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Considerada un ícono de La Pastora, la directora coral y maestra de canto vecina del casco central ha dedicado su vida a la educación musical, no solo ha formado a grandes artistas, también ha sido una inspiración para muchos niños, niñas y jóvenes de la parroquia quienes a través de sus enseñanzas han encontrado un propósito de vida

Crónica Maryorin Méndez/ Fotografías Ivonne Velasco

—Umm…

—Ohmmmm…

—Perdón, otra vez. 

—Do-re-mi, Do-reeee-mi.

—Eso te pasa por no comer tinta, ja,ja,ja

—¡Vamos; ya tenemos que estar listos!.

Se impone el silencio. Un coro de hombres y mujeres vestidos de negro y rojo forman una herradura alrededor de Beatriz Miranda, quien los coordina ataviada del mismo chal que usan las mujeres del grupo. 

Es la reina que está dirigiendo. Su tez morena contrasta con el cabello perfectamente blanco que hace juego con las perlas que lleva en cada oreja.
Ensayan las canciones en conmemoración de los 105 años de la muerte del doctor José Gregorio Hernández, el beato al que le cumple una promesa.

La acompañan Marisela, Leonardo, Annery, Raíza, Eunice, las hermanas Yeo y otros. 

El día que Beatriz empezó a adentrarse en el mundo de la dirección musical tenía tan solo 14 años. Su padre, José Augusto, “el patriarca de los Miranda”, le dio una terrible noticia:

—Tu mamá tiene cáncer y me voy a ocupar solamente de eso.

No recuerda muy bien lo que sintió en aquél momento, pero a juzgar por el tono de su padre, entendió que debía ser algo gravísimo. Era el momento de dejar de ser la nena de papá para asumirse como la madre sustituta de sus dos hermanos, José y Nelson, a los que apenas les llevaba uno y dos años.

En esos días de tormento familiar escuchó a su padre decir que vendería la casa, el carro, todo si era necesario. Ella pensó en salir a buscar empleo, pero lo único que conocía en su vida era la música. ¿Quién podía darle trabajo a una adolescente pianista, cantante y bailarina de ballet y danza?

Desde los siete años, su padre, constructor de oficio, la llevó a la escuela de Estudio Superior de Música José Ángel Lamas en Santa Capilla, porque a él y a toda su familia los movía la pasión por los instrumentos, coros, canciones.

Beatriz tampoco había vivido en otro contexto más allá de La Pastora. Ni ella ni las dos generaciones anteriores de su familia. Es como si para “los Miranda” el mundo se hubiera originado en estas calles de subibaja en el mero centro de la capital caraqueña.

En el casco central, frente a una de las esquinas de la iglesia que lleva el nombre de la parroquia, la Divina Pastora, el padre de Beatriz compró la casa donde ella aún vive.

Aunque todo el mundo le dice “la casa del pino diagonal a la iglesia”, el árbol que sale del techo es un ciprés que el mismo viejo sembró en la mitad de la sala, y que silencioso ha levantado con sus raíces la losa centenaria que tantos pasos ha sentido.

Con la templanza de una adolescente de apenas 14 años, debido a la noticia familiar devastadora, Beatriz se plantó frente al maestro Vicente Emilio Sojo, el célebre musicólogo y compositor venezolano, y le dijo que necesitaba trabajo “ya”. Luego de algunas pruebas, le encomendaron su primera tarea: organizar y escuchar talentos de orquesta de cámara que ejecutaban música para conciertos.

—Tenía bonita voz pero cuando ya me ve tocando, cantando, anotando, ya sabes como es la gente joven, él (maestro) me dice que está de retiro y que me prepare, y que él me deja esto por un pago de 150 bolívares —cuenta Beatriz. 

Era el año 1958, la Junta de Gobierno del presidente Wolfgang Larrazábal de entonces permitió que decenas de exiliados de la dictadura regresaran al país, y con ellos sus nuevos conocimientos e instrumentos. Fue así como su padre le regaló el piano que aún conserva, aunque cundido en comején.

—Era el boom de lo que venía de afuera —dice acomodándose en la silla.

Beatriz se sienta frente al viejo piano de madera que resalta al final del salón de su casa en remodelación de techos altos, pisos de mosaico y patio interno a cielo abierto desde donde se ve la cúpula de la iglesia. Sobre el instrumento musical reposa la figura de un santo, un enorme Corazón de Jesús del que es devota. Su gato Baste la acompaña, el animal posa en actitud de alguien del público que espera el inicio de la función. Su perro Thor se une y reposa junto a sus pies. Ella se frota las manos y ejecuta un concierto de piano de música venezolana en el que demuestra que es una maestra virtuosa, mientras en el ventanal abierto a la calle se ve la gente que pasa o se asoma. 

Entre canción y canción, hace descansos para continuar los cuentos de su vida.

La sincronía entre la necesidad de ayudar a su familia, el talento propio y el consejo de un viejo sabio pionero de la música la llevaron a los 17 años a certificarse como maestra. Dejaba de ser una adolescente para convertirse en la profe Beatriz Miranda, como la conocen todos sus alumnos de la parroquia.

—En La Pastora todo el mundo hacía algo —afirma Beatriz—. El que no hacía música, hacía deporte, artes marciales, especialmente boxeo. Hacer deporte era una necesidad.


Preparar las parrandas en fechas especiales como Navidad y otras celebraciones de tradición en La Pastora, es algo natural para Beatriz. Tanto como la formación de nuevos talentos, labor a la que ha dedicado su vida. Prodigios de la música de Caracas pernoctaban durante días en su casa. 

Recuerda con entusiasmo a Cecilia Machado, de los Machado Zuloaga, con quien pasó noches enteras ensayando, tocando y cantando los valses más famosos del repertorio de la música caraqueña.

—Nos sentábamos a las nueve de la noche hasta que veíamos el sol en la sala de la casa —rememora.
  

Beatriz se casó a los 21 años con su primer amor, dos años menor, pero perdidamente enamorado de ella.

—Era menor que yo, pero corrío-e-mundo, no te creas.

El entonces joven pretendiente, Pablo Manuel Varela, fue adoptado por los Miranda, y no tuvo más opción que estudiar y hacerse hombre de familia. Del matrimonio nacieron dos hijos, Rosa y José Augusto. Las múltiples ocupaciones de Beatriz, la maternidad y la coquetería de él los terminaron separando.

—Era un hombre muy atractivo, con un vozarrón, era alto. Y yo fui a mi matrimonio señorita pero se puso brincón. Yo no soportaba eso, era un vagabundo —asegura sin medias tintas. 

Separarse en tiempos en los que el matrimonio era “para toda la vida” fue un verdadero acto de rebeldía. Sin embargo, cuando Beatriz tomaba una decisión no había vuelta atrás, y contó con el apoyo de su familia.

—No me puedo quejar, mis hijos son buenos, son dos panes.

Sin marido que atender y con los hijos más grandes, Beatriz dedicó todo su tiempo a la pasión musical y a enseñar. Pero el devenir le puso un nuevo amor en su camino.
Doce años después del divorcio tuvo un novio.

—Íbamos a pasear, a bailar, era un hombre muy letrado y eso ¡me en-can-ta-ba! —cuenta Beatriz, quien pronuncia con énfasis y una tonalidad musical.

La emoción en el rostro se desdibujó al contar que un día le preparó una sorpresa: Decidió visitarlo. Al tocar, una mujer embarazada abrió la puerta. No había nada qué explicar. Se fue y nunca más volvieron a hablar del tema. En el amor, no siguió haciendo ensayos.

Beatriz tiene dos hijos biológicos, cuatro nietos, dos bisnietos y más de 300 subrogados. La música le regaló a todos los estudiantes que han pasado por su formación de maestra coral y musical a lo largo de su vida. Muchos pernoctaban en su casa y la veían como una madre sustituta. Aún de grandes le siguen mostrando su afecto. La llaman para saber de ella, pasan por su casa en visitas que son como de familia y le piden la bendición.

Cuatro generaciones de mujeres de la familia Miranda, Beatriz junto a su hija, nieta y bisnieta

Con la migración, esos “hijos” están regados por el mundo. Tiene a Javier Rosa, que se devolvió de Francia, y su hermano José; a Jhon que vive en Argentina; a Leonardo en México; Alvin en República Dominicana, los hermanos Liendo: Gabriela, Benito y David; y Maxibel que ahora vive en Estados Unidos, entre tantos otros. La lista es enorme. 

A todos alguna vez los vio a los ojos con su mirada de maestra, les pidió que cantaran o tocaran y ella, como un hada madrina, les decía sus cualidades y su talento.
—No hay nada más motivador que la palabra de un maestro —dice Beatriz, ella ha comprobado la magia.

Así como veía el talento, también notaba en sus rostros la necesidad afectiva, el hambre, la violencia familiar.

—Es imposible olvidar a la profe —comenta Raiza Arellano, una de sus alumnas que se detuvo frente a su casa para saludarla.

La guapa mujer de cabello rubio cuenta que cuando era niña se sentía “el bicho raro” de la familia. Todos practicaban un deporte y ella solo quería cantar. Las burlas de su propio hogar le minaron su autoestima, hasta que Beatriz la escuchó cantar y le dijo: 

—¡Niña pero tú tienes un talento! 

Desde entonces sintió que todo tenía sentido, las palabras de su maestra le dieron un propósito de vida.


Cuando Beatriz Miranda, devota del doctor José Gregorio Hernández, siente que descubre un prodigio le promete al beato que ese joven le irá a cantar o a tocar algún instrumento, y que estudiará música “bajo su amparo”. Es una transacción de serenata por protección divina.

—Son tantos quienes han pasado por sus manos, en la cantoría, en el preescolar, en todos los colegios. La ven y dicen: “es la maestra” y cantan con ella. Son sus hijos y son mis hermanos. Ella les tenía un cuarto en la casa, unos donde dormían las niñas y otro donde dormían los varones, con literas, y eso estaba siempre full. En diciembre, en las vacaciones. Las mamás los entregaban como si fueran los hijos de ella —relata Rosamel, la hija mayor de Beatriz.

—Es verdad. Yo jamás dejo de recibir un mensajito, un afecto —dice Beatriz, validando la versión del cariño que sus alumnos sienten por ella.

No olvida que en un viaje familiar a Los Valles del Tuy, le propusieron hacer un coro infantil en la escuela de policía. Allí conoció a una niña “que tenía los ojos como dos pepas inmensas”, y que no se apartó de su lado desde el primer día de clases.

—Yo me preguntaba si esa muchachita había comido y “disimulando” le daba de mi comida. Ella solo debía ir los sábados a ensayar y se aparecía también los domingos. ¡Ay, Dios mío!, yo le preguntaba si no tenía nada qué hacer porque necesitaba descansar. Luego descubrí que la hermana nunca estaba en casa y tenía una tía que la maltrataba.

Beatriz cuenta que hace poco recibió un mensaje: “Yo soy Dianne, la de los ojos azules”. Era aquella huérfana para quien, quizá, fue un rayo de luz

—Cuando un niño no está atendido, pero tiene el afecto de los maestros, ellos se convierten en sus segundas mamás, en médicos, psicólogos, atienden a ese ser humano que te necesita.

La maestra de la escuela Vivas, de La Pastora, sabía tanto lo que significaba Beatriz para los niños, que le entregó las llaves del colegio para que fuera a trabajar los sábados o domingos. 

—Hasta que llegó una que me dijo que no tenía que estar ahí. Que yo estoy jubilada —comenta Beatriz.

Sin embargo, levanta la voz y dice: 

—He vivido una vida feliz —lo afirma con énfasis. Es como si no se permitiera la queja.

Hoy mira a Elécer, su pupilo en el coro, como una vez a ella la miró el maestro Sojo. Lo busca entre sus coristas, lo pone al frente y le dice: 

—Vamos a dirigir.

Beatriz levanta sus brazos, va clavando la mirada de alerta al grupo para dar el golpe de inicio. Apunta como un torero enterrando su banderilla y las voces comienzan a brotar:

Yo quiero que a mi me entierren
Como a mis antepasados,
Yo quiero que a mi me entierren
Como a mis antepasados,
En el vientre oscuro y denso de una vasija de barro


El canto al unísono del coro de Beatriz, las campanas de las iglesias de la parroquia y los sonidos de los loritos de Caracas que vuelan sobre las calles del casco central se escuchan casi a la vez durante las tardes de ensayo en el salón de la parte posterior de la Iglesia de la Divina La Pastora.