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Foto Carlos Bello

En un vagón de Metro, en el medio de un montón de gente que suda y suspira, hay una mujer. Es baja, morena y lleva a un niño en una cangurera. El nené es pequeño, muy pequeño. Sus ojitos están cerrados. El poco cabello que apenas le ha salido está empapado por su sudor y el de su madre. Por un instante la diminuta cabeza del niño choca con la espalda de un hombre que se mueve incómodo.

Cuidado que hay un recién nacido dice con fuerza la mujer. 

Alguien los ve con preocupación y se acerca para preguntar:

¿No le da miedo cargarlo aquí en el Metro? El bebé se puede asfixiar. 

La mujer no responde. Su cara delata que está molesta. Mueve ligeramente los brazos, y finalmente replica con el típico tono que utiliza una mamá para regañar: 

¿Y cómo más llego? La culpa es de estos animales que no tienen cuidado, no miran a los lados y quieren meterse como sea. Empujan. No dan permiso, vale.

Un señor se voltea, observa la escena a su espalda y trata de acomodarse para no apretar al pequeño. Pero la mujer también se mueve en un intento de lograr algo de alivio. Cruza hacia la otra puerta del vagón mientras aparta con sus manos, cual escudo, a la gente que tiene al frente y a su alrededor. Las puertas se abren, el niño abre los ojos y llora sin reparo. La madre, mientras sale del tren, le tira un pañal de tela en la cabeza y camina con rapidez hacia las escaleras.

―¡Cuidado qué cargo a un recién nacido! grita desaforada.

En un minuto los dos se pierden en la marea de personas que por un momento de entrecruzan y coinciden en el subterráneo.