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La Candelaria que más atesora el escritor y psicólogo social Leoncio Barrios es aquella que comenzó a poblarse con migrantes recién llegados de Europa, por allá en los años cincuenta. Época de carnavales de reinas y carrozas, de esquinas con nombres tenebrosos, de modistas españolas, de tascas que estrenaban menú, de calles estrechas que dieron paso a la modernidad de una Caracas próspera. Su infancia está llena de esos recuerdos, de cuando su familia andina se instaló en aquel edificio de rejas andaluzas. 

En estos días regresó y disfrutó un café, polvorones y tocinillos del cielo en la Dulcinea, una parada obligada cada vez que él y sus hermanos regresan a La Candelaria. Por supuesto, saludó a la señora Mari Corzo, quien está al frente de esa pastelería desde hace más de 60 años y es además uno de los #RostrosDeLaCandelaria.

En esta crónica, como parte de la serie de historias de arraigo, cultura e identidad que documentamos en esta parroquia caraqueña, Leoncio viaja en sus recuerdos para contarnos cómo eran esas calles en la que hacía travesuras recogiendo caramelos en los desfiles y monedas en las bodas de la plaza para poder ir al cine. Acompañamos su relato con una fotogalería de Daniel Hernández. 

Crónica Leoncio Barrios/ Fotografías Daniel Hernández

Ellos llegaron un poco antes que mi familia. Formaban parte de un nutrido grupo de españoles. Ya no de conquistadores, sino de inmigrantes que vinieron a Venezuela a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo pasado y se asentaron en La Candelaria, en el centro de Caracas. 

España en Caracas

La Candelaria fue una de las parroquias que surgieron al crecer la Caracas colonial. Altagracia, La Pastora, San Juan, Santa Teresa, San José, fueron las primeras extensiones del centro de la ciudad que por sus nombres parece pasar por el atrio de una iglesia católica. 

La división territorial en ese entonces era sobre bases religiosas: cada zona tenía una iglesia, una casa parroquial, un párroco, unos feligreses. La ciudad se hizo de parroquias. Todas con un santo o una virgen patrona que protegían su jurisdicción. 

La Candelaria, que representa la purificación de la virgen María, es la patrona de las Islas Canarias. No en vano esa parroquia caraqueña comenzó siendo un gran sembradío cultivado y habitado por una colonia de isleños llegados a la tierra prometida. 

Los españoles que llegaron a mediados de siglo XX a Caracas, huyendo de los desmanes de la guerra y la pobreza en su país, se volvieron a concentrar en La Candelaria y en la zona se abrieron tascas con jamones colgando, tortillas de papas, chistorras picanticas, boquerones al ajillo, nutridas paellas, vinos y cerveza, mucha cerveza. En las calles, los carritos con churros y pastelerías vendían ensaimadas, rosquillas y tocinillos del cielo. Todo nos hacía sentir en la madre patria sin salir de Venezuela.

Las modistas españolas empezaron a ser más apreciadas que las abuelas, tías o mamás que cosían en casa por esos tiempos en Caracas. Los carteles en las ventanas y balcones de La Candelaria, anunciando “se corta y se cose”, “se hacen ruedos” y algo como mágico, “zurcido invisible”, eran garantía de buen trabajo y buen vestir femenino.

A pesar de la numerosa colonia española que la habitaba, La Candelaria nunca fue un gueto o zona donde residían grupos marginados por los nacionales. No, por el contrario, allí convivían tradicionales familias venezolanas que venían de otras zonas de la ciudad y  del país. Todas juntas le dieron a esa zona el carácter de patrimonio que adquirió e hicieron próspera a la parroquia.

La Candelaria que viví

En los años 50 del siglo pasado, Caracas transitaba hacia la modernidad. Los crecientes ingresos petroleros y las inversiones extranjeras mostraban una ciudad próspera y un país prometedor. La Candelaria se hizo un sitio atractivo para vivir. Mantenía aires pueblerinos en el trazado de sus estrechas calles y en el diseño de las casas a ras de acera, pero se notaba prosperidad con los pequeños edificios que se construían y los negocios que se abrían. 

Mi familia llegó a La Candelaria junto a los inmigrantes españoles, pero desde los Andes venezolanos. Vivimos en un raro edificio -que todavía está allí- en el que los pasillos, con rejas de inspiración andaluza, daban a la calle, entre las esquinas de Socorro a Calero.  Mis abuelos maternos vivieron, primero, muy cerca de nosotros, entre las esquinas de Calero y Ánimas, y después entre las de Platanal y Desamparados. Así, entre esquinas de nombres tenebrosos transcurrió mi infancia, adolescencia y juventud.

Mientras vivimos allí, La Candelaria se transformó físicamente con la construcción de las avenidas que trazaron la modernidad urbana de Caracas. La avenida Fuerzas Armadas pasó a comunicar la zona sur y norte de la ciudad y sirvió para delimitar claramente a la parroquia de sus vecinas Altagracia y San José.


La avenida Urdaneta, que llegó como prolongación de la avenida Sucre, al oeste, y que se continuó con la avenida Andrés Bello, hacia el este, se hizo centro de la parroquia.

Aunque construir la avenida Urdaneta implicó la destrucción de varias cuadras de La Candelaria tradicional, la zona pasó a ser una arteria vital de la moderna capital. La conexión de avenidas que enlazaban el oeste y el este de Caracas vino de maravilla para los desfiles de carnaval.

Fiesta en La Candelaria

En los años cincuenta, la gran fiesta popular caraqueña era el carnaval. A la dictadura de Marcos Pérez Jiménez las fiestas y el oropel le servían para ocultar la represión. El gran evento carnavalesco era el desfile de carrozas que venía de la avenida Sucre, pasaba por la Urdaneta y seguía más allá. En esas avenidas era la cosa. 

El desfile de carnaval se realizaba por las tardes. En esos días, la muchacha que trabajaba donde la abuela, apenas lavaba los platos del almuerzo, agarraba la bolsa que llevaba al mercado los sábados y se iba, corriendo, a ver el desfile de carrozas que pasaba cerca de casa. Nosotros detrás de ella, pero muy pronto se nos perdía entre la multitud para llenar con libertad su bolsa de caramelos.

Foto autor desconocido. Tomada del archivo web

“¡Aquí es, aquí es!”, gritábamos niños y adultos parados a los lados de las carrozas, bolsas en mano, y una lluvia de caramelos y jugueticos lanzados por las reinas y sus damas de honor caían sobre nuestras cabezas, haciéndonos saber que sí, que allí era la cosa. 

En uno de esos desfiles vimos a la Nena Bustamante, la joven vecina de mis abuelos en La Candelaria, convertida en reina de la parroquia. La Nena era morena, bonita, delgada, y con unas cejas como las de Frida Kahlo. Quizás por eso, su papá, lleno de orgullo, le compró el vestido de reina en una tienda de la parroquia, “México Lindo”, que vendía productos importados del país de los charros. El traje de la Nena era negro, como el de las reinas malas, pero bordado en lentejuelas que le daban brillo y color. Se veía linda la Nena, aunque llevara un vestido de chola siendo reina. 

En otro carnaval, la reina de La Candelaria fue una bonita rubia. No era vecina de nosotros y tampoco la conocí por aquellos tiempos sino muchos años después como escritora de crónicas y aún conservaba su hermosura y noble garbo. Ileana Hernández sí usó un vestido blanco como las reinas clásicas, pero no comprado por su papá sino por la junta de carnaval de la parroquia que estando en manos del partido social cristiano, decidió que la capa de la reina fuese verde y no la roja tradicional.  

Las bodas llevaban al cine

Otro evento que disfrutamos en La Candelaria de aquel entonces era la salida de los cortejos nupciales de la iglesia parroquial los sábados y domingos. Si la boda era por la tarde o noche, el público era de señoras acompañadas de sus hijas para entusiasmarlas con su futuro, pero cuando la ceremonia era matutina, el público éramos los muchachos.  

Lo usual era que los novios y su cortejo avanzaran hacia la plaza y entre los vítores de “¡vivan los novios!”, lanzaran al grupo arroz y monedas. Las monedas, lo más esperado por nosotros en aquel evento, eran “medios”, 25 céntimos de bolívar, de legítima plata. Si agarrabas ocho medios, podías pagar la entrada para ver una película de vaqueros o de Tarzán en el cine “Apolo”, al lado sur de la plaza.

Así luce hoy día lo que solía ser el cine Imperial

Pero si agarrabas 16 medios, podías ir al cine de al lado, el “Imperial”, donde pasaban películas recién llegadas de Hollywood, con efectos visuales y sonido estereofónico que hacían sentir que el mundo era fantástico, no tan rudo y salvaje como el que veíamos en el Apolo.


Comenzó la sampablera

El 1 de enero de 1958 estábamos en casa de los abuelos y el sonido de los triquitraques y saltapericos (rollos de pólvora) de la noche de fin de año fue sustituido por el ensordecedor ruido de aviones de guerra que cruzaban el cielo de Caracas en un golpe de Estado a la dictadura. 

Mamá y papá habían salido a ver a un tío que estaba en algo raro y que nunca nos dijeron qué. No se podía decir. La abuela nos dijo que no nos asustáramos, que eso ya iba a pasar, pero no pasó sino hasta 23 días después cuando el dictador huyó a refugiarse al regazo de Franco, su homólogo, en España. 

En las calles de Caracas y en las montañas del país fue creciendo la tensión política. La guerrilla urbana y la que estaba en las montañas entraron en acción. Mi familia comenzó a ser perseguida. Tuvimos que mudarnos a otra zona de Caracas, pero seguimos cerca de La Candelaria, en San Bernardino.

La Candelaria, siempre

A La Candelaria volví muchas noches de farra. Dos cervezas en una tasca, dos más en otra, las del “estribo” más allá y así. Inclusive, cuando salíamos de clases del liceo nocturno, “Rafael Urdaneta”, entre las esquinas de Manduca y Ferrenquín, íbamos en grupo por unas cervecitas.

En el liceo me dediqué más de lleno a la política presidiendo el Centro de Estudiantes. Algunos de mis compañeros fueron apresados, otros se fueron a la montaña y a dos los mataron cuando manifestaban o en la cárcel. Esa tristeza, junto a otras, también asociadas a La Candelaria me han quedado por siempre.

En La Candelaria, cada vez más edificios fueron sustituyendo a las viejas casas. Las estrechas calles se hicieron más estrechas ante el aumento del tráfico. 

Muchas familias españolas se mudaron a otras zonas de Caracas, pero otras seguían donde las tascas y restaurantes persistían.

El día que me gradúe de bachiller fui con papá a cenar a la tasca El Quijote, en la esquina de La Cruz, frente de la plaza. Fuimos solos, la familia ya no estaba. 

Hace unos días, de visita en la pastelería Dulcinea para degustar café, polvorones y tocinillo del cielo y saludar a la señora Mari, otro de los Rostros de La Candelaria

A La Candelaria he vuelto, y allí, en un bar que fue una tasca, oí a unos mariachis cantar: … nos dejamos hace tiempo/ … le hago caso al corazón / y me muero por volver/ y volver, volver, volver a tus brazos nuevamente.



Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.