Entre las esquinas de Alcabala a Peligro existe una comarca familiar donde reina la música bajo la batuta de don Miguel Rutigliano: el luthier de La Candelaria. Allí, desde hace 40 años, funciona el taller en el que reparan instrumentos y preservan, con la armonía de una orquesta de artesanos, un oficio de los más antiguos del mundo
Crónica por Isabel Manrique/ Fotógrafías Stephanie Vita Marcelot
Un atrevido grupo de notas musicales escapa por la ventana del Taller de Luthería ARTmavie, aterrizando entre las esquinas de Alcabala a Peligro. Se proponen cautivar el oído de los transeúntes, pero todos les pasan de largo sin percatarse del tímido sonido. Lejos están de imaginar que, tras los barrotes grises del edificio Cabudare, ubicado entre ambas esquinas, existe una pequeña comarca donde reina la música, bajo la batuta de don Miguel Rutigliano: el luthier de La Candelaria.
—En Francia aprendí que los negocios de luthería no están a pie de calle, sino en el piso superior de los edificios y al final de largos pasillos.

El suyo no es solo un espacio para limpiar, ensamblar o reparar instrumentos de viento —oboes, clarinetes, cornos, flautas, trompetas, fagotes—, también es un lugar de encuentro con sus alumnos y colegas de la Orquesta Sinfónica Municipal, así como también con sus amigos músicos.
Todos son recibidos por los murales de las paredes de la antesala, que recrean una orquesta de personajes prestos a dar una serenata. Más allá, dos mesas hechas de colorido material reciclado invitan a una permanente tertulia. El ambiente tiene una vibra única.
Adentro, un leve aroma a barniz recorre las estanterías repletas de herramientas y piezas diminutas. Sobre el mesón, una flauta transversa meticulosamente desarmada espera su turno para ser reparada. En la pared cuelgan violines alemanes y cuatros larenses, todos relucientes.
—He reparado flautas y oboes tan solo con mis dos manos. Por eso, me dicen el médico de los instrumentos.

De considerable estatura y dueño de mil anécdotas, lo que revela al instante su madera como profesor. Así es Miguel Rutigliano, músico destacado en la ejecución del oboe, admirado al extremo por sus alumnos, increíble artesano especializado en la reparación de instrumentos de viento y cabeza del negocio que por cuatro décadas ha permanecido con sus puertas abiertas en La Candelaria, esa entrañable parroquia en el centro de Caracas.

—Abrí este taller en 1985, justo el año que nació mi hija Irene. Al año siguiente nació Miguel. Soy abuelo de dos nietos.
En 1969, a la edad de 7 años, comenzó a tocar el clarinete en su Barquisimeto natal, en el centro de Venezuela, porque era el instrumento que tocaba su padre, un inmigrante italiano de la región de Puglia.
Más adelante, en el año 1975, su padre le sugirió que tocara el oboe. Tras serias dudas, ya que no le convencía el sonido del instrumento, sucumbió al escuchar a Lido Guarnieri, quien era el primer oboísta de la Orquesta Sinfónica de Venezuela. Lo demás es historia.
—No había cumplido un año estudiando oboe cuando toqué el primer concierto con la Orquesta Mavare, la más antigua de Venezuela. A los tres años ya me consideraban un virtuoso porque tocaba en todos los conciertos. A los 18 años, era el primer oboe de la Orquesta Sinfónica de Lara. Muchos me decían maestro.
El verdadero giro llegó a mediados de la década de los 70, cuando el profesor de origen chileno Hernán Jerez que llegó a Venezuela huyendo de la dictadura, le enseñó a fabricar cañas y reparar oboes. Poco después, José Antonio Abreu, ilustre maestro creador del Sistemas de Orquestas de Venezuela, reconoció su talento y lo nombró director regional de la cátedra de oboe.
Así, Miguel no solo tocaba: también reparaba los innumerables instrumentos que llegaban al país donados por Estados Unidos y Europa al recién estrenado Sistema de Orquestas.
—Tuve la oportunidad de trabajar en algunas de las fábricas más prestigiosas de Francia, algunas de ellas con más de dos siglos de historia. En La Loree perfeccioné la reparación de oboes, mientras que en Buffet Crampon me especialicé en clarinetes. Le digo a mis alumnos que soy un mago reparando instrumentos, pero que en realidad el verdadero mago es el conocimiento.

El tiempo parece detenerse en el recinto. La luz de la mañana se posa sobre los cuatro ayudantes del luthier y sus dos hijos: Miguel e Irene. Los primeros, con manos enguantadas y movimientos delicados, elaboran cañas, cambian zapatillas, restauran y pulen las incontables llaves de las flautas que tienen en la mesa.
Los hijos, por su parte, se encargan de los aspectos administrativos del negocio, aunque ambos también poseen una elevada calificación en el oficio de luthier.
Esta gran familia mantiene con orgullo el legado de su mentor, y sus palabras hacia él brotan cargadas de afecto.
“Mi padre es propiamente un maestro”.
“Mi padre es muy humano y disciplinado”.
“El maestro representa para mí solidaridad, disciplina y pasión”.
“Un sueño para mí el haber terminado trabajando aquí con él”.
“Lo admiro como músico y es como un padre para todos nosotros”.
“Somos una familia”.
El haber instalado el taller de luthería en La Candelaria hace más de 40 años obedece a una llamada telefónica del maestro José Antonio Abreu, quien le indicó que ese era el lugar apropiado para montar el negocio por su cercanía al Centro Simón Bolívar, también conocido como Parque Central; complejo residencial en cuyo sótano 1 funcionaba para ese momento la sede del “núcleo San Agustín”, uno de los tantos núcleos del Sistema de Orquestas.
Ahí ensayaban y recibían clases, más de 100 jóvenes músicos matriculados. Posteriormente, en el año 2011, la sede institucional se muda a Quebrada Honda, muy cercana también al taller.
La indicación del maestro Abreu fue motivo de alegría para Miguel, quien ya residía en la zona. Con su habitual intuición, eligió el edificio Cabudare como sede del taller, en homenaje a su querido estado natal, Lara.
Todos estos factores, aunados al aprecio por sus vecinos, por la iglesia y por la actividad descomunal en la plaza, han sido motivo de regocijo en su quehacer diario.
—La Candelaria es chévere. El ambiente general es muy parecido al europeo. Muchos españoles y portugueses montaron excelentes tascas. Yo me la pasaba en Casa Farruco, donde el señor Narciso me preparaba un plato fuera de carta llamado “Embrujo de mar”. Imagínate lo delicioso que sería. Fui muchas veces allí a tomar una cerveza con mi amigo Huáscar Barradas, cuando él venía a mi taller a reparar su flauta.
Miguel Rutigliano y su equipo pertenecen a una comunidad que se apoya entre sí y se reinventa cada día sin abandonar sus tradiciones. Basta con salir del taller del luthier de La Candelaria y observar con detenimiento las líneas del antiguo tranvía, para constatar que éstas, al igual que Miguel, permanecen inalterables, como fiel testimonio de un gran pasado y una promesa de evolución a futuro.
—A los jóvenes les pido que eliminen la palabra flojera de su vocabulario. Esto es lo que destruye a la sociedad e impide su avance.

Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.
Espectacular esta historia. Te felicito !!
Viva la música, viva Venezuela, viva el maestro!
¡Qué fabulosa historia! Conocí los espacios del maestro Miguel al principios del dos mil, porque me dieron el dato de que traía cuerdas para mandolina que yo usaba (y no era facil de conseguir en tiendas).
Me alegra mucho saber que ha continuado y crecido.
Siempre he pensado que el que trabaja y crea con sus manos, tiene una conexión directa con lo más elevado. Gracias por está crónica