ESPECIALES

Escuelas a prueba de balas

Un preescolar para no morir

Cronista: Carmen Victoria Inojosa

Las maestras de una escuela ubicada en Petare en Caracas, uno de los conglomerados de barrios más grande de América Latina, enseñan a sus estudiantes de jardín las letras y también las técnicas para resguardarse de las balas. En su entorno, es la clase más importante para la primera infancia.

Esta historia forma parte del especial Escuela a prueba de balas realizado por Carmen Victoria Inojosa en una alianza entre Historias que laten, Cecodap, Agencia Pana y Dart Center.

“Pum, pum, pum”.

Es 20 de junio de 2022. Los niños sueltan cuadernos, plastilinas, colores y se dejan caer al piso. Los cuerpos de menos de un metro de largo, casi automáticamente, buscan la misma dirección: el estante que guarda las cestas con materiales escolares.

Bocabajo, apenas levantan la mirada y hacen foco. Un poco a la derecha o a la izquierda. Ya en posición, los niños aprietan los dientes y se impulsan con las rodillas y las manos. Se aferran al suelo.

—Orejas en el piso— instruye la maestra Sarath.

—Si no quieren escuchar se pueden tapar las orejitas— agrega la maestra Luz.

David retrocede sin levantarse del piso. Voltea ligeramente la mirada hacia el estante y se da cuenta de que su tronco está afuera. “Pum, pum, pum”. David empieza de nuevo el arrastre, ahora hacia atrás y a la izquierda. Un cruce de miradas con su compañero y el choque con las piernas de otro, le avisan que ya está dentro.

—Vamos a hablar de lo que pasa en el barrio —dice la maestra.

Sarath toma una silla y se sienta frente a ellos. Pone a un lado el tambor que suena “pum, pum, pum”. Fue un buen ensayo. Es de las primeras veces que solo uno del grupo quedó fuera de la zona segura. Llevan semanas practicando.

El salón es un espacio amplio con grandes ventanales que dan vista hacia las montañas de casitas de bloques donde muchos de los niños viven. En las paredes hay una hilera de letras, números y dibujos de bomberos, barrenderos, médicos y superhéroes. Las voces agudas diciendo “maestra, maestra” son un coro armónico que arropa el lugar, aunque a veces las balas lo desafine.

En esta escuela hay 782 estudiantes que cursan de preescolar a sexto grado y que son atendidos por unos 35 docentes. Además, hay 4 coordinadoras, una subdirectora y una directora.

Los niños aprenden las vocales y se esconden del “pum, pum, pum”. Aprenden las letras y se esconden del “pum, pum, pum”. Escriben su nombre y edad y se esconden del “pum, pum, pum”. Las maestras Sarath y Luz saben que deben preparar a sus 50 estudiantes, menores de 5 años de edad, tanto para la vida como para no morir en la primera infancia.

En el movimiento repetido los moños con colitas de colores chocan entre sí. Los zapatos de unos encuentran las cabezas de otros. Entre ellos se van abriendo espacio para, como en un rompecabezas, encajar sus cuerpos en el cuadro imaginario que está frente al estante, el que llaman “zona segura”.

—David está fuera de la zona segura— dice la maestra Sarath.

—Ponemos la cabeza de lado. No levantamos las piernas— se escucha de la maestra Luz.

Las maestras recibieron el entrenamiento de la CICR para contextos de conflicto armado. Ahora enseñan a sus estudiantes comportamiento seguro. Crédito: Tairy Gamboa

En el barrio José Félix Ribas de la parroquia Petare, uno de los conglomerados de barrios más grande de América Latina, ubicado al extremo este de Caracas, suceden muchas cosas. Pero los estudiantes saben exactamente a qué se refiere la maestra Sarath cuando les dice “lo que pasa en el barrio”.

“No sabemos cuándo puede suceder”, advierte a la clase. Esta vez el “pum, pum, pum” vino del tambor con el que también aprenden la música típica del país. En la parroquia hay 99 escuelas, de acuerdo con el registro de centros de votación del Consejo Nacional Electoral, en la que su gente, casi a diario, podría relatar un episodio de violencia en la comunidad y donde el “pum, pum, pum” también viene de armas de fuego.

De enero a octubre de 2022, medios de comunicación reportaron 14 enfrentamientos entre grupos armados y la policía solo en José Félix Ribas. La parroquia Petare tradicionalmente ha sido violenta. Se lee en el informe del Observatorio de Venezolano de Violencia que en 2021 su tasa de muertes violentas fue de 98,5 por cada 100.000 habitantes, la sexta más alta de las parroquias del Área Metropolitana de Caracas. En el municipio Sucre, donde está la parroquia Petare, 68 % de la población vive por debajo de la línea de la pobreza extrema, según indicadores de 2021 de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida.

—¿Por qué es importante buscar un espacio seguro dentro de la casa o aquí en el colegio?

Todos se levantan del piso y se sientan con las piernas cruzadas frente a las maestras.

—Para que no nos maten— responde Yonathan muy seguro.

David espera su turno con la mano arriba:

—Para, para, para cuidarnos.

Emily se pone de pie. Se agarra un mechón de cabello y le da vueltas. Mirando hacia el piso dice: “Hay que arrastrarse”.

—Sí, hay que arrastrarse, Emily. ¡Arrastrarse! —enfatiza la maestra Sarath.

—¿Y de quién nos cuidamos, Emily? —le pregunta la maestra.

—De las balas.

—¿Y quién dispara?

—Los malandros.

—¿Y quién más?

Francisco levanta el brazo, lo agita y grita:

—¡La policííííííííííííía!

Las maestras recomiendan a los niños taparse los oídos para no escuchar las detonaciones. Crédito: Tairy Gamboa

El “pum, pum, pum” es el sonido que perturba a la primera infancia, a sus cuidadores y maestras en el país. El barrio es una zona roja, dice la maestra Sarath. Tiene 23 años en la escuela y desde entonces la alerta sigue creciendo. En clases, de vacaciones, fines de semana se escuchan tiros. “Es como una guerra”, repite constantemente Luisa, la directora de la escuela. Cuenta que la pelea de las bandas criminales por el control de la zona, la droga, además de los operativos policiales, no permiten el descanso del barrio.

Y la escuela tiene rastros de esa guerra.

—Aquí, aquí, por allá —apunta a las paredes la directora Luisa—. ¿De qué lado de la pared del patio fue que cayó la bala en febrero? —le pregunta a una de las maestras.

Subiendo las escaleras hay un cuadro con la imagen de una niña indígena que sonríe. Un impacto de bala abrió un orificio en la foto, a la altura del ojo.

—De repente estamos en clases y se escuchan tiros, otras veces, lejos. El barrio no tiene descanso. No hay tregua. ¿Verdad, María? —sigue conversando la directora Luisa.

En el salón de la maestra Sarath y Luz, la clase de comportamiento seguro continúa. Ahora sonríen entre ellas porque saben que sus estudiantes ya conocen la “zona segura”.

La maestra Sarath retoma las preguntas como si se trataran de las letanías.

—¿En donde están los vidrios podemos resguardarnos?

—Nooo.

—¿Por qué?

—Porque disparan. Los vidrios se rompen— asegura Luis, quien con las manos simula un estallido.

—Son muy frágiles, ¿verdad?—recuerda la maestra Sarath. ¿Entonces, dónde nos podemos resguardar?

—Aquí— los niños apuntan al estante.

La maestra Sarath les insiste en que cuando escuchen disparos deben lanzarse al piso, y esperar con calma:

—No podemos correr ni gritar ‘maestra, maestra’. Porque la maestra también debe resguardarse. Lo más importante es cuidarnos a nosotros mismos.

Los enfrentamientos armados en el barrio José Félix Ribas interrumpen la rutina escolar. Con frecuencia la escuela debe suspender sus actividades. Crédito: Tairy Gamboa

—¿Si existieran los superhéroes, hubiese malandros?
—Noooo. Hay un héroe que siempre está bravo. Es Hulk—dice Rafael.
—Porque Hulk tiene muy mal temperamento. ¿Pero cuál es tu lugar seguro en casa, Rafael?—insiste la maestra.
—La cama— responde en voz baja.
—¿Arriba o abajo?
—Abajo.
—Y, a ver. Si vamos en la calle, ¿también podemos tener una zona segura?
— Sííííí— responden todos.
Detrás se escucha una voz tímida que comenta que su papá se esconde debajo de los carros cuando está en la calle. “El mío también”, suelta su compañero.
—¿En dónde más podemos escondernos?— repregunta la maestra Sarath.
—En la cama.
—En la calle no hay camas.
—En una casa.
—Sí, en una casa que tenga la puerta abierta también puede ser. Me puedo meter y tirarme al piso.
—¿Y podemos correr?— pregunta la maestra Luz.
—Nooo.
—Eso es importante. Nos quedamos en el piso. Tienen que decirle a sus mamás: ‘Mamá, si yo voy a la bodega y hay un tiroteo, no te preocupes. Me voy a tirar al piso’. Hay mamás que salen corriendo de sus casas a buscarlos. Pero si ellas saben que tú te vas a cuidar, van a estar un poquito más tranquilas— explica la maestra Luz.
—Recuerden que los policías no se meten con niños, los malandros tampoco. Pero las balas no tienen nombre. A cuidarse. Un aplauso para ustedes— dice la maestra Sarath.

El entrenamiento de la CICR en Venezuela comenzó en 2017 en una escuela de la parroquia San Agustín de Caracas. Crédito: Tairy Gamboa

La maestra Sarath conoce técnicas de comportamiento seguro y medidas de prevención en situaciones de conflicto armado. Lo aprendió en 2019 en uno de los talleres que el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) impartió a docentes, ONG y comunidades en los estados Miranda y Distrito Capital. En los últimos cinco años la CICR ha preparado a 546 personas. El taller consiste en cuatro sesiones: identificación de riesgos, comportamiento seguro, construcción del plan de emergencia y simulacro.

El entrenamiento de la CICR en Venezuela comenzó en 2017 en una escuela de la parroquia San Agustín de Caracas, sector del oeste —cercano al centro de la ciudad— con la tasa más alta de homicidios.

—En esta parroquia el Comité Internacional de la Cruz Roja comenzó a trabajar la prevención de violencia urbana. Ellos llegaron a nuestra oficina nacional y aceptamos la capacitación dentro de la escuela. Luego deciden ampliar la cobertura a otras zonas —cuenta Yameli Martínez, coordinadora Pedagógica Nacional de Ciudadanía de Fe y Alegría, la red internacional de educación popular.

De acuerdo con Martínez, la CICR da la formación, hace el simulacro y acompaña el proceso por unos días. Es un entrenamiento que, después que culmina, las escuelas de Fe y Alegría continúan replicando a otros docentes.

—Es importante para nosotros aprender sobre un comportamiento seguro ante situaciones de violencia urbana porque, generalmente, las personas que viven en las barriadas populares cuando escuchan tiroteos suelen salir a ver qué pasa o se asoman a las ventanas. Entonces enseñamos las acciones que hay que desarrollar para preservar la vida —señala Martínez.

Debido a los bajos salarios y las condiciones de vida en el país, donde la mitad de los hogares viven en pobreza, estas escuelas tienen una alta rotación de personal por las renuncias que dejan cargos vacantes. Muchos deciden emigrar —Venezuela tiene el éxodo más importante del mundo con 7 millones de migrantes— y otros buscan otras fuentes de empleo.

Martínez dice que “el plantel tiene la obligación de retomar esa formación con quienes se van incorporando”. Año a año hacen los procesos de inducción en los que trabajan temas sobre identidad, códigos de conducta, salvaguarda y ambientes de aprendizaje seguros y protectores.

No solo en Venezuela la CICR ofrece estos talleres. En 2017 también entrenó a docentes de Río de Janeiro, en Brasil, para enseñarles a implementar protocolos en caso de tiroteos. En 2021 tuvo un impacto positivo en 534 escuelas municipales de esa ciudad afectadas por la violencia armada, reportó la CICR en una nota de prensa.

En esta escuela están las marcas de uno de los 14 enfrentamientos armados reportados de enero a octubre de 2022 en el barrio José Félix Ribas. Crédito: Tairy Gamboa

Fue en 2019 cuando la maestra Sarath, luego de recibir la formación de la CICR, comenzó a enseñar a sus estudiantes de preescolar en el barrio José Félix Ribas de Petare. Con títeres mostró cómo hacer el arrastre, buscar un lugar seguro y mantener la calma. El 8 de mayo de 2020 a todos les tocó aplicar lo aprendido. Para entonces la maestra daba clases por WhatsApp por la pandemia del COVID-19. Esa madrugada comisiones mixtas del Estado –unos 600 funcionarios, según reseñó el medio Efecto Cocuyo– entraron a la comunidad.

El “pum, pum, pum” estaba de vuelta. Entonces la maestra Sarath escribió por el grupo de WhatsApp: “Recuerden lo que ensayamos en clases. Muéstrenle a sus mamás”. “Muéstrame tu lugar seguro con una foto”.

En un tweet, el ministro de Interior, Néstor Reverol, anunció un operativo en la parroquia Petare para buscar “bandas de delincuencia organizada”. Estaban buscando a “Wilexis” y “el Gusano”, dos rivales que se disputan el control de esta populosa parroquia. En el operativo murieron 12 personas.

 

Enseñar entre balas

Con el “pum, pum, pum” suenan los celulares de las maestras también. A veces la maestra Sarath se anticipa. “La que quiera venir a buscar a su niño temprano, puede hacerlo”. No hay más detalles. Es una sugerencia que no necesita un porqué. Las mamás lo saben.

Hay días en los que el barrio está callado. Pero casi siempre hay un ruido que irrumpe: la semana pasada mataron a uno; la anterior, a otro; la antepasada, a dos. Esta semana secuestraron a un muchacho y la policía lleva días en la entrada de la comunidad. Así van comentando las maestras y las mamás durante el día.

—¿Cómo amaneció el barrio hoy?

—Está tranquilo.

—Se puede subir a la escuela.

Este es un diálogo que las maestras Sarath y Luz suelen tener entre ellas, con vecinos de la zona y las madres. “Avísenme si los malandros están en la calle, porque ustedes son las que viven por allá arriba. Y si ustedes no van a llevar a los niños, no subo”, pide la maestra Sarath a las mamás.

La maestra Sarath no deja de pensar en la voz de una de sus estudiantes cuando el año pasado le dijo: “Maestra, en el edificio de allá están con la pistola”. La maestra esperaba en el patio a que llegaran por las niñas Lucía y Mariel. Un sonido fuerte retumbó. “¿Una granada?”, se preguntaban. La maestra las cargó y las dejó en la cantina, el único lugar que tenía doble pared. “Maestra, mire arriba, están con la pistola”, repetían las niñas. Pero Sarath no quiso voltear. “No vean para allá”, respondió.

En la parroquia Petare hay más de 300 comunidades impactadas por la violencia. Los niños y niñas crecen con la alerta de que en cualquier momento pueden ser una víctima. Crédito: Tairy Gamboa

A la maestra Sarath no le gusta que los estudiantes se tarden en el baño cuando van solos. Siente que no llegará a tiempo para resguardarlos si comienza un tiroteo. Y a la maestra Luz le angustia ver la puerta abierta del patio a la hora de entrada y salida a la escuela, teme que algo pase.

La violencia es una de las barreras que muchas escuelas no pueden saltar y dejar atrás. Al estar atrapadas en ese entorno los efectos hacen estragos en la niñez. El Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño (Invedin) da contención psicológica a 117 niñas y niños de la escuela donde trabajan las maestras Sarath y Luz. Es decir, uno de cada siete estudiantes de la matrícula total de la escuela recibe algún tipo de atención psicológica. La mayoría son niños menores de cinco años de edad. El equipo de Invedin está integrado por dos psicólogos, un terapista de lenguaje, un psicopedagogo, un pediatra y un trabajador social. Este grupo asiste, desde 2019, todas las semanas a la escuela.

Los motivos de atención son multifactoriales. Patricia Pérez, coordinadora del proyecto Invedin en Petare, afirma que además del contexto de pobreza en que están los niños en la comunidad, la violencia es una de las causas vinculadas a las inconsistencias que han encontrado en la escolarización. “Las dificultades de lecto-escritura son masivas”, dice. Los niños copian de la pizarra, pero no leen ni escriben. Las nociones de aritmética, como “antes, después, tamaños, cantidades”, tampoco están consolidadas.

En la actualidad hay niños que cursan segundo o tercer grado –estaban en preescolar cuando Invedin llegó a la escuela– que no tienen noción de fundamentos de lecto-escritura o preacadémicas.

—Eso significa que en el momento en que debió haber una exposición a esas nociones –en el preescolar– y su consolidación, no se logró —apunta Pérez.

Cuando los estudiantes escuchan el sonido del tambor o de las balas, se tiran al piso y se arrastran hasta llegar a zona segura. Crédito: Tairy Gamboa

En enero de 2022 la escuela retomó clases presenciales. Ya la directora Luisa sabía que debían hacer contención psicológica. Recuerda a un niño que llora cuando ve hombres armados en la calle, una niña que le ha costado adaptarse al preescolar porque presenció un asesinato y otro niño que se asusta cuando ve a la policía.

Al recordar estos casos, busca una carta que recibió de una mamá y lee: “Los integrantes de la banda entraron a nuestra a casa a sacarnos, por lo que decidí llevarme a los niños tres semanas porque están traumados por lo que presenciaron. Les pido ayuda a ustedes para cuando se reintegren al colegio les brinden atención pedagógica”.

Pérez cuenta que han notado un nivel bajo de energía en los niños:

—Parece que todo el mundo está tranquilito en el salón y que se están portando bien, pero realmente no están procesando lo que está ocurriendo en la clase, ya sea porque no se alimentaron bien, no duermen bien, hay cuadros traumáticos o están alertas e hipervigilantes a otros estímulos.

Con el operativo policial de mayo de 2020, el estrés, la ansiedad, el miedo e insomnio se generalizó entre las familias. Entonces Invedin creó el cuento llamado “Em, un elefante sabio y talentoso”. Cuenta la historia de un elefante que tras escuchar un sonido muy fuerte siente que no puede respirar. Entonces pide ayuda a otro elefante quien le enseña técnicas de relajación.

—Eso supuso una intervención suficientemente genérica y útil en la que las familias no tenían que hablar de lo que ocurría para obtener ese apoyo —dice Pérez. Eran los primeros auxilios psicológicos para los niños mientras vivían el tiroteo.

En los días siguientes, por grupos de WhatsApp, Invedin envió mensajes sobre cómo manejar crisis o momentos de emergencias, sugerencias para cuidar el sueño de los niños.

—Fue algo que se nos ocurrió escuchando los relatos de las madres. Nos decían: ‘Mi hijo empieza a hiperventilar tan pronto escucha que hay tiros o al confundir la lluvia con tiros’ —recuerda Pérez.

Especialistas advierten que cuando los niños están expuestos a entornos violentos, se incrementa el riesgo de crecer con necesidades en el área cognitiva y emocional. Crédito: Tairy Gamboa

En la parroquia Petare hay más de 300 comunidades impactadas por la violencia, dice Gloria Perdomo, coordinadora del Observatorio Venezolano de Violencia y directora de la Fundación Luz y Vida. Los niños crecen, explica Perdomo, con la alerta de que en cualquier momento puede ser una víctima:

—En Venezuela en la mayoría de las zonas urbanas y rurales eso forma parte de la normativa familiar. Son formados para cuidar su integridad y sepan defenderse.

Entonces es común que las primeras advertencias de una madre sean guardar las pertenencias cuando se está en la calle. Que los niños aprendan a defenderse o qué hacer cuando se presenta un tiroteo pareciera una meta más a alcanzar en la comunidad.

—En la enseñanza el tema de la violencia está incorporado. Y cuidado si no está incorporado como algo que es valioso y que se espera que puedas desempeñar —piensa Perdomo.

Pérez alerta:

—Los niños que crecen en violencia y pobreza están en un riesgo incrementado de crecer con necesidades especiales en el área cognitiva, en el área psicoemocional, en el área socioadaptativa —advierte que la violencia comunitaria trasciende el trauma individual—. Son eventos traumáticos que van a las familias, a la comunidad, se está convirtiendo en una cosa histórica que está marcando una generación completa.

Las maestras tampoco están a salvo.

La maestra Luz escucha que montan un arma. De pronto sus piernas son más pesadas, pero no se detiene. Se acomoda los cuadernos y la cartera en los brazos, como asegurándose de tener la fuerza para sostenerlos. Luz tiene 13 años como maestra de preescolar en la comunidad. También vive en el sector.

—Buenas—dice un hombre delgado. Tiene la pierna sobre la pared, un radio en la cintura y un arma entre las manos.

Son las 12:30 p.m. y la maestra Luz camina, sin levantar la mirada, por una de las veredas cercanas a la escuela. Va camino a casa.

—Buenas—repite el hombre.

Ella apenas puede pronunciar “b-u-e-n-a-s”, asentir con la cabeza y seguir su camino.

Otra vez no pasó nada, piensa y agradece a Dios que solo fue un susto. En la noche, recuerda el episodio antes de irse a la cama: “Y si le escapaba un tiro. Y si…”. En la cotidianidad de Luz el pulso lo marca la violencia. Ha sido sorprendida por la policía, los ha visto entrar a las casas, robar y golpear. Por eso suele llevar a la escuela a su hijo de 16 años de edad, teme dejarlo solo y que la policía entre a la casa. También trata de esconderlo de las bandas, no quiere que lo confundan con un malandro.

—Es una preocupación. No estoy tranquila. Y no me puedo concentrar en la escuela si él está solo —dice Luz.

No hay un camino confiable para ir y venir a la escuela. La maestra Sarath, junto a otras, comenzaron este año a pagar un transporte. En el vidrio del carro pegaron el logo de la escuela para sentirse un poco más seguros. Así intentan salir de una línea de fuego que a ratos arde, a ratos baja la llama, pero que no se apaga.

La directora Luisa un día sale de la escuela para tomar por un brazo al vigilante y “quitárselo a un policía” que quiere detenerlo, otro día impide una revisión policial de su camioneta, otro día sortea amenazas porque alguien “apadrinado por el pran”, un líder criminal, exige un cupo en el plantel.

El año pasado suspendieron las clases durante tres semanas por los tiroteos en la zona. También renunciaron cuatro maestras:

—No les puedo asegurar la vida. Es difícil conseguir maestras cuando saben que el colegio está aquí —y afirma— Yo no puedo mover la escuela, se tiene que quedar aquí.

*Los nombres de las fuentes se cambiaron para resguardar su identidad.

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la beca del Early Childhood Journalism Initiative del Dart Center for Journalism and Trauma de la Universidad de Columbia.

Autora: Carmen Victoria Inojosa

Las maestras de una escuela ubicada en Petare en Caracas, uno de los conglomerados de barrios más grande de América Latina, enseñan a sus estudiantes de jardín las letras y también las técnicas para resguardarse de las balas. En su entorno, es la clase más importante para la primera infancia.

“Pum, pum, pum”.

Es 20 de junio de 2022. Los niños sueltan cuadernos, plastilinas, colores y se dejan caer al piso. Los cuerpos de menos de un metro de largo, casi automáticamente, buscan la misma dirección: el estante que guarda las cestas con materiales escolares.

Bocabajo, apenas levantan la mirada y hacen foco. Un poco a la derecha o a la izquierda. Ya en posición, los niños aprietan los dientes y se impulsan con las rodillas y las manos. Se aferran al suelo.

—Orejas en el piso— instruye la maestra Sarath.

—Si no quieren escuchar se pueden tapar las orejitas— agrega la maestra Luz.

David retrocede sin levantarse del piso. Voltea ligeramente la mirada hacia el estante y se da cuenta de que su tronco está afuera. “Pum, pum, pum”. David empieza de nuevo el arrastre, ahora hacia atrás y a la izquierda. Un cruce de miradas con su compañero y el choque con las piernas de otro, le avisan que ya está dentro.

—Vamos a hablar de lo que pasa en el barrio —dice la maestra.

Sarath toma una silla y se sienta frente a ellos. Pone a un lado el tambor que suena “pum, pum, pum”. Fue un buen ensayo. Es de las primeras veces que solo uno del grupo quedó fuera de la zona segura. Llevan semanas practicando.

El salón es un espacio amplio con grandes ventanales que dan vista hacia las montañas de casitas de bloques donde muchos de los niños viven. En las paredes hay una hilera de letras, números y dibujos de bomberos, barrenderos, médicos y superhéroes. Las voces agudas diciendo “maestra, maestra” son un coro armónico que arropa el lugar, aunque a veces las balas lo desafine.

En esta escuela hay 782 estudiantes que cursan de preescolar a sexto grado y que son atendidos por unos 35 docentes. Además, hay 4 coordinadoras, una subdirectora y una directora.

Los niños aprenden las vocales y se esconden del “pum, pum, pum”. Aprenden las letras y se esconden del “pum, pum, pum”. Escriben su nombre y edad y se esconden del “pum, pum, pum”. Las maestras Sarath y Luz saben que deben preparar a sus 50 estudiantes, menores de 5 años de edad, tanto para la vida como para no morir en la primera infancia.

En el movimiento repetido los moños con colitas de colores chocan entre sí. Los zapatos de unos encuentran las cabezas de otros. Entre ellos se van abriendo espacio para, como en un rompecabezas, encajar sus cuerpos en el cuadro imaginario que está frente al estante, el que llaman “zona segura”.

—David está fuera de la zona segura— dice la maestra Sarath.

—Ponemos la cabeza de lado. No levantamos las piernas— se escucha de la maestra Luz.

Las maestras recibieron el entrenamiento de la CICR para contextos de conflicto armado. Ahora enseñan a sus estudiantes comportamiento seguro. Crédito: Tairy Gamboa

En el barrio José Félix Ribas de la parroquia Petare, uno de los conglomerados de barrios más grande de América Latina, ubicado al extremo este de Caracas, suceden muchas cosas. Pero los estudiantes saben exactamente a qué se refiere la maestra Sarath cuando les dice “lo que pasa en el barrio”.

“No sabemos cuándo puede suceder”, advierte a la clase. Esta vez el “pum, pum, pum” vino del tambor con el que también aprenden la música típica del país. En la parroquia hay 99 escuelas, de acuerdo con el registro de centros de votación del Consejo Nacional Electoral, en la que su gente, casi a diario, podría relatar un episodio de violencia en la comunidad y donde el “pum, pum, pum” también viene de armas de fuego.

De enero a octubre de 2022, medios de comunicación reportaron 14 enfrentamientos entre grupos armados y la policía solo en José Félix Ribas. La parroquia Petare tradicionalmente ha sido violenta. Se lee en el informe del Observatorio de Venezolano de Violencia que en 2021 su tasa de muertes violentas fue de 98,5 por cada 100.000 habitantes, la sexta más alta de las parroquias del Área Metropolitana de Caracas. En el municipio Sucre, donde está la parroquia Petare, 68 % de la población vive por debajo de la línea de la pobreza extrema, según indicadores de 2021 de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida.

—¿Por qué es importante buscar un espacio seguro dentro de la casa o aquí en el colegio?

Todos se levantan del piso y se sientan con las piernas cruzadas frente a las maestras.

—Para que no nos maten— responde Yonathan muy seguro.

David espera su turno con la mano arriba:

—Para, para, para cuidarnos.

Emily se pone de pie. Se agarra un mechón de cabello y le da vueltas. Mirando hacia el piso dice: “Hay que arrastrarse”.

—Sí, hay que arrastrarse, Emily. ¡Arrastrarse! —enfatiza la maestra Sarath.

—¿Y de quién nos cuidamos, Emily? —le pregunta la maestra.

—De las balas.

—¿Y quién dispara?

—Los malandros.

—¿Y quién más?

Francisco levanta el brazo, lo agita y grita:

—¡La policííííííííííííía!

Las maestras recomiendan a los niños taparse los oídos para no escuchar las detonaciones. Crédito: Tairy Gamboa

El “pum, pum, pum” es el sonido que perturba a la primera infancia, a sus cuidadores y maestras en el país. El barrio es una zona roja, dice la maestra Sarath. Tiene 23 años en la escuela y desde entonces la alerta sigue creciendo. En clases, de vacaciones, fines de semana se escuchan tiros. “Es como una guerra”, repite constantemente Luisa, la directora de la escuela. Cuenta que la pelea de las bandas criminales por el control de la zona, la droga, además de los operativos policiales, no permiten el descanso del barrio.

Y la escuela tiene rastros de esa guerra.

—Aquí, aquí, por allá —apunta a las paredes la directora Luisa—. ¿De qué lado de la pared del patio fue que cayó la bala en febrero? —le pregunta a una de las maestras.

Subiendo las escaleras hay un cuadro con la imagen de una niña indígena que sonríe. Un impacto de bala abrió un orificio en la foto, a la altura del ojo.

—De repente estamos en clases y se escuchan tiros, otras veces, lejos. El barrio no tiene descanso. No hay tregua. ¿Verdad, María? —sigue conversando la directora Luisa.

En el salón de la maestra Sarath y Luz, la clase de comportamiento seguro continúa. Ahora sonríen entre ellas porque saben que sus estudiantes ya conocen la “zona segura”.

La maestra Sarath retoma las preguntas como si se trataran de las letanías.

—¿En donde están los vidrios podemos resguardarnos?

—Nooo.

—¿Por qué?

—Porque disparan. Los vidrios se rompen— asegura Luis, quien con las manos simula un estallido.

—Son muy frágiles, ¿verdad?—recuerda la maestra Sarath. ¿Entonces, dónde nos podemos resguardar?

—Aquí— los niños apuntan al estante.

La maestra Sarath les insiste en que cuando escuchen disparos deben lanzarse al piso, y esperar con calma:

—No podemos correr ni gritar ‘maestra, maestra’. Porque la maestra también debe resguardarse. Lo más importante es cuidarnos a nosotros mismos.

Los enfrentamientos armados en el barrio José Félix Ribas interrumpen la rutina escolar. Con frecuencia la escuela debe suspender sus actividades. Crédito: Tairy Gamboa

—¿Si existieran los superhéroes, hubiese malandros? —Noooo. Hay un héroe que siempre está bravo. Es Hulk—dice Rafael. —Porque Hulk tiene muy mal temperamento. ¿Pero cuál es tu lugar seguro en casa, Rafael?—insiste la maestra. —La cama— responde en voz baja. —¿Arriba o abajo? —Abajo. —Y, a ver. Si vamos en la calle, ¿también podemos tener una zona segura? — Sííííí— responden todos. Detrás se escucha una voz tímida que comenta que su papá se esconde debajo de los carros cuando está en la calle. “El mío también”, suelta su compañero. —¿En dónde más podemos escondernos?— repregunta la maestra Sarath. —En la cama. —En la calle no hay camas. —En una casa. —Sí, en una casa que tenga la puerta abierta también puede ser. Me puedo meter y tirarme al piso. —¿Y podemos correr?— pregunta la maestra Luz. —Nooo. —Eso es importante. Nos quedamos en el piso. Tienen que decirle a sus mamás: ‘Mamá, si yo voy a la bodega y hay un tiroteo, no te preocupes. Me voy a tirar al piso’. Hay mamás que salen corriendo de sus casas a buscarlos. Pero si ellas saben que tú te vas a cuidar, van a estar un poquito más tranquilas— explica la maestra Luz. —Recuerden que los policías no se meten con niños, los malandros tampoco. Pero las balas no tienen nombre. A cuidarse. Un aplauso para ustedes— dice la maestra Sarath.

El entrenamiento de la CICR en Venezuela comenzó en 2017 en una escuela de la parroquia San Agustín de Caracas. Crédito: Tairy Gamboa

La maestra Sarath conoce técnicas de comportamiento seguro y medidas de prevención en situaciones de conflicto armado. Lo aprendió en 2019 en uno de los talleres que el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) impartió a docentes, ONG y comunidades en los estados Miranda y Distrito Capital. En los últimos cinco años la CICR ha preparado a 546 personas. El taller consiste en cuatro sesiones: identificación de riesgos, comportamiento seguro, construcción del plan de emergencia y simulacro.

El entrenamiento de la CICR en Venezuela comenzó en 2017 en una escuela de la parroquia San Agustín de Caracas, sector del oeste —cercano al centro de la ciudad— con la tasa más alta de homicidios.

—En esta parroquia el Comité Internacional de la Cruz Roja comenzó a trabajar la prevención de violencia urbana. Ellos llegaron a nuestra oficina nacional y aceptamos la capacitación dentro de la escuela. Luego deciden ampliar la cobertura a otras zonas —cuenta Yameli Martínez, coordinadora Pedagógica Nacional de Ciudadanía de Fe y Alegría, la red internacional de educación popular.

De acuerdo con Martínez, la CICR da la formación, hace el simulacro y acompaña el proceso por unos días. Es un entrenamiento que, después que culmina, las escuelas de Fe y Alegría continúan replicando a otros docentes.

—Es importante para nosotros aprender sobre un comportamiento seguro ante situaciones de violencia urbana porque, generalmente, las personas que viven en las barriadas populares cuando escuchan tiroteos suelen salir a ver qué pasa o se asoman a las ventanas. Entonces enseñamos las acciones que hay que desarrollar para preservar la vida —señala Martínez.

Debido a los bajos salarios y las condiciones de vida en el país, donde la mitad de los hogares viven en pobreza, estas escuelas tienen una alta rotación de personal por las renuncias que dejan cargos vacantes. Muchos deciden emigrar —Venezuela tiene el éxodo más importante del mundo con 7 millones de migrantes— y otros buscan otras fuentes de empleo.

Martínez dice que “el plantel tiene la obligación de retomar esa formación con quienes se van incorporando”. Año a año hacen los procesos de inducción en los que trabajan temas sobre identidad, códigos de conducta, salvaguarda y ambientes de aprendizaje seguros y protectores.

No solo en Venezuela la CICR ofrece estos talleres. En 2017 también entrenó a docentes de Río de Janeiro, en Brasil, para enseñarles a implementar protocolos en caso de tiroteos. En 2021 tuvo un impacto positivo en 534 escuelas municipales de esa ciudad afectadas por la violencia armada, reportó la CICR en una nota de prensa.

En esta escuela están las marcas de uno de los 14 enfrentamientos armados reportados de enero a octubre de 2022 en el barrio José Félix Ribas. Crédito: Tairy Gamboa

Fue en 2019 cuando la maestra Sarath, luego de recibir la formación de la CICR, comenzó a enseñar a sus estudiantes de preescolar en el barrio José Félix Ribas de Petare. Con títeres mostró cómo hacer el arrastre, buscar un lugar seguro y mantener la calma. El 8 de mayo de 2020 a todos les tocó aplicar lo aprendido. Para entonces la maestra daba clases por WhatsApp por la pandemia del COVID-19. Esa madrugada comisiones mixtas del Estado –unos 600 funcionarios, según reseñó el medio Efecto Cocuyo– entraron a la comunidad.

El “pum, pum, pum” estaba de vuelta. Entonces la maestra Sarath escribió por el grupo de WhatsApp: “Recuerden lo que ensayamos en clases. Muéstrenle a sus mamás”. “Muéstrame tu lugar seguro con una foto”.

En un tweet, el ministro de Interior, Néstor Reverol, anunció un operativo en la parroquia Petare para buscar “bandas de delincuencia organizada”. Estaban buscando a “Wilexis” y “el Gusano”, dos rivales que se disputan el control de esta populosa parroquia. En el operativo murieron 12 personas.

 

Enseñar entre balas

Con el “pum, pum, pum” suenan los celulares de las maestras también. A veces la maestra Sarath se anticipa. “La que quiera venir a buscar a su niño temprano, puede hacerlo”. No hay más detalles. Es una sugerencia que no necesita un porqué. Las mamás lo saben.

Hay días en los que el barrio está callado. Pero casi siempre hay un ruido que irrumpe: la semana pasada mataron a uno; la anterior, a otro; la antepasada, a dos. Esta semana secuestraron a un muchacho y la policía lleva días en la entrada de la comunidad. Así van comentando las maestras y las mamás durante el día.

—¿Cómo amaneció el barrio hoy?

—Está tranquilo.

—Se puede subir a la escuela.

Este es un diálogo que las maestras Sarath y Luz suelen tener entre ellas, con vecinos de la zona y las madres. “Avísenme si los malandros están en la calle, porque ustedes son las que viven por allá arriba. Y si ustedes no van a llevar a los niños, no subo”, pide la maestra Sarath a las mamás.

La maestra Sarath no deja de pensar en la voz de una de sus estudiantes cuando el año pasado le dijo: “Maestra, en el edificio de allá están con la pistola”. La maestra esperaba en el patio a que llegaran por las niñas Lucía y Mariel. Un sonido fuerte retumbó. “¿Una granada?”, se preguntaban. La maestra las cargó y las dejó en la cantina, el único lugar que tenía doble pared. “Maestra, mire arriba, están con la pistola”, repetían las niñas. Pero Sarath no quiso voltear. “No vean para allá”, respondió.

En la parroquia Petare hay más de 300 comunidades impactadas por la violencia. Los niños y niñas crecen con la alerta de que en cualquier momento pueden ser una víctima. Crédito: Tairy Gamboa

A la maestra Sarath no le gusta que los estudiantes se tarden en el baño cuando van solos. Siente que no llegará a tiempo para resguardarlos si comienza un tiroteo. Y a la maestra Luz le angustia ver la puerta abierta del patio a la hora de entrada y salida a la escuela, teme que algo pase.

La violencia es una de las barreras que muchas escuelas no pueden saltar y dejar atrás. Al estar atrapadas en ese entorno los efectos hacen estragos en la niñez. El Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño (Invedin) da contención psicológica a 117 niñas y niños de la escuela donde trabajan las maestras Sarath y Luz. Es decir, uno de cada siete estudiantes de la matrícula total de la escuela recibe algún tipo de atención psicológica. La mayoría son niños menores de cinco años de edad. El equipo de Invedin está integrado por dos psicólogos, un terapista de lenguaje, un psicopedagogo, un pediatra y un trabajador social. Este grupo asiste, desde 2019, todas las semanas a la escuela.

Los motivos de atención son multifactoriales. Patricia Pérez, coordinadora del proyecto Invedin en Petare, afirma que además del contexto de pobreza en que están los niños en la comunidad, la violencia es una de las causas vinculadas a las inconsistencias que han encontrado en la escolarización. “Las dificultades de lecto-escritura son masivas”, dice. Los niños copian de la pizarra, pero no leen ni escriben. Las nociones de aritmética, como “antes, después, tamaños, cantidades”, tampoco están consolidadas.

En la actualidad hay niños que cursan segundo o tercer grado –estaban en preescolar cuando Invedin llegó a la escuela– que no tienen noción de fundamentos de lecto-escritura o preacadémicas.

—Eso significa que en el momento en que debió haber una exposición a esas nociones –en el preescolar– y su consolidación, no se logró —apunta Pérez.

Cuando los estudiantes escuchan el sonido del tambor o de las balas, se tiran al piso y se arrastran hasta llegar a zona segura. Crédito: Tairy Gamboa

En la parroquia Petare hay más de 300 comunidades impactadas por la violencia, dice Gloria Perdomo, coordinadora del Observatorio Venezolano de Violencia y directora de la Fundación Luz y Vida. Los niños crecen, explica Perdomo, con la alerta de que en cualquier momento puede ser una víctima:

—En Venezuela en la mayoría de las zonas urbanas y rurales eso forma parte de la normativa familiar. Son formados para cuidar su integridad y sepan defenderse.

Entonces es común que las primeras advertencias de una madre sean guardar las pertenencias cuando se está en la calle. Que los niños aprendan a defenderse o qué hacer cuando se presenta un tiroteo pareciera una meta más a alcanzar en la comunidad.

—En la enseñanza el tema de la violencia está incorporado. Y cuidado si no está incorporado como algo que es valioso y que se espera que puedas desempeñar —piensa Perdomo.

Pérez alerta:

—Los niños que crecen en violencia y pobreza están en un riesgo incrementado de crecer con necesidades especiales en el área cognitiva, en el área psicoemocional, en el área socioadaptativa —advierte que la violencia comunitaria trasciende el trauma individual—. Son eventos traumáticos que van a las familias, a la comunidad, se está convirtiendo en una cosa histórica que está marcando una generación completa.

Las maestras tampoco están a salvo.

La maestra Luz escucha que montan un arma. De pronto sus piernas son más pesadas, pero no se detiene. Se acomoda los cuadernos y la cartera en los brazos, como asegurándose de tener la fuerza para sostenerlos. Luz tiene 13 años como maestra de preescolar en la comunidad. También vive en el sector.

—Buenas—dice un hombre delgado. Tiene la pierna sobre la pared, un radio en la cintura y un arma entre las manos.

Son las 12:30 p.m. y la maestra Luz camina, sin levantar la mirada, por una de las veredas cercanas a la escuela. Va camino a casa.

—Buenas—repite el hombre.

Ella apenas puede pronunciar “b-u-e-n-a-s”, asentir con la cabeza y seguir su camino.

Otra vez no pasó nada, piensa y agradece a Dios que solo fue un susto. En la noche, recuerda el episodio antes de irse a la cama: “Y si le escapaba un tiro. Y si…”. En la cotidianidad Luz el pulso lo marca la violencia. Ha sido sorprendida por la policía, los ha visto entrar a las casas, robar y golpear. Por eso suele llevar a la escuela a su hijo de 16 años de edad, teme dejarlo solo y que la policía entre a la casa. También trata de esconderlo de las bandas, no quiere que lo confundan con un malandro.

—Es una preocupación. No estoy tranquila. Y no me puedo concentrar en la escuela si él está solo —dice Luz.

No hay un camino confiable para ir y venir a la escuela. La maestra Sarath, junto a otras, comenzaron este año a pagar un transporte. En el vidrio del carro pegaron el logo de la escuela para sentirse un poco más seguros. Así intentan salir de una línea de fuego que a ratos arde, a ratos baja la llama, pero que no se apaga.

La directora Luisa un día sale de la escuela para tomar por un brazo al vigilante y “quitárselo a un policía” que quiere detenerlo, otro día impide una revisión policial de su camioneta, otro día sortea amenazas porque alguien “apadrinado por el pran”, un líder criminal, exige un cupo en el plantel.

El año pasado suspendieron las clases durante tres semanas por los tiroteos en la zona. También renunciaron cuatro maestras:

—No les puedo asegurar la vida. Es difícil conseguir maestras cuando saben que el colegio está aquí —y afirma— Yo no puedo mover la escuela, se tiene que quedar aquí.

*Los nombres de las fuentes se cambiaron para resguardar su identidad.

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la beca del Early Childhood Journalism Initiative del Dart Center for Journalism and Trauma de la Universidad de Columbia.