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Tras más de medio siglo de trabajo, Mariana Corzo se mantiene al frente de la pastelería Dulcinea, una de las más antiguas de La Candelaria, con una sonrisa y una energía tan intactas como su local, un rincón que preserva el sabor de los postres que son herencia de la migración española en la parroquia y que se ha convertido en un espacio de encuentro y tradición 

Crónica Mariana Souquett Gil/ Fotografías María Fernanda Álvarez

Sus manos envuelven con agilidad las bandejas con los pedidos de los clientes, llevan cafés del mostrador hasta las mesas y sirven los dulces con dedicación. Menuda, de rasgos finos y de cabello rubio ligeramente ondulado a la altura de los hombros, Mariana Corzo viste de colores a sus 80 años y le gusta escoger entre decenas de collares para combinarse cada día antes de abrir el que ha sido su negocio durante casi seis décadas: la pastelería Dulcinea, una de las más antiguas y emblemáticas de La Candelaria. 


Entre las neveras y los mostradores repletos de galletas, pasteles salados o sus muy requeridas tortas o postres fríos típicos de la pastelería española, Mariana siempre atiende con una sonrisa a todo aquel que llegue a su local, ayudándolo a elegir entre lo dulce y lo salado. Su labor incansable —entre las mismas paredes en las que trabajó en dupla con su esposo— la ha convertido en una de las vecinas más conocidas y queridas de la parroquia caraqueña que la acogió desde que era una joven migrante. 

—Yo conozco a todo el mundo aquí. Todo el mundo me llama Mari o señora Mari. Los clientes que tienen confianza me dicen solo Mari.  

Todas las semanas es posible encontrarla allí en su pastelería, que funciona de lunes a sábado de 7:30 de la mañana a 7:00 de la noche y que luce detenida en el tiempo entre las esquinas Alcabala y Peligro de La Candelaria. 

Su local, que conserva casi la totalidad de su mobiliario inicial —rodeado de espejos y paredes de cerámicas vinotinto, lámparas antiguas y seis mesitas— se ha vuelto una parada frecuente para vecinos y transeúntes, quienes acuden por un buen café, un rato de conversa o por el antojo de algunos de sus ricos postres.

La historia de la señora Mari está atada a la Dulcinea, el negocio que ha significado “todo” para ella y su familia y que tiene sus orígenes en una historia de amor, que comenzó con una simple frase: “Si quieres venirte conmigo para Venezuela, nos casamos y nos vamos para allá”. 

Ella tenía 18 años cuando recibió aquella propuesta de un joven de su natal Orense, en Galicia, al noroeste de España. Lo conocía poco, pero sabía que era un vecino más. Ella había pasado sus primeros años entre sembradíos, recogiendo cosechas de papa, trigo y otras hortalizas junto a sus tíos. También tejía prendas de lana y acompañaba a su mamá a ordeñar vacas lecheras. Aunque lo disfrutaba, quería salir del pueblo. Así que decidió aceptar la oferta.

—Yo no lo pensé mucho —recuerda.

José Sotelo era aquel vecino y luego novio que pronunció la frase que traería a Mariana a un nuevo país. En 1963 fue a Galicia de vacaciones y se casó con Mariana. 

Ese mismo año se establecieron en la capital venezolana. Él ya vivía en Venezuela, donde se formó como pastelero desde los 16 años en la pastelería “Mi Cielo” de Punto Fijo, estado Falcón, antes de viajar a Caracas, ciudad en la que pasó por varias pastelerías hasta hacerse un profesional. José trabajaba en la pastelería El Carmen, en Sabana Grande.

—Me vine muy joven. Yo aquí no conocía a nadie, pero mi esposo era muy bueno, muy cariñoso. Después tuve a José Manuel, mi primer hijo, y me entretenía con él. Había una vecina de Sabana Grande que era de las Islas Canarias y siempre estaba pendiente de nosotros. Y así me fui acostumbrando. 

De Sabana Grande, los Sotelo Corzo se mudaron a La Candelaria, una zona que se convirtió en refugio para muchos migrantes europeos que llegaron en la época de la posguerra, levantaron negocios y forjaron una camaradería que los hacía sentir como en casa. Allí, en 1966, a José le ofrecieron ser el encargado de un pequeño local: la pastelería “Dulcinea”, propiedad de un madrileño que quiso homenajear a una pastelería homónima del centro de Madrid. 

—Los primeros años estuvimos en la pastelería pequeñita y había tres mesitas nada más. Era muy bonito porque en esa época todos los negocios estaban abiertos hasta muy tarde. 

Dos años después, con ayuda de un crédito, Mariana y José lograron comprar la pastelería y mudarla a un local más grande, que antes era una fábrica textil. Tras remodelar, en 1968 empezaron una nueva historia como dueños de la Dulcinea, un rinconcito español que permanece intacto en la calle Guillermo José Schael, a escasos metros de la plaza La Candelaria.

 

Él era el pastelero. Ella, la encargada de atender al público. 

—Mi mamá es la que ha llevado el mando. Mi papá era más suave, pero mi mamá es la que ha puesto el orden —destaca su hijo José Manuel, encargado de la pastelería desde la muerte de su padre en 2012.

Las tortas que hacían para matrimonios, bautizos, cumpleaños o eventos, algunas “grandísimas”, que todavía venden por pedidos, y otras más pequeñas, les ayudaron a ganar fama entre vecinos y clientes que trabajaban en la zona. 

En sus mesas surgieron amores de parejas que no solo se conocieron ahí, sino que también volvieron de novios y regresaron después de casados. Sus tortas y postres empezaron a acompañar las celebraciones de muchas familias.


—Aquí venían muchas señoras españolas con niños pequeños. Aquí les hacían los cumpleaños y cuando era la primera comunión, venían y la celebraban aquí —cuenta la señora Mari.

Después de tantos años en Venezuela, no perdió su marcado acento gallego. Nunca se involucró directamente en la producción, pero sabe cómo se prepara cada cosa que hacen y venden en la pastelería: los brazos gitanos de crema pastelera o de chocolate, las milhojas, los profiteroles, los pasteles de carne (sus favoritos), las cañitas, el tocinillo del cielo, los pasteles de manzana, las ensaimadas, las tortas de guanábana, las figuritas de mazapán y los turrones de frutas que venden en Navidad —época que la vio nacer un 24 de diciembre de 1944— así como los famosos polvorones. 

—Los polvorones son de harina tostadita, almendra molida y manteca. En Navidad se venden mucho y se los llevan hasta España, México y Estados Unidos. Hay gente que va de viaje y la gente que vivía aquí en La Candelaria les piden de encargo los polvorones —dice con orgullo. 

A pesar de las faenas de la pastelería, a la señora Mari no le gusta estar encerrada. Disfruta ir a la playa: antes iba con su esposo y todavía se escapa a La Guaira una vez al mes. 

A quienes le preguntan por qué sigue trabajando, les responde que no puede quedarse “sin hacer nada”. Para ella y para su hijo José Manuel, estar en su negocio no se siente como trabajar, más que una pastelería, afirman que la Dulcinea es una especie de “club”, un lugar de encuentro en el que comparten con su personal de siempre y con los clientes, a quienes consideran amigos de toda una vida.

Y es que no hay quien entre y no salude a la señora Mari. Y no hay cliente asiduo con quien ella no intercambie anécdotas y cuentos. A todos los recuerda: “A ella la conozco de años”, “ellas son del banco y todavía vienen para acá”, “su esposo trabajaba aquí cerca”, explica cada vez que reconoce a algún visitante. Pero ella también tiene un espacio reservado en las memorias de sus clientes. 

—Tengo recuerdos muy hermosos de aquí. Yo venía cuando tenía a mis hijos pequeños. Me gusta todo, todo es delicioso. Ella siempre ha sido encantadora y le gusta atender a otros. La recuerdo siempre con su collar de perlas —expresa Elsa Cocco, clienta de la pastelería durante 45 años. Todavía regresa a pesar de haberse mudado lejos, al extremo oeste de la ciudad. 

Estricta con la limpieza y con el funcionamiento general de la pastelería, la señora Mari a veces “mete sus regaños”, en palabras de su hijo José Manuel. En ocasiones, incluso reprende y motiva a empleados y clientes. 

—Ella es una buena jefa. Yo a veces la regaño a ella y ella me regaña a mí —cuenta Johanna Ollarves, quien acumula casi 20 años de trabajo en la pastelería. 

—Una vez yo estaba sin trabajo y ella me dijo que tenía que conseguir uno, que no me podía quedar así —agrega un cliente que va a la pastelería desde pequeño y con quien la señora Mari bromea al asegurarle que creció bien “de tanto que comió” ahí.

Para él, ella y su negocio son un emblema de la parroquia La Candelaria.

La señora Mari se ve a sí misma como una persona normal: considera que no tiene “nada especial”, pero sí reconoce que es muy trabajadora. Desde que abrieron, salvo en vacaciones, ella nunca se apartó de su puesto. Al recordar sus momentos más felices, menciona los nacimientos de José Manuel y de Javier, su hijo menor, quien murió a los 45 años y le dejó dos nietos que hoy son su orgullo, Andrea y Alejandro. 

En vacaciones, siempre busca regresar a la casa familiar en la que creció en Orense. Sin embargo, no piensa devolverse a Galicia, en España: afirma que en La Candelaria se siente bien porque es su hogar, le gustan los vecinos y conoce a muchísima gente. 

 —Lo único malo es que los años se van muy rápido —dice la señora Mari tras afirmar que piensa trabajar hasta que ya no pueda más. 

Para sus clientes, en su mayoría vecinos y amigos, la pastelería es un lugar sencillo pero importante: forma parte de sus vidas y allí sienten la calidez típica del hogar. Algunos solo pasan a saludar a la señora Mari, quien con su voz gentil no duda en invitarlos a comerse “un dulcito”. 

A los nuevos clientes les pregunta si quieren “otro cafecito” y les sonríe cuando intenta convencerlos de llevarse un postre o unas galleticas más. Para muchos, ella le da vida a la pastelería Dulcinea. 

—Ella es muy alegre, muy jovial, muy colaboradora. Es espléndida. Ella es el alma de este negocio. El día en que ella no esté, este negocio no será igual —dice su hijo José Manuel—. Bajo su mirada, ella es el motor del local.

Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.