ESPECIALES

Escuelas a prueba de balas

“¿Hay tiros, mamá?”

Cronista: Carmen Victoria Inojosa

El 7 de julio de 2021 en la Cota 905, una comunidad al oeste de Caracas, los niños vivieron uno de los conflictos armados más violentos de la ciudad. El estrés postraumático en ocasiones les sigue ganando la batalla. Esta vez no fue un simulacro escolar donde aprenden a resguardarse de las balas.

Esta historia forma parte del especial Escuela a prueba de balas realizado por Carmen Victoria Inojosa en una alianza entre Historias que laten, Cecodap, Agencia Pana y Dart Center.

—¿Hay tiros, mamá? Va a empezar el tiroteo otra vez.

—No, quédese con su abuelita— responde Adriana, antes de salir a trabajar, a su hijo David de 5 años de edad.

—Sí. Yo me quedo, ella llora mucho.

En la primera infancia el desarrollo cerebral ocurre a una gran velocidad. Desde el punto de vista neurológico, dice Vilma Reyes, psicóloga clínica del Programa de Investigación de Trauma Infantil de la Universidad de California, San Francisco, es una etapa muy vulnerable en la que la exposición a la violencia puede ser devastadora.

Y explica: “En los primeros años creamos el mapa relacional para el resto de la vida. Llegamos a conclusiones de quiénes somos, qué es el mundo, si es un lugar seguro, si puedo confiar o no en otros. Son conclusiones llevadas a un lugar muy profundo en el ser. Podríamos decir que es lo que llega a ser nuestra personalidad o el sentido de ver la vida”.

Hoy es uno de esos días en que los carros se alborotan en la comunidad de David. Él vive en la Cota 905, un barrio al oeste de Caracas que conecta las parroquias La Vega, El Paraíso y Santa Rosalía. “Hay movimiento”, se suele escuchar decir en la calle.

Entonces los niños no van a la escuela. Hay temor de que la policía tumbe las puertas de las casas, de que las balas entren por las ventanas, de que hombres armados caminen por los callejones y de que la herida que dejó la violencia aquel 7 de julio de 2021 con la intervención policial y el enfrentamiento con bandas delictivas, vuelva a sangrar.

Entre enero y octubre de 2022 los medios reportaron al menos ocho enfrentamientos armados en la Cota 905. Mientras se escribía esta investigación, murieron dos familiares de Adriana en uno de esos tiroteos e intervenciones policiales.

***

Es 7 de julio de 2021 y son las 3:00 p.m. Adriana escucha unos disparos.

—¿Mami, qué pasa?—pregunta Adriana.

Adriana está en su trabajo, a unos 10 minutos de la Cota 905.

—Nada, hija—responde Marisela.

—Yo escuché unos disparos. No dejes a los niños en el balcón.

—Tranquila, hija.

En la Cota 905 las niñas y los niños reconocen “el plomo”. Saben que cuando empiezan los disparos no pueden ir a la escuela. Crédito: Carmen Victoria Inojosa

Pero las detonaciones persisten. Hace 30 minutos que Adriana colgó el teléfono y los disparos no cesan. Vuelve a llamar y el repique se intercala con el plomo. Esta vez la señora Marisela no responde.

En las redes sociales periodistas reportan un enfrentamiento armado entre diversos cuerpos de seguridad del Estado e integrantes de la banda liderada por Carlos Luis Revete (alias “el Koki”), Carlos Calderón Martínez (alias “el Vampi”) y Galvis Ochoa Ruiz (alias “el Galvis”).

Desde la avenida Victoria, una de las principales vías de Caracas y a pocos kilómetros de la Cota 905, caen las balas. Adriana, que trabaja como asistente contable en una tienda de la zona, las puede escuchar. En las parroquias vecinas de El Paraíso, Santa Rosalía, San Juan y El Valle también hay tiros. En Twitter publican videos de las personas escondidas debajo de los carros, detrás de muros y acostadas en las aceras.

“Estamos resguardados en la cocina”, avisa Marisela a su hija Adriana en un mensaje de un texto. Marisela y David están debajo del lavaplatos, “espachurrados”.

—Soltaron aviones, abuela—dice David.

—Aquí estaremos bien— le responde.

—Y la policía mata. ¿Y mi mamá?

—Ella está bien.

—Eso suena duro. Si ella se preocupa, yo también.

A Adriana le preocupa que el balcón tenga vista hacia El Helicoide, un edificio que es sede de un cuerpo de seguridad del Estado, ubicado a unos cuatro kilómetros de la Cota 905. Desde ahí están disparando hacia el barrio y viceversa. A esa hora hombres con armas largas también atacan las sedes policiales de El Paraíso y Quinta Crespo.

Adriana quiere irse a casa. “Ay, ay. Son muchas balas”. A su alrededor la gente corre. Ella va en sentido contrario. Todavía no puede avanzar. Las vías están restringidas.

En un reporte de prensa del portal de noticias Crónica.Uno se lee que el conflicto se originó, presuntamente, porque hirieron a uno de los líderes de una banda aliada de la Cota 905. Entonces, hombres con armas largas atacaron la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas en El Paraíso, al comando de Policaracas en Quinta Crespo y El Helicoide, donde funciona el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional.

En Caracas el “pum pum pum” de armas de fuego se extiende por gran parte de sus parroquias. En la cotidianidad las balas irrumpen con frecuencia: en 2021 el Distrito Capital resultó la entidad con la tasa más alta de muertes en el país, publicó el Observatorio Venezolano de Violencia. Estos episodios se concentran en seis parroquias: Coche, El Paraíso, La Vega, San Agustín, San Juan y El Junquito.

Dos hechos marcaron un repunte significativo en los homicidios en Caracas en 2021: uno fue la intervención policial de la Cota 905 el 7 de julio donde, según el registro de Monitor de Víctimas, murieron 37 personas. La cifra incluye dos mujeres y un niño de 11 años víctimas de balas perdidas.

Y el segundo caso fue la masacre de La Vega. Según la ONG Provea 23 personas fueron asesinadas a manos de policías y militares durante el operativo de Fuerzas de Acciones Especiales en la parroquia La Vega.

En el periodo de Michelle Bachelet como alta comisionada de los Derechos Humanos de Naciones -2018 a 2022- mostró preocupación “por los altos números de muertes de jóvenes en barrios marginados como resultado de operativos de seguridad”. Su oficina llegó a registrar en menos de un año más de 2000 muertes en el país.

Los efectos del trauma impactan áreas del desarrollo de la niñez. Pero no siempre determinan el resto de la vida si se trata a tiempo. Crédito: Carmen Victoria Inojosa

La noche que protege

Cae la noche. La oscuridad arropa a Adriana. Ella quisiera ser en esa calle un carro más, un árbol o una acera. Pero es un cuerpo que se estremece con el sonido de las balas. Intenta abrazar su cuerpo encorvado y esconderse entre hombros. En la zona no hay luz, “la oscuridad es mi protección”, piensa.

En casa, Marisela acuesta a David en colchonetas en la cocina. Es el lugar más seguro para un tiroteo que lleva horas. Él se durmió después de preguntar una y otra vez por su mamá y escuchar “ella está bien”.

No es fácil vivir la violencia y además hablar sobre ella. Pero hay que reconocerla. Chandra Ghosh, directora asociada del Programa de Investigación de Trauma Infantil en la Universidad de California, San Francisco, cree que en contextos de violencia, los niños pequeños necesitan de un adulto que les diga que es válido estar espantados y sentirse tristes: “Y mezclarlo también con lo bonito, porque la comunidad y la familia no es solamente la violencia, también hay cosas bonitas; que sepan que es importante jugar y hablar de lo que sucede”.

La violencia urbana afecta el desarrollo de los niños porque necesitan vivir en entornos sanos, en palabras de Ghosh, “donde puedan respirar, relajarse, sentirse protegidos y sanos”. Pero ese no es el lugar que David tiene para vivir ahora mismo. A su alrededor hay balas, tristezas, muertes, armas, traumas.

Adriana sigue intentando llegar a casa. Gana dos pasos, pero las ráfagas caen cerca y retrocede. Entonces toma un atajo por el barrio vecino para salir a mitad de camino. “Están disparando a todo lo que se mueva”, dice. Lleva horas de caminatas y escondites en un trayecto que haría en 10 minutos.

—¡Pero, señora, corra! ¿Qué hace usted en la calle?

Adriana no quiere mirar al frente. No sabe quién le habla. No quiere verlo. Está detrás de un carro con las manos en los oídos.

La toman por la espalda y la impulsan hacia delante.

—¡Señora, cruce. Señora, cruce— le insisten.

Ella corre.

Cuando abre los ojos se da cuenta de que está frente a las escaleras para subir a su casa.

No mira hacia atrás. Solo avanza por los empinados escalones como un atleta que, aunque se sabe ganador, no se detiene.

—Hija—dice Marisela, la mamá de Adriana.

Se tira al piso y le abraza las piernas que al fin alcanzaron la meta.

—Mamá—responde Adriana.

Adriana solo llora y le sostiene la cabeza a su mamá. En la casa hay globos. Una torta rellena de arequipe y unas guirnaldas de 70 años. No hay luz desde hace horas, tampoco agua. Los destellos de las velas iluminan los colores de “feliz cumpleaños”. Adriana, entre adornos, busca la cara de David.

Lo encuentra en una colchoneta en un costado de la cocina. Lo abraza con el brazo derecho. El otro brazo es el espacio, que permanece vacío, para Ali, su hija de 12 años, que junto a sus tíos y primos se encontraron con la línea de fuego cuando venían de la playa. Llegaron a una ciudad en la que llovían balas. Ali también caminó un largo trecho para llegar a la casa de su tía en el barrio El Naranjal de la parroquia El Paraíso, a unos pocos kilómetros de la Cota 905.

Su plan era bañarse en la playa y luego cantar el cumpleaños a la abuela Marisela. Pero no pudo.

Hay que salir

“Tum, tum, tum”. Es viernes 8 de julio de 2022 por la madrugada. “Hay que salir”, gritan desde el callejón. Dicen que la policía irá casa por casa buscando a los líderes de la banda.

Adriana envuelve a David en el edredón y lo alza contra su pecho. “Nos vamos, mamá. No hay tiempo”, le dice a Marisela. Toman las llaves y salen. No saben quién grita, pero tienen miedo de quedarse. Se enteran de que es una tregua, un alto el fuego para que las personas salgan.

Ella lleva puesto un short y un suéter. La señora Marisela tiene una bata. No más. Adriana apenas logró teclear con una mano el mensaje “vamos para allá”. Su madrina la espera en El Silencio, a unos 47 minutos caminando.

No van solas. Otros cientos de personas también salen del barrio.

Especialistas advierten que en contextos de violencia los niños pequeños necesitan de un adulto que valide sus sentimientos. Crédito: Carmen Victoria Inojosa

—¿Qué pasó, mamá?— pregunta David mientras se agarra más fuerte del cuello de Adriana.

—No pasa nada— le responde con frases entrecortadas mientras baja las escaleras e intenta acelerar el paso.

—Nos van a matar, mamá.

—No pasa nada— insiste Adriana y lo cubre más para que no vea nada a su paso.
Adriana sabe que llora porque siente las lágrimas correrle por el cuello.

En las familias existe la idea de que los niños que viven episodios violentos, al estar muy pequeños, no los van a recordar ni entender. Pero esto no es cierto. Reyes lo explica: “En la primera infancia, especialmente entre los tres y cinco años, los niños tienen la tendencia a asumir que las cosas pasan por ellos; entonces si los adultos no les ayudan a entender sus sentimientos, es lo peor que le puede pasar porque se quedan solitos con sus preguntas y lo que hacen es que llegan a sus propias conclusiones”.

Hay niños que pueden mostrar efectos de trauma en edad preescolar así hayan vivido el episodio en su primer año de vida. Reyes señala que a pesar de que no tienen la conciencia verbal de lo que ocurrió o no lo recuerden, su cuerpo sí puede hacerlo.

“El comportamiento comunica algo. En ocasiones no se trata de solo un berrinche, sino que el niño está abrumado y no tiene la capacidad de manejar sus sentimientos, lo que su cuerpo está recordando. Esto es un síntoma de cómo se nota que ha habido un efecto”, dice Reyes.

Incluso ver a un niño jugar o divertirse cuando vive en un contexto de violencia no se traduce en bienestar: “El hecho de que existan algunos momentos de alivio, no significa que el resto del tiempo no esté en alerta, nervioso o con miedo”, apunta Reyes. Decir lo contrario, agrega, supone una defensa para los cuidadores. “La manera en que yo trabajaría: escuchando al cuidador y cuáles son sus miedos y, a través de esa relación, eventualmente los padres van a contar ‘me preocupa mi hijo, pero no sé qué hacer’”.

La Cota 905 no está sola. La ONG Otro Enfoque trabaja en la contención de la violencia y sus efectos desde hace cuatro años: se trata de un equipo multidisciplinario, entre psicólogos, trabajadores sociales, docentes y abogados, que a través de actividades lúdicas formativas enseña sobre cultura de paz, prevención de la violencia y resolución de conflictos.

En los días sucesivos al 7 de julio de 2021, la ONG habilitó un refugio para 50 mujeres, niños, niñas y adolescentes que tuvieron que salir de sus casas. Zulyvic Mejías, directora de Otro Enfoque, relata que las personas llegaron con altos niveles de ansiedad, las primeras noches no podían dormir. Los psicólogos hicieron un abordaje grupal.

Este trabajo ha continuado en la comunidad con los grupos de apoyo. “Uno de los proyectos que tenemos es sobre la resiliencia y cómo ellos son capaces y han sido capaces durante todo este tiempo, a pesar de todo lo fuerte que han vivido, de sobreponerse a esas dificultades y salir adelante. Apropiarse de los espacios y cuidarlos de la violencia”, dijo Mejías.

***

Adriana no puede ir tan rápido como quisiera. Se queda de última. Con David en brazos y Marisela apoyada en ella, el camino se hace más lento. De vez en cuando se repite a sí misma “vamos” y levanta un poco más a David. También le da fuerza pensar que pronto se encontrará con Ali, quien permanece en la casa de sus tíos en el barrio El Naranjal, a unos pocos kilómetros de la Cota 905.

Ahora el despliegue policial tiene nombre: “Gran Cacique Indio Guaicaipuro”. Participan 3110 funcionarios, dijo Carmen Meléndez, la entonces ministra para la Defensa. Pero ni Adriana ni la comunidad lo saben. Llevan un día sin luz y apenas usan los celulares para avisar a familiares que “están bien”.

La ONG Otro Enfoque trabaja desde hace cuatro años en la contención de la violencia y sus efectos en la niñez en la comunidad de la Cota 905. Crédito: Carmen Victoria Inojosa

Han dejado atrás los tiros. Adriana pone en el piso a David:

—Hay que quedarse tranquilo, ya estamos resguardados, ya no nos va a pasar nada— dice Adriana al llegar a El Silencio.

—¿Y mi hermana?—replica David.

—Vamos a llamarla.

Adriana pone el celular en el altavoz para que ellos hablen.

—¿Estás bien?—pregunta David.

—Sí, hermano.

—¿Pero qué es eso que se escucha?

—Es el televisor, David— responde Ali, en el barrio El Naranjal. Las detonaciones siguen.

Ali llora al teléfono con su mamá. “Me quiero ir contigo”. Adriana le promete buscarla al día siguiente, el sábado 9 de julio, en la casa de su tía.

Al final de la tarde, Adriana vuelve a su casa con la familia. Ya no se escuchan detonaciones cerca, aunque se mantienen algunos focos de violencia. Adriana encontró en el balcón de su casa algunos cascos de las balas.

Después del 7 de julio de 2021, la herida de guerra no solo está en las paredes de las casas. Ali se suele despertar en la madrugada diciendo que escucha tiros. Y a David no le gusta estar solo. “Si mi mamá está tendiendo la ropa y él está jugando y se da cuenta de que está solo, sale corriendo a donde está la abuela. Él no era así. Y Ali ya no duerme sola, la tengo que tomar de la mano. El psicólogo dice que eso se les va a ir pasando”, cuenta Adriana.

Desde hace más de un año Ali y David reciben apoyo psicológico de Otro Enfoque. Las primeras sesiones fueron individuales y después grupales con otros niños de la comunidad. Adriana ha notado algunos avances: “Hace poco, en noviembre de 2022, mandé a David a buscar unos cuadernos a su cuarto y fue solo”. Y aunque todavía Adriana duerme con Ali, en ocasiones, no le toma la mano.

Los efectos del trauma impactan áreas del desarrollo de la niñez. Chandra Ghosh escribió el libro Una vez estuve muy muy asustado. Es la historia de varios animalitos que enseña a niños y cuidadores a entender los síntomas del estrés traumático después de vivir un episodio de violencia. Algunos de estos coinciden con los que tuvieron Ali y David.

Ghosh explica que en el perro, que hace “guau, guau”, el trauma lo puede poner más agresivo. O al ser un conejito se mueve mucho, no es capaz de mantener la concentración en las actividades del día y las orejas son antenas que vigilan el peligro. Otros, como la tortuga, prefieren esconderse, se mueven lentamente y no quieren salir porque están tristes. Y el elefante prefiere no hablar las cosas, a veces dice que tal episodio no ocurrió.

En el caso del mono su compartimiento es de apego, busca a las personas porque no se siente bien solo; similar a lo que ocurre con David. Con el zorrillo pasa lo contrario, al espantarse, rechaza a los demás y tiene malas perspectivas acerca de sí mismo, piensa que es malo y que huele mal. La suricata es la que está hipervigilante, pero de vez en cuando no está presente en su cuerpo; se desconecta.

La ardilla suele hablar mucho, el evento traumático siempre está en su mente y tiene pesadillas, estos síntomas coinciden con los de Ali. Mientras que la rana permanece en silencio. Gosh cuenta, que en este caso, suelen notar que antes del evento traumático el niño podía hacer ciertas cosas y ahora, no. “Pierde capacidades”, dice.

Pero el trauma en la primera infancia no siempre determina el resto de la vida, asegura Reyes: “Es increíble la capacidad que tienen los niños para sanar, para volver a crear confianza en las relaciones, así que hay mucha esperanza también en esta etapa”.

Desde el 7 de julio de 2021 en la casa de Adriana, cuando “hay movimiento” en el barrio se repite el mismo diálogo:

—Voy a trabajar rapidito y vengo—dice Adriana.

—Mami, pero que no se hagan las tres de la tarde—responde David.

La escuela garita

 

La escuela de David y Ali también sufrió daños. El piso más alto del plantel fue tomado por miembros de la banda delictiva.

La escuela convocó, por WhatsApp, a los padres y madres para ayudar a recuperar los espacios antes del inicio del año escolar 2021-2022. Hicieron un recorrido por las instalaciones y contaron que cinco salones necesitaban ser reparados.

Adriana pidió un alta laboral de su semana para ayudar a la escuela. Cuenta que terminaron de partir los vidrios de las ventanas que tenían impactos de balas y los taparon con cartón. Compraron bombillos y pintura.

Según las autoridades de la escuela hubo abandono escolar. Tenían más de 700 estudiantes y al finalizar el año escolar en julio de 2021 eran 400. De a poco fueron recuperando la matrícula, familias que salieron de la comunidad regresaron. “Tras lo que sufrieron y lo que vieron, costó retomar la confianza en que el sitio está seguro y que pueden vivir nuevamente”, dijo una de las autoridades de la institución.

Memorias del conflicto armado

Niños y niñas, menores de cinco años de edad, de la Cota 905, al oeste de Caracas, todavía recuerdan el horror del 7 de julio de 2021 cuando “el plomo” del conflicto armado cayó dentro de sus casas. Aunque ha pasado más de un año, en los relatos de los dibujos todavía hay miedo.

“A mi mamá la atravesaron. Soltaron aviones. Y como venía la lluvia se devolvieron. Yo pensaba que la policía iba a matar a mi mamá. Entonces ella se preocupó y yo también. Eso suena duro. Plas, plas, plas”.
David, 5 años de edad.

“Empezó a llover. Comimos caraotas. Y después plomo. Escuché plomo y me dormí con mi cobija. Pero mi mamá se despertó asustada”. Kimberly, 4 años de edad.
“Lo que vi fue a la policía. Después escuché los plomos más grandes. Mi hermano estaba asustado. Mi tía se fue al cuarto de mi abuela. Y yo tenía miedo de ir al baño a orinar porque había plomo. Todos se escondieron en el cuarto de mi abuela. Pero mi tía me acompañó pal’ baño. Cuando compro pan le digo hola al policía. Vi aviones que pasaban por allá arriba de mi casa”. Valeria, 5 años de edad.
“Mi mamá me llevó con un pañito y estábamos por la bajadita. Después me cargó. Y le dije: ‘Mamá, me quiero ir pa’ mi casa’. Después sonaron los tiros y le dije: ‘Tengo miedo’. Después sonaron más, más. Y me dormí con mi mamá abrazada”. Karla, 5 años de edad.
“Los plomos. Yo asustadita. Mi mamá me metió a un cuartico mío. Después yo vomité”. Mari, 5 años de edad.
Carta de Ali escrita el 9 de julio de 2022

*Los nombres de las fuentes se cambiaron para resguardar su identidad y por seguridad.

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la beca del Early Childhood Journalism Initiative del Dart Center for Journalism and Trauma de la Universidad de Columbia.