al campo abierto con esculturas. Tengo la suerte de conocer a Atchugarry que está en su taller lijando una pieza. Es un hombre enorme por dentro y por fuera que proyecta felicidad con su sonrisa franca, cálida. Provoca abrazarlo o ser abrazada por él. 

Rodar por las afueras de Punta del Este es un disfrute entre árboles y el mar que por esta zona de Manantiales, es de fuerte oleaje.  El bosque sucumbe al Océano Atlántico.

Canta conmigo, canta

Hermano americano

Libera tu esperanza

Con un grito en la voz

En Punta del Este asistimos al cierre del Carnaval con un desfile de comparsas que van bailando al ritmo de los tambores de raíz africana. Es curioso que estando tan cerca de Argentina donde no hay negros, en Uruguay hay muchos. Son descendientes de esclavos africanos que se establecieron y se fueron mezclando. Me sorprende el comportamiento civilizado de la gente. No hay basura a pesar de la gran cantidad de ventas de comida. No hay excesos y hay cordialidad. Me despido agradecida y feliz de mis anfitriones.

Vuelvo a tomar el bus a Montevideo y voy conversando con dos jovencitas inglesas que comienzan su viaje estilo mochileras por sudamérica. No hay reportes de peligro para ellas en esta parte del mundo. Frescas, risueñas me hacen preguntas, les voy dando tips sobre lo andado. Soy admiradora de los mochileros y su disposición a conocer mi continente, con sencillez, cercanía, curiosidad. Sin apuro. La mejor forma de viajar  es no sólo ir a lugares famosos, es conocer a la gente del lugar, compartir, saber cómo son. Enseñarles  también sobre uno. El intercambio cultural por lo general es bienvenido.

Me empiezo a despedir del sur viendo el Atlántico, pensando que detrás de la línea del horizonte está África. Recordando que crucé este gran océano navegando a vela. Preguntándome si sería capaz de repetir la experiencia. No hay viaje que por bien no venga dice un sticker de pasaporte cosmopolita que alguien me regaló.  

Todas las voces, todas

Todas las manos, todas

Toda la sangre puede

Ser canción en el viento

En Bolivia y Uruguay mi evaluación de civilidad en relación a Venezuela me hace ver que los venezolanos tienen la salud mental afectada por los 25 años de un gobierno que ha promovido la impunidad total. Nadie cumple las leyes ni espera que alguien venga a recordarlas. La destrucción de las industrias básicas, que producen graves fallas en los servicios  eléctricos, hospitalarios, de agua potable y comunicaciones, ha generado  agresividad, desconfianza, amargura, sin escrúpulo. 

Todo eso se palpa y padece, pero se aguanta sobre todo cuando tenemos consciencia de las razones que producen esta conducta. Nos salva el clima bondadoso, a pesar de las temperaturas cálidas. En lugares donde hay ríos o mar, las penas se refrescan. La tierra fértil y la naturaleza exuberante, alivia. El sentido del humor no nos abandona ni en la peor cachetada. Amo que mi casa está al norte del sur y mis raíces se extienden hasta el corazón del continente.