Con más de un siglo de fundada, la Casa de Antigüedades de don Manuel Herrera e Hijos, incrustada entre las esquinas de Paradero a Cervecería de La Candelaria y distinguida por su icónico cartel, luce como un roble de esos a los que los años pueden apaciguar, desmejorar, pero nunca ver caer. El Anticuario de los Herrera es testigo del paso del tiempo en una parroquia caraqueña que sigue creciendo sin olvidar sus raíces
Crónica Génesis Carrero Soto/ Fotografías Martha Viaña
Un San Francisco inmenso y blanco da la bienvenida a los visitantes. Los mira a los ojos frente a frente como para que no noten que al pasar a la Casa de Antigüedades de don Manuel Herrera e Hijos se cae en un bache entre la posmodernidad caraqueña y la historia de un país contada por objetos centenarios que representan más que eso: son el dibujo del paso del tiempo que trajo este recinto a la parroquia caraqueña La Candelaria, y a toda Venezuela hasta estos días.

Al adentrarse en el anticuario, allí, entre las esquinas de Paradero a Cervecería, no solo se ingresa a una tienda que recibe a sus visitantes con una estatua de tamaño real hecha con mármol italiano.
Se avanza a otra dimensión de una parroquia y de una ciudad que grita su pasado a través de muebles, lámparas, cuadros, latas, baúles, cofres, tablones, teléfonos, cristales y todo tipo de artefactos que reflejan el país, sus gustos, sus faltas, su brillo anterior que aún se deja ver en alguna antigüedad de valor y en las ruinas de hoy presentes en las pilas de cosas arrumadas.
Más de 100 años tiene este lugar fundado en 1920 por Manuel Herrera, un anticuario experto y considerado por muchos el padre de este oficio de la venta de antigüedades en Venezuela, y un negocio sostenido aún por sus hijos y ayudantes cercanos. Es la tienda más antigua de La Candelaria de la que se tenga registro y un bien de interés cultural de la ciudad.

Las raíces
A principios del siglo XX, los camiones llegaban a primera hora a La Candelaria, escuchaban las instrucciones de don Manuel y partían en un viaje por Venezuela para buscar y comprar las antigüedades que fuese posible hallar en el trayecto.
Don Manuel les daba ideas de sitios que podían visitar, chiveras, mueblerías, casas grandes. Eran cazadores de los tesoros que semanas después se presentaban ante el anticuario para que este los evaluara y les pusiera precio.

Compraba camiones enteros sin ni siquiera echar un vistazo al contenido. Luego empezaban a descargar y a mirar poco a poco la mercancía y a buscarle acomodo en ese corredor caótico de techos altos donde las cosas descansan unas sobre otras, recostadas o guindadas en las paredes esperando que algún coleccionista con criterio o buen gusto las descubra.
El anticuario era centro de reunión todos los sábados de la “crema y nata” de la ciudad de Caracas. Personalidades de todo ámbito y coleccionistas amigos de don Manuel acudían a la tienda y revisaban la mercancía que llegaba semanalmente en esos camiones.
La tienda se volvía entonces un espacio de encuentro en el que todos comían y picaban mientras revisaban los objetos de su interés y se encontraban con piezas de los siglos XVII, XVIII y XIX que podían llevarse con poco dinero y abonando de a poco en la cuenta abierta de la que disponían los clientes.
De allí que no resulte descabellado afirmar que se trató de la “casa principal de antigüedades de toda Venezuela” y la primera y más importante de Caracas, como refieren publicaciones de prensa de antaño en los principales diarios del país.
Las ramas
El de las antigüedades se trata de un mercado al que hay que acudir con ojo experto para poder encontrar las maravillas ocultas entre piezas de toda forma y estilo. Alfredo Chitty, quien ahora es el encargado de la tienda, recuerda cómo se daban cita en este espacio renombradas personalidades de la cultura, el arte y la política venezolana para encontrar objetos de colección.
—Esta tienda tiene vida propia, parece que las cosas van a un tiempo distinto. Uno en el que todo va al revés y lo más viejo es lo más valioso. Aquí todo es más despacio, más largo, más duradero, más real —describe Alfredo.

Más de 40 años en este sitio, viendo ir y venir obras que cataloga como arte, aunque parezcan simples pedazos de madera, lo han hecho parte de la tienda. Estando allí, sentado en algún mueble del siglo XVII que aún sobrevive o restaurando una lámpara de Baccarat, se convierte en parte del mobiliario.
Mientras restaura lo envuelve una atmósfera de extrema concentración que lleva al pasado y permite recordar esos grandes salones con baldosas de mosaicos, muebles inmensos de madera, copas de cristal y gente siempre lista para la añoranza de tiempos que aún vivían.
Alfredo Chitty se esfuerza por mantener los lazos con clientes de toda una vida, vender piezas para sostener la tienda y reparar o restaurar lo necesario para que el anticuario siga siendo una presencia necesaria dentro de una ciudad ganada a la modernidad y sus cosas sofisticadas.
El día se va en buscar, ordenar, reparar, ofrecer, pintar, lijar, desmontar y montar todo cuanto puede para que la chispa de vida que aún mantiene la tienda siga encendida.
La gente de la comunidad lo reconoce y por eso le encargaron la reparación de la imponente lámpara de Baccarat de la iglesia de La Candelaria que ilumina el altar principal y santuario de José Gregorio Hernández, y que acompaña a tantos feligreses en sus oraciones con su tenue pero permanente luz.

Y todo ese esfuerzo lo vigilan los ojos amables pero atentos del propio don Manuel Herrera, que pese a tener más de 30 años de fallecido, sigue siendo una presencia poderosa en este espacio cuyo retrato, detrás del mostrador principal de la tienda, recuerda que él es el dueño fundador y señor de un negocio que su familia se niega a dejar morir.

A veces, Alfredo se asoma a la puerta de la tienda y le parece ver a don Manuel sentado en la entrada leyendo el periódico, como acostumbraba los últimos años de su vida. Su sombrero de cogollo, su camisa guayabera y pantalones caqui le acompañaron siempre en esa entrada en la que se sentó a recibir a los clientes y ver la vida pasar, después de que decidió entregarles el negocio a sus hijos.
Entonces, los 11 muchachos Herrera tomaron las riendas del comercio familiar desde distintas perspectivas. Manuel y Ernesto abrieron su propia tienda de antigüedades en La Florida; Eduardo y Jesús se dedicaron a la restauración y armado de lámparas antiguas; Narciso se encargaba de la carpintería, Kiko siempre estuvo al frente, junto a su padre; y fueron Julio, Marco, Zoraida, Manuel e Iván quienes tomaron un rumbo profesional distinto, sin sacar de sus vidas las antigüedades.
Los frutos
El legado está mucho más allá de los Herrera. Bajo el alero de don Manuel se han formado otros que con el tiempo se han instalado como coleccionistas y creado su propio negocio a partir de las enseñanzas de este experto que vive en las paredes de la tienda, en sus cientos de objetos, en el resplandor de sus cristales preservados con mimo.
Para quienes aún son asiduos visitantes, la tienda de antigüedades de los Herrera es un vínculo entre el pasado y la posmodernidad, un portal que conecta el tiempo que ha visto pasar con los años los objetos que guarda entre sus paredes para que nadie olvide de dónde vienen y a dónde van los venezolanos.

El señor Nicomedes Febres Cordero, coleccionista y visitante de este anticuario, lo define con una simple frase: “Quienes somos se aprende en este lugar”.
—A los ignorantes no les importa la historia, ni les importa el pasado. Porque son ignorantes, pues. Entonces uno tiene que tratar de rescatar lo que es nuestro pasado. El que no sabe quiénes son sus ancestros no puede avanzar— sostiene este amigo de don Manuel.
Febres Cordero recuerda con añoranza sus conversaciones con don Manuel y asegura que su colección de objetos coloniales ha sido completada por valiosas piezas halladas en los recovecos de esta tienda.
Allí, por ejemplo, encontró un retablo de una vieja capilla de Coro del siglo XVI o XVII que forma parte de su colección de arte colonial venezolano.
Los Herrera no se atreven a decir cuál es el objeto más valioso que ha pasado por el anticuario, porque “para cada coleccionista cada objeto que busca tiene un valor fundamental”, como lo explica Iván, uno de los hijos de don Manuel.

Pero enumeran algunos de gran valor como el más grande cuadro de Juan Pedro López (pintor y escultor colonial venezolano) hallado en Caracas; algunos cuadros de Armando Reverón, piezas de Arturo Michelena, de Martín Tovar y Tovar y objetos que hoy forman parte de colecciones de arte del periodo hispánico en la Universidad Simón Bolívar, en la Quinta Anauco, en el Concejo Municipal de Caracas y otros museos de la ciudad.
El anticuario de Manuel Herrera es un roble sembrado en el corazón de La Candelaria, un testigo silente de más de un siglo de historia transcurrida entre estas calles de esquinas pintorescas y tascas vistosas.
La tienda ha visto cambiar la parroquia y el mundo a su alrededor, mientras que los objetos que acopia como un legado dentro del inmenso corredor cuentan la historia de épocas pasadas y dejan raíces profundas que permiten a quienes la caminan o exploran recordar de dónde vienen y construir memoria.

Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.
Felicitaciones Génesis Carrero, excelente crónica me llenó de nostalgia y me llevó al pasado, en los años de crianza al lado de mi abuelo en El Paradero, en la casa de Antigüedades.
Excelente colección de antigüedades tienen un valor muy significativo
Me siento profundamente honrado de haber sido y seguir siendo parte de la amistad que me une todavía con los hijos Kiko Iván Narciso Jesús de Don Manuel Herrera