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Al preguntar cuál es el personaje más popular de La Candelaria, la respuesta suele ser inmediata: el señor del hula hula. Comenzó a hacer piruetas con el aro hace dos décadas y todavía, a sus 91 años, se mantiene activo en la misma isla de la avenida Urdaneta maniobrando trucos con sus piernas y brazos para buscar sustento y bregar con la soledad

Crónica Wanda López Agostini/ Fotografías Abraham Correa

El sol comienza a ocultarse, el sonido de las cornetas se acrecienta, el hula hula aparece en escena. Una, dos, tres vueltas: en las caderas, los brazos, la cabeza. Casi dos décadas girando en conjunto, siendo uno, sobreviviendo al bullicio, ocupando el mismo espacio de la ciudad, siendo emblema de La Candelaria… siendo “el señor del hula hula”. 

Pero antes de ser un ícono de la memoria viva de Caracas, José Bestilleiro Calviño pasó por distintos oficios, como ser gasolinero.

Se dedicó a esta actividad por muchos años, hasta que su esposa murió y vio en el hula una posibilidad de transitar el duelo, pero también una oportunidad de hacer algo divertido, de manera autodidacta y que le pudiese generar un ingreso para sostenerse. 


—Me dio miedo —recuerda. —Fue algo que pasó rápido. Nos acostamos a dormir y cuando nos despertamos, mi esposa no respiraba. Había muerto. Eso me dio miedo, porque estaba sin moverse, justo a mi lado. 

Aunque no precisa cuándo comenzó a perder la capacidad auditiva, sabe que su sentido del oído ha menguado con los años. Por eso, el sonido generado por los vehículos, los transeúntes y los comerciantes que hacen vida en La Candelaria no le molestan, porque el caos de la ciudad para él se ha convertido apenas en un murmullo.



La complejidad de la comunicación

El “señor del hula hula”, como los caraqueños lo conocen, recientemente cumplió 91 años. Nació en 1934, tal como revela su cédula que lo identifica como Extranjero. 

A Venezuela migró con 25 años desde las Islas Canarias, Tenerife, España, su país natal. 

Recuerda que llegó en un barco, motivado por mejores condiciones de vida, y más nunca regresó.

Aunque por mucho tiempo quiso volver a su lugar de origen, estrechar abrazos con su familia, no le fue posible. Ahora, ese no es uno de sus anhelos. 

Mientras espera sentado en las escaleras de un establecimiento de origen asiático, el lugar en el que acostumbra a estar cuando no juega al hula, intenta responder algunas preguntas, pero las dudas quedan en el aire. 


José aprovecha para indagar si su interlocutor conoce a algún especialista que lo ayude con un aparato para los oídos que le permita escuchar. 

—No, no conozco a un otorrino —recibe como respuesta. 

La comunicación se corta, porque tampoco alcanza a leer lo que le escribieron en el teléfono, la letra es muy pequeña. La presbicia lleva mucho rato en su vida y la vista también le falla. 

Hay una promesa de por medio: regresar con un mejor método de comunicación y hacer posible esa entrevista tan importante, que permitirá conocer un poco más de ese hombre que se ha convertido en ícono de La Candelaria. 

Indagar dentro de lo posible

Con pizarra en mano, caligrafía en gran tamaño, la conversación comienza a fluir. José lee las interrogantes y las va respondiendo a su ritmo. En medio del caos sonoro y sin abandonar su estado vital: ser “el señor del hula hula”. 

Su vida se desarrolla en unos 700 metros de La Candelaria, específicamente entre ese semáforo de la avenida Urdaneta y su residencia, en la que vive solo. Sin televisor, sin radio, sin lavadora, sin cocina. Sin otra humanidad que no sea la suya.

—Llevo más de 10 años sin teléfono. Lo dejé de utilizar porque no le escribía a nadie ni nadie me escribía a mí. No tengo amigos, yo vivo solo. Me la paso de aquí a la casa y de la casa hasta aquí. 

La soledad comenzó justo cuando su esposa murió. Con ella, se fue su interacción fluida con el exterior y su mundo comenzó a reducirse a la convivencia consigo mismo. Siempre amable con su entorno, pero limitándose a desarrollar relaciones más profundas. 

 

—Cuando murió mi esposa me sentí muy triste. Muy triste y solo en el mundo. Tengo una hija, vive cerca junto con mi nieto. Ella me visita, tiene llaves de la casa y yo de la suya. Pero no sé por qué no quieren que vivamos todos juntos.

José destaca que su primogénita lo visita con frecuencia, también lo acompaña al médico e incluso se encarga de lavar su ropa. Pero tienen varios años sin convivir dentro de la misma casa, desde que ella formó su propia familia.

El alcance de lo genuino

Cada noche, se acuesta sobre las 9:00 de la noche, luego se levanta a las 7:00 de la mañana. Desayuna, espera que baje el sol y se va a la avenida a buscar el sustento diario. Regresa a la 1:00 de la tarde, come algo y a las 4:00 retorna a su lugar de trabajo. A las 7:00 de la noche vuelve a casa, cena y duerme.

Eso, todo los días. Como un hula hula interminable, girando siempre en el mismo eje. 

—Al día logro reunir entre 30 o 70 bolívares. Me alcanza porque me voy administrando y voy gastando lo que necesite. No malgasto el dinero. Me alcanza para alimentarme. Como de todo, me gusta de todo. No tengo comida favorita, porque todo me gusta. 

A sus 91 años y pese a la intermitencia de cuidados médicos, el “señor del hula hula” se mantiene con energía y destreza. Es capaz de subirse en el muro en el que pasa gran parte de su tiempo, hacer maniobras con su cabeza y también con sus piernas. 

Incluso, uno de sus trucos es lanzar el aro hacia la avenida, mientras el semáforo está en rojo y esperar a que se devuelva. Parece un acto de magia, pero sin duda es un ejemplo de la ley de gravedad. 

—Sí, han ocurrido accidentes. Me he caído, pero de esa misma manera me levanto solo. La gente no suele ayudarme, yo me pongo de pie y sigo jugando. No tengo amigos por aquí, no hablo con nadie. 

Su destreza le ha permitido compartir su historia en distintos medios de comunicación: prensa, radio, televisión, Internet. José no solo es famoso, sino que lo disfruta. Para él, es muy agradable que lo conozcan “en todo el mundo”. Además, le gusta que le tomen fotos, que lo entrevisten.

—No dejes de grabar —pide en repetidas oportunidades. 

—Hace dos o tres años leí una entrevista que le hicieron y tenía unos 87 años. Ese día supe que era migrante, de origen español. ¡Es impresionante! —comparte Leonardo Orellana, caraqueño residente en Argentina, que lo recuerda con cariño. 

Sin problema, el señor José Bestilleiro responde todo lo que las personas preguntan. Destaca que una de sus partes favoritas de su ubicación en La Candelaria es que en cada semáforo hay cámaras que lo apuntan y que lo filman durante todo el día. Videos que retratan su cotidianidad, su ingenio y su supervivencia. 

Un personaje inolvidable

—Él siempre está allí. Pasa la tarde haciendo las actividades con el hula hula. Viene, sobre todo, cuando no está el sol. Es parte de La Candelaria, porque se mantiene todos los días en el mismo lugar —comenta un vendedor de la zona, que se ha convertido en un espectador constante del itinerario del “señor del hula hula”. 

Para Yulmery Altuve, vecina de esta parroquia, el señor José es una persona que a su edad se ve muy feliz y tranquila, disfrutando de lo que hace. 

—Para mí, es como el abuelito del hula hula. Una persona cuchi que trabaja con lo que tiene —dice. 

Desde que llegó a Venezuela, el señor José se alojó en La Candelaria. Comenzó a construir su vida en esta parroquia ubicada en el centro de la Gran Caracas. Hoy, él no solo es un habitante más de estos 1.23 kilómetros cuadrados de extensión, sino que se ha convertido en un símbolo de esta comunidad, que lo recuerda, lo conoce y disfruta de su arte. Aunque no siempre lo noten.

—De La Candelaria me gusta el ambiente, la vida aquí. Siempre he vivido aquí desde que llegué. Me gusta Venezuela porque es un país que está en el poder democrático. Todo el mundo puede poner lo suyo y vivir como la gente quiera. Pero no me gusta cuando las cosas andan mal, cuando unos están contra otros. 

En su estancia solitaria pero firme, entre piruetas y giros, no solo sostiene el hula hula. También lleva consigo un pedazo de la ciudad, una historia que enfrenta el olvido y que entre cada vuelta, demuestra que incluso en medio de la rutina más silenciosa puede existir la memoria de lo extraordinario. 

Porque mientras él siga girando, Caracas también se mantiene viva. 

Esta crónica forma parte de la serie #RostrosDeLaCandelaria , una coproducción entre Historias que laten y CAF -banco de desarrollo de América Latina y el Caribe- en alianza con la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, Guetto Photo, Los Templos Paganos y Fundapatrimonio.