Fundada hace más de 60 años por Antonio Fernández, un inmigrante que llegó a Venezuela en barco desde Portugal, la Barbería Zamora es un punto obligado de referencia y encuentro para quienes viven en Guatire, en las afueras de Caracas. El legado de este icónico lugar ahora está a cargo de los hijos, quienes la mantienen como una cápsula histórica casi intacta en un mercado cada vez más saturado y cambiante.
Pasen y quédense un rato en esta crónica para que disfruten las anécdotas de estos barberos.
Crónica y fotos Karla Sánchez
–Cuando mi papá llegó al puerto de La Guaira, los guardias le pidieron el pasaporte y le preguntaron a qué se dedicaba, porque en el gobierno de Marcos Pérez Jiménez lo que querían era mano de obra…
–¡Nooo! Ya no existía Marcos Pérez Jiménez.
–Claro que siiiii, Pérez Jiménez todavía estaba.
–Claro que no. Mi papá vino casi en los sesenta, en el cincuenta y nueve.
–En el cincuenta y ocho.
–¿En qué año salió Pérez Jiménez?
–Jiménez no duró mucho en el gobierno…
Antonio Fernández y Víctor Fernández discuten con terquedad para ver quién tiene la versión más fiel de la llegada de su padre a Venezuela desde la isla de Madeira, Portugal, por allá cuando Venezuela hacía su transición a la democracia.

–Bueno, vamos a salir de dudas, Google no lo pela –corta la discusión un cliente que se emociona alabando las obras arquitectónicas que dejó el dictador Pérez Jiménez en los años cincuenta.
–Fíjate, cuando construyó el Distribuidor Araña le dijeron que era un loco y hoy es una de las obras más arrechas en Suramérica. Si él no hubiera construido eso, ¿quién lo hubiera construido? ¡De que comió, comió!, pero todos comen. Al menos dejó algo –comenta el cliente.
–Entonces cuando le quitaron el pasaporte –continuó Antonio– él le dijo ‘yo soy barbero’, y el tipo respondió ‘no, que aquí buscamos es agricultores’. ‘No, pero yo lo que hago es cortar pelo’, insistía papá. ‘Bueno, yo le voy a poner que es agricultor porque es lo que necesitamos aquí’ y mi papá entró como agricultor. Si se quedaba en Portugal iba a tener que ir a la guerra y mi abuelo no quería.
Antonio Fernández padre llegó a Venezuela en barco, viajando en altamar durante más de un mes con muchos otros inmigrantes. De acuerdo con el Diccionario de Historia de Venezuela, entre 1948 y 1961 la inmigración en el país alcanzó las 800 mil personas. 78% de ellos eran españoles, italianos, norteamericanos, colombianos y portugueses y, según las ocupaciones declaradas al ingresar al país, la mayoría practicaba la agricultura, la construcción, el comercio y la mecánica.
Tras dejar Boaventura en Madeira, Portugal, Antonio padre trabajó en una bodega en las Minas de Baruta en Caracas, luego en una barbería en Lídice y después en Guarenas.
–Pero Guarenas no le gustó –aclaran sus hijos.
Finalmente, abrió la Barbería Antonio en el año 1963, la misma que luego pasaría a llamarse Barbería Zamora. Hoy día es una de las más antiguas de Guatire, un pueblo demasiado grande para ser pueblo pero demasiado pueblo para ser ciudad, ubicado en la periferia metropolitana, a 45 km de Caracas.
–Mi papá no era barbero, era acomodador de bodegas allá –corrige Víctor.
–Pero él llegó con experiencia de barbería –replica Antonio.
–¡Claro, pero no era barbero! Él llegó trabajando fue de verdurero allá en el mercado de Las Minas.
–¿Y tú sabes dónde está el bloque 8 del 23 de Enero? –continúa el cliente de pie en medio de los diez metros cuadrados de la barbería– ¡En Cali! Y Pérez Jiménez continuó con el bloque 9 aquí…
–¡Así es la barbería! –dice Antonio entre risas cuando se retira el cliente.
Ernesto, Víctor, el difunto Manuel y Antonio. En ese orden están las sillas y espejos de los hermanos Fernández.

La barbería tiene un tono característico. Al entrar por la angosta puerta de vidrio el color predominante es el marrón. La madera y los espejos se debaten por la atención de quien entra por primera vez. El piso de cerámicas marrones casi siempre está cubierto con restos de cabellos mezclados, unos negros, otros canosos, y la música nunca falta: blues, jazz, rock.
Si la barbería no fuese barbería, seguramente sería museo.
Encima de los puestos de afeitar, en una larga repisa, hay una colección de cámaras antiguas. La cantidad de adornos clásicos, o como dirían algunos, vintages, inspiran a quedarse mirando en cada rincón por un largo rato, intentando detallar cada uno.
Los espejos están en las cuatro paredes y junto a ellos, reconocimientos de la alcaldía por sus años de trayectoria.
Máquinas de afeitar viejas, radios, stickers, peines, todo forma parte del ecosistema de la Barbería Zamora, ese que es visitado día a día por todo el que quiera afeitarse con manos de experiencia y escuchar el más variado catálogo de historias.
En la radio suena lo que parece Frank Sinatra. Me recuerda a aquellas escenas icónicas de las películas que muestran a la Nueva York de los sesenta.
Una voz grave, elegante, metales y pianos. La cápsula del tiempo. La música de la barbería es de las cosas más particulares, rock de los sesentas hasta los noventas (nada del dos mil), blues, jazz y lo mejor: sale de una radio de verdad.
De lunes a lunes la barbería abre sus puertas desde las ocho de la mañana hasta las seis o siete de la noche. La avenida donde se encuentra es una pasarela por donde transitan guatireños con bolsas en las manos y frentes sudadas. Algunos miran a los lados, otros saludan a lo lejos.
De un lado está La Granja, local que vende frutas y verduras, del otro, el Roca Azúl, un supermercado negado a morir. Al frente, una línea de taxis y al otro lado de la acera más paradas de autobuses, panadería, centro comercial y gente, mucha gente.

Antonio, el mayor de los hermanos, empezó a ir a la barbería a los ocho años y a los once ya comenzó a afeitar. El señor Alí Blanco fue su mentor, maestro de barbería y pieza esencial de este lugar. Aunque ya no se para frente a esos espejos con máquina en mano, sigue siendo un visitante frecuente que pasa a saludar, escuchar y conversar.
–¿Les gusta? –les pregunto por saber si sienten amor por lo que hacen incluso después de tantos años.
–Esto es lo que sabemos hacer. Claro, la situación de antes era mejor, ahora a la gente no le alcanzan los reales pa’ afeitarse –responde Víctor y se ríe.
El precio de cada corte es de Bs. 300, equivalente a $4,65 aproximadamente. Desde marzo de 2022, el salario mínimo oficial en Venezuela es de 130 bolívares ($2,01 según la tasa oficial de hoy).
En la silla de Antonio hay un señor moreno, canoso y delgado que se mantiene sereno mientras las tijeras y hojillas de la máquina rozan sus orejas y frente. Me lo presentan como Chipi y se involucra en la conversación con naturalidad dando referencias a lugares o épocas y mencionando personas sin explicar quiénes son. No es necesario, aquí todos se conocen.
–El papá de él vendía periódicos aquí en esta esquina –me explica Antonio como un dato curioso.
–Después del terremoto –comienza a contar el señor Chipi refiriéndose al terremoto de 1967– Poníamos dos carritos allá afuera, ya yo tenía diez años y me venía con mi papá, pero en el ‘72 le dijeron ‘mira mocho, aquí tenemos este local, ¿tu lo quieres? Tranquilo, mocho. Yo te lo presto’.
Su papá, que vendía periódicos en la esquina del centro, terminó convirtiéndose en quien le diera el nombre a la popular “Esquina del Mocho”, el punto donde Guatire fundó su pulmón económico y social.
–¿Desde qué edad usted se afeita aquí? –le pregunto y una risa corta que suena como “ja” acompañada de un ‘¡nojoda!’ me hace entender que desde hace muchos años.
–¿Sabes cuánto llevo en la calle? 61 años desde esta esquina hasta la de abajo –responde, y continúan hablando de plazas que existían, de cómo era la carretera, de los locales que aún quedan de esa época, siempre con un ‘¿te acuerdas de..?’ o ‘a ese le decían’…
Es de noche y Guatire se está preparando para cerrar. Si, Guatire. La gente sale del trabajo y vuelven a sus casas con bolsas en las manos si es quincena. Algunos llegan de Caracas, otros trabajan en la zona. Los negocios cierran sus santamarías. La Barbería Zamora sigue abierta. Los barberos se turnan para, al igual que el resto de guatireños, hacer sus compras del día.
Desde los años noventa, la barbería está a cargo de los hermanos Fernández, desde que su papá decidió retirarse. Años después volvió a trabajar “por la cuestión de la crisis”, como le dicen ellos.
Antonio padre ya tiene dos años de fallecido.
–Podríamos mantener mejor la barbería pero la situación no ayuda, ahorita hay mucho impuesto, muchas cosas…–explican.
“La situación” como le dicen ellos, resume la crisis socioeconómica que atraviesa Venezuela durante las últimas dos décadas marcada, principalmente, por una hiperinflación que en su punto más alto alcanzó un 130.060% en el año 2018, según cifras del Banco Central de Venezuela.
–En los tiempos de antes todos los días había trabajo. Ahorita los fines de semana es cuando hay más trabajo. Entre semana es más flojo. Antes solo éramos dos barberías, la de Las Cuatro Esquinas y nosotros. Uno podía pasar un martes en la mañana y había ya una cola de diez personas –recuerda Ernesto.
–Yo calculo que hoy he afeitado como a 12 personas. Pero antes en la época de los años 80 y 90 en el transcurso de la mañana ya había afeitado a 20-25 ¡No dejaban ni almorzar! –asegura Víctor.
Si antes la competencia eran otras barberías igual de antiguas, hoy lo son los barberos informales, quienes se instalan con una silla y un espejo en las aceras o esquinas a ofrecer sus servicios por un precio más bajo.
–Ahora hay bastante competencia. Afeitan en sus casas, ¡hasta en la calle! y eso merma mucho el negocio, ¡pero ‘tamos aquí luchando!
¿Y qué los diferencia?
–La experiencia. Somos más tradicionales, somos más de pueblo, hemos convivido con más gente de aquí de Guatire –y cuentan la anécdota de cuando en Caracas, en medio de dos kioscos, un muchacho se afeitó con un barbero en la calle y llegó un motorizado diciendo “así te quería ver” y lanzó cuatro disparos.
Es difícil seguirles el ritmo frenético de conversaciones que tienen.
–¿Tu te acuerdas del que trabajaba en la Panadería Socorro que caminaba así como arrastrao? –dice Antonio mientras arrastra el pie derecho y flexiona el izquierdo– ¡Ese era más sangre chinche!
–Más malo era Yegua –responde Víctor.
–Pero ese era víctima de todo el mundo aquí. Mi papá me decía ‘Antonio, no te quiero ver echándole broma al señor Adelino’ y yo ‘¿pero por qué, papá?’ y cuando el señor pasaba se escuchaba a todo el mundo ‘¡epale, yegua!’ y ese señor se molestaba. Igual que el viejito Caraota. Ese era un heladero, un negrito, y todo el mundo le echaba vaina diciéndole caraota y él sacaba un cuchillo del carrito de helados y perseguía a la gente.
Raul, el integrante más nuevo del equipo, tiene menos de un año en la barbería. Antes de afeitar a otros en este mismo espacio, era él quien se sentaba en esas sillas a afeitarse con su tío, quien trabajó en la Barbería Zamora cuando Raúl era un niño.
–El tío hizo lo que se llama «la referencia». Ya nosotros conocemos a toda esa familia. Y así trabajamos aquí, en familia –cuenta Antonio.
–Es que mi tío me afeitaba a mí aquí, pero no me hacía los cortes que yo quería. A veces hacía lo que le daba la gana, entonces yo aprendí para no hacer lo mismo –admite Raúl entre risas–. Aquí la barbería es un ambiente donde puedes hablar, conocer, socializar, desahogarse. A veces vienen a cortarse el cabello pero también a soltar, hablar o jugar ajedrez –se ríen.
Cuentan que tienen su propio club.

Los sábados son los días más movidos. Todas las sillas están ocupadas, las de afeitarse y las de espera. Hay señoras que esperan a sus hijos y señores que aguardan su turno. El aire acondicionado se dañó esa mañana y la puerta de la barbería está abierta con la esperanza de que entre el poco aire de Guatire, pero el sol se empeña en imponerse.
Es pleno mediodía y en las calles se oye el bullicio de los autobuses, vendedores ambulantes, taxistas, transeúntes. En la barbería, en cambio, se escucha la música saliendo de la radio, el zumbido de las máquinas, el chas-chas de las tijeras y las voces que mantienen las más variadas conversaciones.
El piso está lleno de cabello de decenas de clientes, todos con una historia. Tal vez algunas de esas melenas se afeitaron allí por primera vez, quizás otras llevan años dejando su ADN en esa misma cerámica marrón.
Los cuatro barberos se mueven de izquierda a derecha en un semicírculo como si se tratase de una especie de danza no sincronizada. Se acercan, se alejan, cortan aquí, peinan allá, intercambian máquina y tijera, sacuden con un cepillo, rocían con un spray automático (última tecnología) para dar los retoques finales al cliente de turno y, cuan torero haciendo un majestuoso “Olé!”, retiran la capa del cuello del cliente con un solo movimiento sacudiendo los restos de historia y de cabello.
Cada uno mantiene su propia conversación. Un señor comenta que Televen, un canal de la televisión nacional, ya no tiene los derechos para transmitir los partidos de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional. Otro se queja de no poder comprar dólares americanos a través del banco.
–Al final sale igual que comprarlo a Paralelo porque te descuentan cuando compras y cuando sacas también –se queja.
En el otro extremo de las sillas, Ernesto graba un audio: “Si, hermanito, mañana domingo trabajo pero si puedes venir hoy, véngase” y bromea con los otros clientes “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”.
–¿Y si se muere? ¿Después como haces? –responde otro y se ríen.
A Víctor lo regañan sus hermanos por decirle a un cliente, en un tono severo, que no tienen punto de venta para pagar con tarjeta de débito.
–No puedes decir que no y ya, tienes que explicarles que si hay pero deben pagar 30 bolívares más –le replican.
–Víctor se ve en el espejo y se forma un peo él mismo –lo molesta Ernesto– ‘¿Que me ves? ¡Ah, coño, soy yo mismo!’ –y estalla la risa en toda la barbería.
Antonio termina de barrer el piso en una acción que repite varias veces al día cuando se detiene de golpe y, como un profeta que llegó a anunciar la llegada del mismísimo Jesucristo, dice “¡está funcionando!” con el control del aire acondicionado en una mano y la otra levantada cerca de la ventanilla. Todos se acercan apresuradamente y ponen sus manos al aire. En otro contexto parece que estuviesen recibiendo el Espíritu Santo. Alegres cierran la puerta de la barbería.

Cada uno tiene su sello, su marca, su distintivo. Antonio usa una bata gris, Raúl afeita con guantes negros, Ernesto tiene una bata vinotinto y Víctor no usa batas.
Un jovencito, de doce años tal vez, está sentado en la silla de Antonio para afeitarse aquí por primera vez.
–¿Le paso la 1 o la 0? –le pregunta Antonio a la mamá del joven.
–Él siempre queda raspaíto-raspaíto –responde la madre.
–La 0 entonces.
–No, mamá –interrumpe con nervios el jovencito–. Yo creo que es la 1.
La mamá voltea los ojos. Otro de los tantos dilemas que se repiten en una barbería.
En el día los clientes van y vienen. Cuando no están afeitando, los barberos se entretienen revisando las redes sociales o salen a comprar un café o refresco.
Son muchos años viendo a la gente transitar esas calles, entrar y salir por esas puertas, recibirlos y despedirlos, como les enseñó su padre.
–Bueno, Elon Musk y que inventó la clonación, que con tu cerebro te pasan los recuerdos. Como en la película –comenta como dato curioso Víctor.
–Esa se llama ‘El Séptimo Día’ –le responde Ernesto.
–Yo te voy a decir una vaina –interviene Antonio–, hay un refrán que dice muy lógico ‘lo que está quieto, hay que dejarlo quieto’.
–Yo no estoy de acuerdo con eso, porque hay especies que se extinguieron por culpa del ser humano y está bien que los científicos puedan clonarlos para que vivan otra vez –responde como un defensor Ernesto.
–Bueno, Elon Musk tiene todos los riales del mundo –puntualiza Víctor y siguen hablando sobre la extinción del mamut y la era del hielo, sobre el demonio de Tasmania y la caza ilegal.
Les pregunto por lo más loco que les ha pasado como barberos y Ernesto toma la palabra para echar un cuento conocido por todos en la barbería.
–Una vez un tipo me estaba echando los perros aquí –inicia con una sonrisa que crea expectativa–. Sí, ahí de frente, ¡hasta me invitó a comer pollo! Yo estaba chamo, tenía como 21 o 22 años. El señor llega, lo afeito y dice ‘coño, pana, quedó fino’ y se va. Aquí al lado antes había un bar, y yo voy pal bar a tomarme un fresco y veo que el tipo estaba al fondo tomando cerveza y hablando. Como a las cinco de la tarde yo estoy aquí trabajando y el tipo pasa y me dice ‘Chao, goldo. Nos vemos pa’ la próxima, me gustó el corte’ –Ernesto dice toda la frase poniendo la boca en “o” para recrear al personaje– ‘¡Ah, dios cara’! Este no hablaba así’ dije yo. Y después la próxima vez que se vino a afeitar ya vino prendío. ‘Hola, goldo. ¿Cómo estás? Te traje esta Malta y estas papitas. Te ví que necesitabas algo de tomar’ y la gente se me quedaba viendo. Después al rato lo estoy afeitando y dice: ‘mira, te voy a enseñar una cosa’ y abre la cartera y hay un coñazo de bolívares y tarjetas de crédito, ‘yo me voy a comer pollo contigo’, entonces le dije ‘¡Mire, señor! ¿Sabe cómo es la cosa? A mí me gustan las mujeres, no los hombres, entonces por favor me respeta’.
–Y no vino más –añade uno de los hermanos.
–Todo el mundo me dice que perdí el chance de comer pollo –finaliza entre risas.
–A Víctor una vez le tocó una loca. Cuando le empezó a echar agua salió ese coñazo de espuma del pelo –y así siguen con otra historia, otra anécdota.
Los hermanos Fernández también son músicos. Antonio toca el bajo, Víctor el teclado y Ernesto la batería. El difunto Antonio padre tocaba el acordeón.
Durante todo el año tocan música folclórica portuguesa en eventos y fiestas de la comunidad portuguesa en Venezuela.
La música y la barbería vienen de la mano y sus clientes, muchos de ellos músicos también, lo saben.
Estos hermanos llevan su vida afeitando a los guatireños de lunes a lunes (“el barbero puede echarse un día, pero no tiene día libre”, dicen). Para ellos, el secreto para ser un buen barbero está en la dedicación y tratar bien al cliente.
–¿Y sabes qué es lo peor que le puede pasar a un barbero? Llegar a viejo –dice Ernesto. Antonio tiene 55 años, Víctor 54 y Ernesto 49–. Si llegas a viejo y sigues trabajando ya las personas jóvenes de 17, 15 y 14 no quieren afeitarse contigo. Dicen que eres un barbero viejo y no estás a la moda. Una vez estaba un chamo como de 15 o 16 años con su mamá y yo le pregunto si se va a afeitar. Entonces se para y me dice ‘¿tú sabes hacer coltes de moda?’ –Ernesto pronuncia cada palabra con la boca muy abierta.
–¿Y le gustó al final el corte? –le pregunto.
–Si le gustó es peo de él y si no le gustó también –me responde.
Les pregunto también por la siguiente generación, por el futuro de la barbería, por el legado y si sus hijos continuarán la labor que ellos aprendieron de su padre.
–No tenemos generación de relevo. Ninguno quiere aprender –responden y Luis José, el hijo menor de Víctor, mueve firmemente su cabeza de un lado a otro en señal de “no”, confirmando “nadie quiere”.
Después de 40 años en estas paredes, su lección más valiosa no está vinculada con cortar cabello. Para ellos, el mayor aprendizaje heredado y adquirido con la experiencia ha sido “trabajar, echar pa’lante y hacer una familia con el trabajo”.