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“Tuve que comprarme una planta automática (el motor detecta la falta de corriente y se enciende solo) porque no sabemos cuándo falla la luz y si cierro cada vez que hay apagones, quiebro”. La respuesta casi va en grito aunque ella no lo nota.

Las clientas no se escuchan pero siguen hablando. Compiten con el rumor de seis secadores encendidos a la vez, mil doscientos vatios cada uno. Y la planta eléctrica, su ruido profundo y taladrante. La banda sonora de una carpintería con todas las sierras en acción.

Ada se restriega los ojos cansados por el vapor reinante y sigue desentrañando las largas cabelleras parceladas por ganchos.

Los mechones impecablemente lisos salen rápido hacia la calle para evitar que se transfiguren en el sopor de los noventa y ocho metros cuadrados que albergan a siete peluqueras, dos asistentes, tres manicuristas y sus respectivas clientas, que sudan con elegancia ante la falta del aire acondicionado, sacrificado para que los diez mil vatios de energía no sucumban por tanta exigencia.

Así ha trabajado desde hace cuatro meses. Literalmente, con el sudor de su frente. Su peluquería está ubicada en la planta baja de un edificio en la urbanización Paseo La Feria, muy cerca del centro de la ciudad. Al lado de su negocio, una venta de bicicletas y equipos deportivos trabaja medio día para no depender de la energía eléctrica que el dueño decidió no costear.

En esa misma cuadra donde Ada y su equipo ofrecen belleza, también una panadería, una heladería y dos restaurantes ponen a andar el fluido eléctrico que motoriza los ingresos y el salario.

Cada local requiere un mínimo de tres mil quinientos vatios para seguir operativos. Pero en casos como la panadería y los restaurantes, las exigencias llegan a los dieciséis vatios de energía con plantas que utilizan gasolina, gasoil y las más costosas, que traen su propio tanque de propano, que se recarga en los mismos sitios donde se venden.

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Los vendedores de plantas eléctricas no sabían que su agosto iba a ser tan largo. Entre octubre y diciembre de 2009, las plantas se hicieron artículo de primera necesidad que se comerciaban en ferreterías, empresas de productos agroindustriales y por supuesto, vendedores informales que hacían de la parte trasera de sus camionetas pick up unos tarantines.

Los merideños tenían su motorcito bajo el brazo para pasar las navidades. Con enero y el reconocimiento nacional de la crisis que había llegado a Caracas en diferido, la situación se fue regularizando. También ayudó que finalmente la ciudad contara con un cronograma que desde principios de marzo marca horarios y zonas establecidas para la interrupción del servicio.

Mario Albornoz vendía de manera informal, en pleno boom (octubre y noviembre 2009), dos o tres plantas diarias, pero el negocio bajó porque la mayoría de la gente “o ya tiene una o se acostumbraron a la oscuridad”. Evasivo al hablar de ganancias resuelve la cuenta con unidades vendidas y no por efectivo embolsillado.

Para ese entonces, la proporción de costos era de mil bolívares fuertes por cada vatio de capacidad. Sencilla ecuación que Pedro González pondría en la pizarra: “Si Mario vende en un día dos plantas de mil vatios, ¿en cuánto tiempo recuperó su inversión inicial de veinte millones de bolívares de los antiguos?”. Respuesta: en diez días. La caja registradora de Mario siguió sonando chin-chin por tres meses más.

Desde el mostrador de la ferretería donde trabaja, Ángel Pernía ya tiene afilado el ojo para los clientes que buscan la medida de energía de acuerdo a sus necesidades. “Les pregunto cuántas personas viven en la casa, qué hacen o qué tipo de negocio tiene para saber de cuánto es la planta que le sirve”.