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Never Enrique Torres es su nombre, aunque todo el mundo lo conoce tan solo como Charly. Es el portero más icónico de los bares y restaurantes de Caracas por sus singulares atuendos. Los vecinos de La Candelaria lo consideran un personaje cercano y entrañable, así como un patrimonio vivo de esta parroquia. Su vida revela una historia de superación, trabajo arduo y el recorrido de un hombre que se sabe diferente. 

Crónica Jonathan Gutiérrez/ Fotografías Maxwell Briceño

Se dirige a La Candelaria como es su rutina al salir del trabajo en la avenida Urdaneta. Apenas sube a la camionetica de la ruta Propatria-Chacaíto, las miradas de todos los pasajeros se enfocan hacia él. Las atrae como si fuese un imán con el metal. Camina por el angosto pasillo del transporte público ataviado con un traje de pantalón negro estampado, camisa de seda y un frac de tres botones. La chaqueta —corta adelante y de faldones largos atrás— resalta por la tela de flores plateadas de las solapas que combinan con el pañuelo, el corbatín, un fajín ancho que usa de cinturón, sus tirantes y los zapatos negros relucientes con destellos de plata. Lleva un sombrero, una bufanda y un sobretodo de piel gris que le dan un aire de gánster.  

Este señor bien trajeado es Charly, el portero más emblemático de los bares y restaurantes de Caracas. Su estampa es tan distintiva en esta zona de la ciudad que los vecinos de La Candelaria lo consideran parte del paisaje urbano y un patrimonio vivo de la parroquia.

—¡Eso, papá! ¡Qué elegancia la de Francia! —le dice uno de los pasajeros.

—¿Pa qué tanta pinta si te montas en autobús por la avenida Urdaneta? —dice otro pasajero con tono de sarcasmo. 

—Para no andar zarrapastroso como otros —le responde Charly, mirándolo con desdén.

—Cada vez que lo veo usted está de punta en blanco, lo felicito —le dice una señora que se levanta del asiento y le cede el puesto porque se baja en la siguiente parada. 

—Gracias —le agradece y sonríe mientras una muchacha desde otro asiento le toma una foto con la cámara de su teléfono celular como si fuese un rock star. 

Por un momento el alboroto pasa. Charly se abstrae del entorno hasta que el autobús se detiene frente a la plaza La Candelaria. Se baja del colectivo y se mira en el reflejo de un charco para arreglarse el sombrero. Pasea por la explanada con la actitud de un baquiano que conoce el territorio. Frente a la iglesia se para unos segundos hasta que se santigua. Luego camina hacia un banco donde se sienta bajo la sombra de un árbol. En el trayecto la gente lo saluda, le sonríe, lo abordan, lo piropean. 

—¡Charly, esa pinta! —le grita a lo lejos alguien que lo conoce de La Candelaria y luego se acerca y le da la mano. 

—Por ahí le tiran muchas fotos a uno. La gente me halaga o se acerca, “señor, puedo tomarle unas fotos” o “señor, disculpe, puedo tomarme una foto con usted”. No sé qué me ven, les digo yo. “Usted es distinto”, bueno, es verdad… sí, soy distinto. Yo no vine a este mundo para ser uno más. 

Su rostro transmite autoridad a pesar de que la mayoría de las veces sonríe. Es un hombre delgado de no más de un metro setenta de estatura. De piel trigueña con rasgos marcados por surcos que revelan el paso del tiempo. Sus ojos son negros de una mirada profunda, algo tristores y con ojeras acentuadas, esas que son propias de quien por años ha trabajado en la noche. Aunque tuvo un diente de oro, en una visita reciente al odontólogo para reponer piezas perdidas de su dentadura, se lo sacó. Sus manos son fuertes —testimonio de quien también fue albañil— y cuando saluda lo hace con firmeza y viendo a la cara.


—Buenas tardes, bienvenido y bienvenida. Adelante, pueden sentarse donde a ustedes les agrade: en la barra o en las mesas del segundo piso. Yo mismo los acompaño si ustedes quieren —le dice a una pareja que recién llega para almorzar. 

Se quita el sombrero con gracia. Luego abre la puerta, hace una reverencia y recibe con una sonrisa a los visitantes. Charly es el portero del restaurante La Posada de Cervantes, en la avenida Urdaneta del centro de Caracas. Su tarea es recibir a los clientes con cortesía, un oficio del que se considera un experto y al que le ha dedicado 33 años de su vida en distintos locales de la ciudad. 

Aunque ahora está en la parroquia Catedral, durante dos décadas trabajó en bares, tascas y restaurantes de La Candelaria, la parroquia aledaña donde se hizo más conocido. 

—Comencé en el restaurante Padre Sierra, en el casco central cerca del Capitolio. Un día yo estaba parado al ladito y los turistas me pedían tomarse fotos conmigo porque les gustaba cómo me vestía. El dueño del negocio me dijo: “oye, Charly, tú llamas la atención, ¿te gustaría trabajar recibiendo a los clientes e invitándolos a pasar?”. Y así fue.

Reconoce que tiene alma de nómada. En su trayectoria como portero ha recorrido la geografía de la ciudad: trabajó en Las Mercedes en los restaurantes La Puerta de Alcalá, Il Padrino y La Terraza, en el centro en el restaurante Mi linda llanura y, por supuesto, en La Candelaria.

—A La Candelaria me trajo el dueño de La Alcabala, Juan. Trabajé además en La Cita, La Carabela y El Budare.

Para Charly un portero debe estar atento a quién entra y sale del local, controlar el acceso por seguridad, ser observador, amable y discreto, así como entender las necesidades del cliente, pero está consciente de que a él lo buscan, además, por su imagen.

En esta ocasión viste un traje amarillo de pequeños recuadros que hace juego con sus zapatos de cuero que le dan la estampa de un dandy, su camisa de encajes, los tirantes y un sombrero blanco rodeado por una cinta del mismo tono de amarillo. 

—Este traje me lo mandé a hacer con una tela que era de muebles de tapicería, pero de muebles finos, una tela que es de maravilla. Siempre me ha gustado vestir diferente a lo que usan los demás.

Sean combinados con piezas compradas en una tienda o mandados a hacer a un sastre, Charly atesora una colección que probablemente suman más de 100 trajes y toda una vida de acopio. 

—Armo las pintas. A este saco le queda bien esta camisa y hay que buscarle un pantalón que le haga juego, son pintas armadas por mí. Tengo también trajes completos hechos por sastres con paltó y pantalón de la misma tela, trajes de telas finas confeccionados para mí. 

A cada dupla de saco y pantalón, Charly le selecciona su complemento de camisa con accesorios que incluyen: corbatín, tirantes, fajín, pañuelo y sombrero. 

—Pinta sin corbatín ni pañuelo está raspada –dice. 

El sombrero que luce lo adquirió en la Sombrerería Tudela. Una etiqueta certifica que proviene de la histórica tienda de sombreros fundada por el español Tudela Boronet en 1930 —hoy desaparecida— que quedaba de Gradillas a San Jacinto. Sean de lujo o uno más sencillo que encuentra en cualquier bazar, Charly posee al menos 30 sombreros. 

Al caminar por la calle no lleva ningún macundal. Mucho menos bolsas porque para este portero son un ruido visual que dañan la pinta. Cuando le preguntan por qué se viste tan elegante, él siempre responde que por amor propio. 

—Desconfío de quien se viste mal. No es un asunto de plata. Soy pobre pero bien vestido. 

***

A Charly no le gusta que le pregunten la edad. Después de varios intentos por evitar el tema, a regañadientes saca la cédula de una billetera hecha de piel con textura de pelo de vaca —la misma piel de la que tiene un sobretodo— pone la identificación en la barra del bar y la desliza sobre la superficie de madera pulida. 

—Yo no sé qué edad tengo en verdad, perdí la cuenta, pero aún me siento pavo —dice mientras se ríe.

La cédula precisa que nació el 13 de marzo de 1948. Tiene 75 años. Su nombre es Never Enrique Torres, aunque todo el mundo lo conoce como Charly, a secas. Es un apodo que empezó como una broma de compañeros de trabajo y luego se convirtió en nombre oficial.

Nació en Maracaibo, estado Zulia. Aún recuerda una imagen de su infancia que lo marcó: el momento cuando a los cuatro años de edad su madre, Benedicta del Carmen Torres, lo tomó en sus brazos y lo montó a una piragua junto a sus otros tres hermanos mayores, Cecilio, Rubén y Flora, para salvaguardar sus vidas y huir de un padre violento a quien no vio nunca más. 

—Soy maracucho. Al Zulia no volví jamás —dice con algo de resignación. 

Su primer hogar en Caracas fue una casa precaria levantada con materiales de cartón y lata cerca del puente del distribuidor La Araña. Eran tiempos en los que Venezuela estuvo gobernada por el dictador Marcos Pérez Jiménez, quien decidió dinamitar el cerro donde vivían para construir los túneles de La Planicie —que conectarían con la moderna autopista Caracas-La Guaira— y mudar a los habitantes del sector a otra zona. 

La familia de Charly se desplazó a las cercanías de la avenida San Martín a una comunidad que se creó en el entorno del Hospital Militar. 

Charly comenzó a trabajar cuando apenas era un niño. A los 12 años se inició como limpiabotas. Desde su casa en San Martín caminaba hasta El Paraíso diariamente donde tocaba la puerta de las mejores quintas, según relata.

—“Buenos días, ¿tienen zapatos para pulirlos o limpiarlos?”, y el doctor mandaba a que me sacaran varios pares, me los ponían en la puerta en fila, y yo solito los limpiaba. Los pulía hasta que los dejaba brillantes. Cuando terminaba, venía la señora y preguntaba “¿cuánto es?”, lo que me quiera dar, respondía yo. Y me pagaban bien, incluso me daban comida pa llevar —agrega. 

Desde niño Charly dice que confiaban en él porque tenía buena presencia. Aprendió a distinguir un buen calzado, palpar la textura de una buena piel y admirar la elegancia de alguien vestido con un buen traje.

—A mí me gustó andar bien vestido desde chamito, con una buena camisa, usaba tirantes y me ponía una boina como Rolando La Serie. 

Se refiere al cantante y músico caribeño conocido como “el guapo”, quien se hizo famoso en los años 50 por sus boleros, guarachas y canciones de son cubano, pero también por su vestimenta de traje, corbatín de lazo, tirantes y sombrero.

Charly recuerda al artista y canta el estribillo de su célebre canción “Soledad”: 

Hola, Soledad, no me extraña tu presencia,

casi siempre estás conmigo,

te saluda un viejo amigo, 

este encuentro es uno más.

Hola, Soledad, esta noche te esperaba, 

aunque no te diga nada es tan grande mi tristeza,

ya conoces mi dolor.

De la etapa de limpiabotas se acuerda que sentado en un banco lustrando zapatos lo que más disfrutaba era mirar a la gente elegante que paseaba por las calles y ver las vidrieras de las tiendas en una Caracas que él llama de “la época de oro”.

—Uno caminaba por las Torres del Silencio, ahí había muchas tiendas finas para caballeros. Antes todo el mundo andaba así, bien vestido. Los señores de traje se sentaban a diario a que les pulieran los zapatos. Era una costumbre. 

Como una norma inquebrantable, Charly asegura que siempre lleva los zapatos limpios y por esa razón no perdona a quien ande por ahí con el calzado sucio. 

—Estos zapatos los mandé a hacer con un cuero que tenía en la casa —cuenta mientras sentado frente a la barra del bar de La Posada de Cervantes apoya un pie sobre la repisa de un banco y exhibe con orgullo unos zapatos blancos y negros de estilo Oxford con los detalles de las costuras visibles, una capa de piel repujada en la punta y pequeñas perforaciones que adornan el calzado. —Están cosidos a mano, una belleza, esos no los tiene todo el mundo —agrega.

Aunque le cuesta dar el dato preciso, calcula que tiene unos 120 pares de zapatos, aproximadamente. Una cifra que probablemente es certera porque quienes lo conocen del día a día aseguran que Charly se puede dar el lujo de no repetir ningún par durante más de tres meses, en su mayoría hechos artesanalmente para él. 

La afición comenzó cuando laboraba de portero en un restaurante del centro. Charly ya por ese entonces se vestía de trajes para ir al trabajo y un amigo músico que era zapatero lo increpó: “Oye, Charly, las pintas que tú te pones sin unos buenos zapatos no lucen del todo, yo te puedo hacer zapatos hermosos”, cuenta. 

Ese consejo provino de Ramón Arias, un músico que tocaba el bongó en la orquesta Los Ángeles Verdes y hacía zapatos porque había aprendido el oficio de un maestro zapatero. 

Charly compraba el cuero y las telas que buscaba en Catia, talabarterías del centro de Caracas o Sabana Grande y le llevaba la materia prima a su amigo zapatero. 

En cada visita, una o hasta dos por año, Charly mandaba a hacer cinco pares de zapatos, siempre de estilo Oxford o Derby, en combinaciones que recuerdan a los clásicos calzados de los músicos de cabarés cubanos de los años 50. 

Se quita el saco, le da vuelta y frota con su mano el forro satinado de la prenda. Con su dedo índice derecho recorre el hilo interior de la chaqueta mientras muestra la unión de las piezas. Explica cómo se hace el corte de la tela, el ensamblaje de espalda, mangas y cuello y la confección de los bolsillos. Este portero incluso sabe cómo se cosen los botones y ojales del traje que lleva puesto.

—Yo sé coser. Aprendí solo pero viendo a los mejores. A esta camisa que compré en una tienda le puse estos bichitos que los venden por rollos donde venden las agujas e hilos. Esta hilera de las puntadas en la bota la cosí yo. 

Charly se refiere a los encajes que ornamentan su camisa que compra en las mercerías del centro y al pespunteado que resalta en la bota del pantalón. Él interviene algunas de sus camisas y agrega detalles con pespuntes que cose a mano en los bordes de los ruedos de los pantalones. 

A los 20 años de edad estaba desempleado cuando un amigo le dijo que en la fábrica Montecristo de ropa para caballeros requerían a alguien para trabajar. Había una vacante para planchador. Fue por ese trabajo y lo consiguió. 

—Entré en la Montecristo planchando. Aquél vapor era como una nube que envolvía, eso era mucho vapor el que salía de la plancha industrial. Pero yo era aplicado y desde un comienzo me quería pasar a otra área.

Aprendió a coser de forma autodidacta. Por voluntad propia mientras sus compañeros se iban a comer cuando sonaba el timbre del almuerzo, él —según relata— agarraba un pedazo de tela del piso, encendía una máquina de coser y probaba.  

—Me ponía a coser y a cogerle el son al pedal, era como el acelerador de un carro. Día tras día yo practicaba: “rum, rum” con ese pedal, hasta que finalmente el encargado me dijo: “oye, le echas pierna, vamos a poner a otro en la plancha para dejarte en esta máquina”. 

Logró el ascenso y pasó de planchador a costurero de Trajes Montecristo bajo las órdenes de sastres que le guiaban en la técnica de cómo pegar las piezas de los hombros y las mangas a los sacos. 

—En Montecristo me trataron muy bien los dueños, me ascendieron y me aumentaron el sueldo. Si a mí me gustaba una pinta de la Montecristo, la reservaba y la pagaba. Ahí me di cuenta que cuando te vistes bien la gente te respeta —la voz se le quiebra mientras lo cuenta y rememora con nostalgia aquella época.

Sus compañeros sastres de la fábrica durante años le hicieron trajes a la medida. Así fue armando una colección singular con telas que buscaba por distintos lugares de la ciudad o incluso encargadas afuera. 

—Les decía: si yo les trajera una tela creen que me hacen esto. “Sí, hombre, tráela”. La mayoría de los trajes me los han hecho los sastres de Montecristo.

Fue en aquella fábrica donde Charly conoció a Marco Antonio “Musiú” Lacavalerie, un destacado narrador deportivo y presentador de televisión que era la imagen de Montecristo y a quien le hacían los trajes para hacer la publicidad de la marca. Musiú hizo célebre entre los venezolanos el eslogan de estos trajes: “Montecristo, distancia y categoría”. 

—Musiú Lacavalerie era además la voz del béisbol, hizo un montón de publicidades y decía otra frase que a mí me gustaba mucho: “vengan pa que lo vean”. Uno de los sastres me decía así, “miren: ahí viene Charly, senda pinta, vengan pa que lo vean” —recuerda. 

En frente de un espejo se arregla el moño del corbatín que tenía torcido. Levanta el pie izquierdo y sorprende cuando saca un peine de color morado que guarda en una media amarilla. El calcetín le funciona de escondite. Se quita el sombrero y deja al descubierto su cabello blanco con tonos grisáceos. Su apariencia es similar a la de un científico loco hasta que inicia un ritual en el que se peina en repeticiones de atrás hacia adelante y se estira las puntas con las manos. Se acomoda los tirantes. Se mira en el espejo mientras se ajusta los lentes. De nuevo se pone el sombrero y sonríe. 

El performance de Charly culmina cuando agrega una pequeña flor de tela en la solapa.

—Porque por algo la solapa tiene un ojal —dice. 

En la puerta de La Posada de Cervantes un transeúnte se le acerca, lo saluda, conversa un poco y se despide simulando que le lanza un gancho a la cara como si estuviesen en una pelea de boxeo. Charly reacciona con rapidez, esquiva el golpe ficticio y saca del bolsillo de su saco un pequeño cuchillo envuelto en un pañuelo. 

—Este es el amigo, siempre tengo a mi animalito ahí, por si acaso. Es para amedrentar a los malandrines por si se presenta algo cuando uno sale de madrugada del trabajo. En la calle no confío ni en mi sombra —explica Charly sobre este protocolo de defensa personal.

Luego entra al restaurante, se sienta en el bar y sobre la barra extiende su pañuelo que está descosido. De un bolsillo de la billetera saca una aguja enrollada con un hilo. En un santiamén enhebra la aguja y remienda el borde de la tela. 

—Hombre prevenido, vale por dos.

No recuerda desde cuándo lo comenzaron a llamar Charly, pero sí sabe que es desde hace mucho. Algunos excompañeros de trabajo creen que la razón es porque es terco y mandón como era el  “jefe” o “comandante” de una película. Otros piensan que es por Charly Mata, el personaje afeminado del programa de televisión Radio Rochela y su forma tan particular de vestir.   

—No me importa que me mamen gallo. Lo que sí saben quienes me conocen es que maricón no soy. Me gustan las mujeres pero más me gusta estar solo —dice Charly.

—Este es un lobo solitario —comenta el barman mientras limpia la barra.

El amor es un aspecto de su vida que Charly prefiere reservarse. Una y otra vez expresa que si mira hacia atrás su historia es la de un hombre que ha decido caminar en soledad porque si algo valora es su tranquilidad.

—La gente me pregunta cuál es el secreto de mi juventud. Yo les respondo que “no tengo hijos, ni mujer, ni nadie que me eche vaina”. Ese es el secreto —sentencia Charly, a la vez que saca de su cartera una foto, es un retrato de su mamá—. Ella es la mujer de mi vida. La recuerdo y siempre le estaré agradecido —afirma.

Cada domingo, sin falta, Charly visita la tumba de su madre en el Cementerio General del Sur. Le lleva flores, le reza y le habla a la señora Benedicta. A ella le construyó una casa que fue hecha bloque a bloque con sus propias manos y es un motivo que le da orgullo. 

Aunque no es católico riguroso, cree en Dios y cada día hace una oración cuando se acuesta y cuando se levanta. 

—Rezo el Padre nuestro y doy gracias. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, gracias por un día más de vida y la alegría de vivir —enfatiza y sonríe. 

Apenas cierra la frase, toma una bocanada de aire y con sus labios comienza a imitar el sonido de una trompeta en la canción “Madre rumba” de La Dimensión Latina. Con un dominio de la respiración convierte el aire en música y en ritmos y tonos sin necesidad del instrumento, mientras golpea la barra del bar con sus manos en clave de percusión. 

—La alegría de vivir a mi me la da la música. Me gusta toda la música, pero la que más me gusta es la salsa. Cuando muera quisiera que me pusieran en una urna con una música que no se apague nunca y en la tumba diga: aquí está Charly, un portero con senda pinta.

Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.