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En este especial de crónicas contamos cómo una iniciativa impulsada por vecinos de uno de los barrios más peligrosos de Caracas ha logrado prevenir -y frenar- la delincuencia juvenil.

Una apuesta multimedia de #PeriodismoDeSoluciones desarrollada por Carlos Bello

Un laberinto de 40 kilómetros cuadrados conformado por calles estrechas, escaleras empinadas y vías donde los carros pareciera que se rozan cuando coinciden en direcciones opuestas.

Así es Petare, la barriada más grande y peligrosa de América Latina, con medio millón de habitantes y una fachada naranja por los ladrillos sin pintar de sus casas que se amontonan unas sobre otras como un Lego. Allí, flotando en botaderos de basura sin recoger y grifos sin agua, está la Fundación Escuela de Boxeo Jairo Ruza.

Esta es una iniciativa que el entrenador de boxeo Jairo Ruza decidió impulsar en 2014 luego de ver que en los mismos escalones frente a su casa donde jugaban dos de sus hijos también se sentaban a jugar cartas varios delincuentes de la zona.

En ese entonces se dio cuenta de que la única forma de evitar que sus hijos se relacionaran directamente con esas personas, al pasar del tiempo, era si creaba una alternativa a la violencia. Al día siguiente llamó a sus dos hijos menores y tres niños más que jugaban con ellos y les preguntó: «¿Quieren aprender a boxear?».

ENERO 2020

En esas mismas escaleras hoy solo hay un gato. Jairo Ruza segundo, conocido por sus alumnos como Anthony, canta en voz baja una salsa que suena a lo lejos mientras observa al felino desde la ventana del gimnasio donde espera a los jóvenes boxeadores, que entrenan en la Fundación Escuela de Boxeo Jairo Ruza (FEBJR).

Vienen desde todos lados, la mayoría viven a pocas casas de distancia, o en algún otro sector de Petare. Sin embargo, hay quienes atraviesan la ciudad para poder entrenar por casi tres horas diarias.

Ese es el caso de Lugo, como llaman a Keiver José Lugo, él es el primero en entrar al gimnasio.

—Buenas tardes, profe —saluda a Antony y al hombre que está parado junto al cuadrilátero—. Buenas tardes, Pepe.

—Será buenas noches —responde Ruza—. ¿Tú no estás viendo la hora?

—Cónchale, profesor, es que no me había dado cuenta.

Lugo llegó veinte minutos antes de entrar al gimnasio, pero se quedó en la parte baja de la escuela para descansar, después de haber viajado durante tres horas y más de 21 kilómetros de camino para poder llegar a la zona 6 de José Felix Ribas en Petare.

Salió desde Agua Salud, al oeste de la ciudad, donde tomó un jeep, para llegar al Metro de Caracas, luego de cuatro estaciones —y un retraso de 30 minutos— decidió bajarse en la Hoyada, estación ubicada en el centro de la capital venezolana, para tomar una camioneta que lo dejaría en la parte baja de Petare, al este de la gran Caracas, a solo una unidad de transporte de la zona 6 de José Felix Ribas.

—Tenías que subir antes y comenzabas a calentar en el gimnasio para ti solo, como si fueras Rocky —dice Ruza, quien conoce la trayectoria que Lugo hace a diario.

Entre risas los dos profesores ven llegar al resto del grupo, catorce jóvenes que invaden el espacio del gimnasio entre gritos, saltos y golpes al aire. El bullicio se interrumpe por un silbido que penetra en los oídos de todos, es Anthony, que sopla su silbato de entrenador.

—¡Landaeta! —exclama, mientras señala a uno de los adolescentes más altos del grupo—. Tú diriges el entrenamiento hoy.

El joven es rodeado automáticamente por el resto de sus compañeros y comienza una rutina de elongación muscular, típica de cualquier clase de educación física.

Esta rutina es repetida por los tres grupos que a diario hacen vida en la FEBJR. El primero a las 10:00 de la mañana, el de la tarde a las 2:00 pm y el grupo nocturno a las 5:00 pm. Cada turno con aproximadamente más de 20 jóvenes.

—Ahora vamos a estirar la pierna…—dice Landaeta pero es interrumpido por el ruido de la puerta.

—Buenas tardes —interrumpe una voz femenina desde la puerta—, disculpen la hora.

Serlianys es una de las pocas chicas que entrena en la escuela de boxeo, pero es considerada una de las mejores. Le gusta entrenar con los chicos porque se exige más físicamente.

Sin embargo, solo los más experimentados son capaces de estar a su ritmo cuando se lo propone. Característica que cómprate con otra de las boxeadoras de la fundación Diana Maestre, conocida como La Flecha.

Quien es una de las primeras alumnas que tuvo Anthony, y a quien ha visto pelear tantas veces que han logrado comunicarse con total facilidad durante los combates.

DICIEMBRE 2018

La toma de las manos y revisa sus vendas. Están lo suficientemente apretadas en las muñecas y gruesas en los nudillos.

—¿Cómo estás? —pregunta mientras le pone la careta.

—Bien, bien —responde distraída La Flecha, que está por subirse al ring para su pelea de exhibición.

—¿Segura? —insiste Anthony—. No es la primera vez que peleas contra un chamo.

Ella asiente con la cabeza y estira los brazos para que su entrenador le coloque los guantes. Choca sus guantes y le muestra su guardia a Anthony, quien sujeta sus muñecas y le sube las manos para cuidar más su rostro.

—¡Vamos! —le dice y la ve subir al cuadrilátero.

Ella, ya en el ring, da un par de saltos y ensaya una vez más su guardia. Mira a Anthony y este le pela los ojos y respira profundo.

Diana afirma con la cabeza y voltea a ver al joven que será su oponente.

¡RING!, suena la campana.

ENERO 2020

Con una botella de agua mineral llena de cemento en cada mano, Serlianys lanza golpes que se pierden en el aire y danza en medio de la conmoción del gimnasio que comparte con más de una docena de adolescentes.

Jab-upper de derecha, gancho de izquierda y gancho de derecha, respira y cambia. 1-2-3-4 uppers y gira.

Desde el otro lado de la habitación Anthony rompe el hechizo con su silbato, seguido de un “¡Cambio!”. Serlianys despierta del letargo y escucha las instrucciones.

Lo mismo hace Lugo sentado en el suelo mientras se pone un par de guantes, porque sabe que debe ir a los sacos de arena atados al techo con cadenas.

Este no es el set de ninguna de las películas de Rocky Balboa, ni hay música motivadora de fondo. Aquí los adolescentes escuchan el sonido de sus puños contra el saco, los gritos de señoras llamando a sus hijos en las casas cercanas, alguna salsa o vallenato a lo lejos y en ocasiones disparos.

Como si fuera una sombra. Parado en la puerta del gimnasio está Jairo Ruza, entrenador y fundador de la FEBJR, en silencio observa cómo Anthony, su hijo, les dice a los muchachos que busquen una pareja y se acerquen al ring.

Los cuatro mayores y con más experiencia entran al cuadrilátero, donde ya los espera Anthony.

—Lugo y Landaeta, al centro —ordena y señala el suelo del ring—. Vamos a practicar guanteo con combinaciones.

Mientras Anthony habla el resto del grupo se apoya en las cuerdas del ring desde el exterior como si estuvieran en el mostrador de una tienda. Al otro lado del gimnasio, ignorado por todos, Jairo llama a Pepe y le comenta.

—Dile a Anthony que vine a cambiarme, pero no voy a comer porque me tengo que ir a una reunión, para cuadrar lo de la competencia del sábado que viene —dice—, recuerda seleccionarme a los que van a pelear ese día. Acuérdate que son seis, que estén fuertes. Y por si acaso pon a dos más que estén atentos a cualquier cosa.

Jairo sale del gimnasio, que alguna vez fue la platabanda de su casa, como llegó en silencio y sin que nadie lo note.

—¡Tres minutos! —grita Anthony como advertencia— ¡Tres minutos y a correr todo el mundo!

Quedan tres minutos así todos aprietan, poco a poco el volumen y velocidad de los golpes suben. Uno de estos golpes se estrella contra el brazo derecho de Serlianys. Ella baja ligeramente su mano derecha y deja ver una sonrisa de satisfacción y picardía.

De forma automática su hombro derecho se inclina hacia el frente y su brazo izquierdo se prepara para iniciar una combinación cuatro de golpes que terminará con un upper efectivo al costado izquierdo de su compañero de sparring.

El silbato de Anthony paraliza a los jóvenes boxeadores, que aún guardan un poco de energía para su última prueba del día.

—Tomen agua y salen a trotar —indica Anthony con un cronómetro en la mano—. Ojo, si llegan en 15 minutos no hacen abdominales, pero tienen que llegar todos.

La advertencia no parece influir tanto en el ímpetu de los jóvenes que toman agua con calma y salen del gimnasio con un trote pausado. Sin embargo, uno a uno salen de la fundación para hacer el recorrido de kilómetro y medio, trotando hasta la estación Palo Verde del Metro de Caracas.

 Mientras tanto Anthony se acerca a la ventana y ve cómo el más lento del grupo termina de bajar las escaleras y lo pierde de vista al cruzar la esquina, pero él se queda inmóvil por un par de segundos.

DICIEMBRE 2018

—¿Y el banquito? —pregunta Anthony Ruza.

—No trajimos banquito —responde el segundo entrenador.

Sube al cuadrilátero y se dirige a la esquina donde ya está La flecha. Anthony se apoya en su rodilla derecha y afinca el pie izquierdo para improvisar un banco donde se sienta la boxeadora evidentemente cansada.

—Relaja las piernas —dice Ruza y hace que las estire, luego la toma los brazos y los sacude con rapidez—, debes soltarte más.

Desde abajo le pasan un termo con agua y lo aprieta sobre la cabeza de la joven atleta y luego le da a ver un poco de esa agua. Ella se enjuaga la boca y la escupe.

—Deja de buscar el knockout, boxea, haz el trabajo —dice el entrenador mientras ambos se ponen de pie.

Anthony se baja del cuadrilátero, espera la señal.

¡RING!

—¡Boxea!

La flecha conecta un recto de derecha y esquiva el zurdazo que buscaba colarse en su defensa.

Da un par de saltos y gira sobre su propio eje, lanza un jab al costado derecho del boxeador que tiene al frente, obligando a su contrincante a ir a su esquina.

Desde abajo Anthony Ruza grita «¡Pégalo! ¡Pégalo!», moviendo sus manos casi tan rápido como Diana.

Ella no retrocede, lanza un par de golpes que se estrellan en la defensa del boxeador acorralado, pero que no se rinde e intenta poner distancia entre los dos con un derechazo que solo golpea al aire.

En esa fracción de segundo entrenador y alumna reconocen una oportunidad.

—¡Pégalo! —grita Anthony.

De forma automática el guante izquierdo de la boxeadora truena en el costado derecho de su oponente y este recoge los brazos dejando su rostro descubierto.

Y como si fuera realmente una flecha su mano derecha vuela hasta la quijada del contrario. Entonces levantando los brazos Anthony grita “¡Eso es todo!”. Sus cinco años de experiencia como entrenador lo hacen saber que su muchacha ganó la pelea.

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Yairis Torreglosa ve la hora, en el reloj de la pared y comienza a ordenar el comedor. Primero las dos mesas de plástico y luego algunos banquitos también de plástico, a su alrededor.

—No te fajes mucho en acomodarlos —dice Ana Duque, esposa de Jairo Ruza padre y cofundadora de la FEBJR— ellos siempre se sientan como quieren.

—Esos hoy llegan tranquilos —responde Cachita, como conocen a Yairis Torreglosa, encargada de la cocina de la fundación, concentrada aún en los banquitos—, porque cuando bajaron iban leeeeentos, Anthony los mandó cansados.

Ambas ríen. Cachita camina hacia la cocina y Ana la acompaña, pero se detiene en la sala para ver de cerca una de las fotos en la pared. Debe acercarse para poder ver entre los trofeos y medallas que están en la sala de su casa.

En esa foto están sus hijos de sangre, pero algunos trofeos los ganaron los hijos a los que un día abrió la puerta de su casa junto a su esposo para no volverla a cerrar.

Desde las escaleras se escucha el ruido de un corredor subiendo. Ana se voltea, pero no lo ve.

—Era Lugo —dice cachita quien había vuelto con dos tazas de café—. Tome que ya me va tocar ir sirviendo.

La comida está lista. Cachita sale a las escaleras para tomar un poco de aire y esperar a dos docenas de adolescentes sudorosos, hambrientos y cansados. Saluda a una señora que pasa con su nieta de la mano. Vienen de la escuela. Y recuerda cuando ella esperaba en esas mismas escaleras a que su hijo Keiberson terminara de entrenar, eso fue hace más de tres años, antes de comenzar a cocinar para la fundación y antes de que migrara del país en 2017, para luego regresar en 2019.

DICIEMBRE 2018

El rostro de Keiberson está congestionado, casi no puede respirar, más por el llanto que por los golpes. Intenta aspirar por la boca, pero se ahoga.

—Respira por la nariz, por la nariz —dice una voz masculina y amable.

Mientras dos manos amplias como de basquetbolista, sujetan la careta protectora y la arrancan de su cabeza. Luego le aflojan los guantes, dejando a la vista las vendas blancas que cubren sus nudillos infantiles.

—No tienes porqué llorar, todos hemos perdido alguna vez —le dice aún más serena la voz al niño vestido con shorts y camiseta amarilla que acaba de perder su combate.

—Anthony, no me importa la pelea —dice el niño un poco más calmado—, yo quiero a mi mamá.

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En esa época algunos de los muchachos que entrenaban con su hijo, se desmayaban durante y después de los entrenamientos, ya que pasaban el día entero sin comer. Eso le contó Keiberson, y luego, que ya no se desmayaban tanto porque después de clases les repartían un vaso de “tetero” a todos los que entrenaban. Y no fue hasta que ese tetero se convirtió en un plato de comida, que se enteró de que muchos de los chamos venían a entrenar solo para poder comer, por lo menos una vez al día.

Jóvenes que, durante los días de semana, esperaban su turno para entrenar y así poder comer algo. Y que siguieron viniendo los fines de semana para las tareas dirigidas con Ana e incluso aprender a leer. Chamos que volvieron a la escuela y liceo, para poder seguir entrenando, porque esa fue la condición de Jairo para continuar en la fundación.

Ahora, Yairis mira cómo estos hijos, que le regaló la vida, están sentados en una mesa codo con codo compartiendo, y piensa en cómo ellos han cambiado y crecido, cómo están a diario en estas escaleras pidiéndole favores a Anthony, mientras éste carga a su hija de año y medio.

Escuchando cómo él les dice que vengan más tarde que le cortará el cabello a Landaeta y revisará unos ejercicios de química con Serlianys. Hoy se ríe junto a Keiberson que trae un examen en las manos para mostrárselo a Ana y ríe aún más fuerte cuando Anthony recuerda esa pelea de diciembre de 2018, cuando se puso a llorar porque perdió y extrañaba a su mamá.

El jab contra la violencia en Petare fue el producto final del trabajo de grado realizado por Carlos Bello con tutoría de Liza López para la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela, con resultado sobresaliente mención publicación ante el jurado.

Créditos

Investigación, producción, redacción:

Carlos Bello

Fotografías y videos

Carlos Bello

Edición de video

Carlos Bello

Curaduría editorial

Liza López

Corrección de estilo

Ysabel Viloria

Diseño y montaje del sitio web

Carlos Bello