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Pareciera que la historia de Catuche le atravesara el cuerpo como una quebrada, a veces revuelta, a veces en calma. Angelina, madre gestora de paz y líder comunitaria, es un ejemplo de resiliencia y transformación social en este barrio insigne de La Pastora, un enclave rodeado de verdor donde sus habitantes han aprendido a convivir en armonía. Detrás de la timidez de su rostro, se esconde la naturaleza viva de la reconciliación y la muestra de que los cambios sí son posibles

Crónica Melianny Pérez/ Fotografías Daniel Hernández

En la sala del centro comunitario Fe y Alegría de Catuche en La Pastora, Angelina Anzola revuelve compulsivamente fotos y recuerdos. Entre sus manos van corriendo los retratos del antes y después de la tragedia, esas noches cuando no dejó de llover y tuvo que abandonar su casa con apenas 27 años.

Junto a un grupo de investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello y otros miembros de la comunidad, repasa los hechos como una detective mientras olvida que la gente entra y sale del lugar.

Angelina sabe que para seguir adelante hace falta recordar y reconocer. Por eso está allí sentada rememorando riesgos climatológicos. Por eso se sentó hace unos años, ya convertida en madre, a negociar la paz en un barrio que alguna vez estuvo en guerra. 

Alguien la toma del brazo y la invita a subir a la capilla, al llegar frente a ella. El set de grabación la aguarda. Los investigadores de la UCAB esperan su testimonio. Angelina bromea y se esconde, no busca ser el centro de atención, es esquiva ante el click de la cámara, finalmente acepta. 

—Yo soy muy tímida, esto me va a costar, pero bueno… 

Se arregla la camisa, 3, 2, 1 grabando:  

Pareciera que la historia de Catuche le atravesara el cuerpo como una quebrada, a veces revuelta, a veces en calma. Angelina se transforma con su barrio.

Durante mucho tiempo, el río Catuche fue uno de los límites de la Caracas colonial. Este cuerpo de agua baja desde la serranía del Ávila y desemboca en el río Guaire. El nombre forma parte del vocablo con el cual los indígenas le daban nombre a la guanábana, que abundaban en esa zona. 

La migración del campo a la ciudad hizo que los márgenes del río empezaran a poblarse a partir de mediados del siglo XX, con habitantes mayormente provenientes del interior del país. 

Catuche es un enclave de la naturaleza insertado en La Pastora. El sonido de la quebrada se interpone frente a la comunidad como un ruido blanco. En el medio del barrio, se erige una ceiba altísima que parece un gigante silente que ha sido testigo de mucho.

Hay quienes no recuerdan la vida fuera de Catuche, quienes resisten con la misma fuerza que llevan dentro las raíces profundas de una ceiba. Angelina es una de ellas. Desde que nació nunca se separó de su comunidad, salvo en aquella oportunidad cuando tuvo que abandonar su casa, esa noche en diciembre de 1999, cuando la quebrada creció y nadie pudo detener su paso destructivo. 

¿Dónde estaba ella en ese momento? Angelina responde como quien está acostumbrada a contar de nuevo la misma historia, tratando de disimular el dolor que se revive cuando nombra cada palabra. 

—Estaba en mi casa. Nosotros estábamos en alerta porque venía lloviendo mucho y de forma constante. Fue un momento muy impactante, porque una vez que comenzó la crecida, nos empezaron a advertir desde la parte de arriba de la comunidad que ya venía el río creciendo. No había teléfonos y los propios vecinos formaron una especie de patrulla para ayudar y desalojar a las personas de sus casas y llevarlas a sus techos. 

Reviviendo todos los detalles, Angelina toma aliento y agrega: 

—En ese momento mi papá estaba vivo y lograron llevarlo a la capilla del sector. Después nos asustamos porque empezaron los vientos fuertes y vimos al río crecer cada vez más. Muchos vecinos no querían abandonar sus hogares, pero una vez evacuamos el primer lugar a donde llegamos fue la capilla, nos ayudaron los jesuitas. 

Después de 25 años de esas noches de lluvia, nada evita que los ojos de una mujer de Catuche todavía se inunden de lágrimas. 

Angelina no toma pausas para dar su testimonio. Pero su rostro se contrae cuando habla del riesgo latente de que la tragedia vuelva a repetirse. 

—Yo solo quiero que los vecinos tomen previsiones y no construyan donde no está permitido, o por lo menos entiendan que viven al lado de una quebrada que ya una vez nos dio una alerta.

Cualquiera puede asumir que Angelina es el retrato típico de la líder comunitaria, con la fuerza determinante para tomar decisiones. Pero detrás de su figura hay una mujer sencilla, apasionada por la costura, madre de dos varones y abuela de tres nietos. 

—Lo mío es la costura y todavía trabajo en eso. Antes no participaba en eso de involucrarme con  la comunidad. Es más, yo empecé como gestora de paz de pura casualidad. 

A finales de los años 90 y principios de los 2000, Catuche estuvo paralizado por el miedo y la violencia. La fama le precedía como uno de los barrios más peligrosos de Caracas. El conflicto entre los jóvenes del sector Portillo y La Quinta marcaba al ritmo de las detonaciones y las balas la dinámica de la comunidad. En algún punto se impuso una cultura de muerte donde no se podía pasar de un lado al otro sin esperar una balacera.

Las madres gestoras de paz de Catuche fueron la respuesta de perdón para la guerra entre ambos bandos. En 2006, durante un proceso de negociación impulsado por Doris Barreto, una trabajadora social que perdió a uno de sus hijos por la violencia, las madres organizadas entendieron que la clave para pacificar empezaba por ellas mismas. 

Angelina ingresó como madre gestora de paz inesperadamente. Un día llegó al centro comunitario Fe y Alegría ubicado en el sector La Quinta de Catuche y Doris le dijo en medio de una actividad de refuerzo escolar que no dejara a los niños solos. Y lo que comenzó como un ratico, se convirtieron en tres años de trabajo. 

En medio de ese proceso, se suscitaron las conversaciones entre las madres de ambos sectores impulsadas por el apoyo del padre jesuíta José Virtuoso, o Joseíto como le llamaban en la comunidad, en las cuales Angelina participó.

Sus hijos, de 8 y 12 años para ese entonces, vivían con ella en el sector La Quinta y no podían moverse libremente por el barrio debido a los choques de violencia. A pesar de que su hijo mayor intentó disuadirla de participar en las negociaciones, Angelina se negó precisamente para evitar que ellos fueran víctimas de un efecto colateral.

Junto con otras madres, en un proceso catártico que incluyó largas conversaciones de reconocimiento y perdón. Lograron firmar un acuerdo de paz inédito entre las facciones violentas y pacificaron un barrio que alguna vez estuvo signado por la muerte. 

Hoy en día, la historia de lo que pasó entre los sectores de La Quinta y Portillo es un ejemplo de reconciliación social en una Caracas que busca encontrar lo que nos hace iguales. 

Si uno se deja llevar por los sentidos mientras camina por Catuche, percibe los mismos estímulos que se imponen en las profundidades del Ávila. El sonido de la quebrada mezclado con los grillos cantando a lo lejos inundan el ambiente como una banda sonora hasta que revienta una salsa brava en alguna vivienda que rompe con la calma de ensueño. 

–A mí sí me gusta el toque de barrio, esa autenticidad. Me gusta ese ruido que quizás a algunos les moleste, pero para mí esa es la esencia de la misma gente que te pregunta si quieres tomarte un café con ellos en la mañana, en el fondo, es lo que ellos son –afirma Angelina. 

Su trabajo como gestora de paz y líder comunitaria hace que se detenga a hablar con sus vecinos sin importar que esté en medio de algo. Les conoce la vida y los andares. 

—Para mí esta experiencia es muy sabrosa porque conozco más de cerca a los seres humanos. Hay muchas buenas personas, pero incluso cuando consigo a alguien violento o desinteresado siento que ahí hay una historia, y el tiempo me lo demuestra cuando se ponen a hablar conmigo. Me cuentan y lloran y yo lloro con ellos. Más que tratarlos como vecinos para transformar un espacio, para mí son seres humanos que necesitan conectar. 

Angelina habla de La Pastora con orgullo. Se siente muy pastoreña, reconoce que en esa tranquilidad de pueblo, en la historia y los colores de las fachadas se entrelazan en varios tiempos con el devenir del barrio y de su gente. 

Hay un pacto que sostiene esa relación de una madre con su comunidad que hace que quiera transformarla respetando sus propios ritmos. 

—Catuche para mí es un lugar mágico. Es el refugio al que quiero llegar después de trabajar. Es todo. 

Angelina Anzola cierra con una sentencia. Recuerda y reconoce una verdad, para ella, Catuche es todo.