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Petare, la parroquia que una vez estuvo de cara al río, hoy se planta de espaldas al terror y a la violencia. Ese nido de contrastes cotidianos se aferra a la vida porque quiere ir de frente hacia lo bueno y bañado de mil colores. El gris plomo de las balas que por momentos opaca este conglomerado de barrios no combina con los petareños ni con sus ansiosas ganas de avanzar.

Fotos Stephanie Vita Marcelot   @vitamarcelot

“El barrio más peligroso de Caracas”, “karakistán”, “la favela”, “barrio de Pakistan”, “el point”, “el más violento”, “una zona de guerra”… Estos son solo algunos de los apelativos con los que los caraqueños, los venezolanos y extranjeros han bautizado a Petare, una parroquia caraqueña que es más que un gran sector popular lleno de callejones estrechos, casas montadas unas sobre otras. Es más que avenidas abarrotadas de vendedores y escaleras oscuras en las que solo hace falta encender la luz para mirar que dentro, en el corazón del monstruo, afloran imágenes distintas al miedo y a la sangre.

Solo hay que caminar un poco, recorrer sus calles y conocer a sus vecinos, esos que se conocen entre sí, se ayudan y no se dejan amilanar por el mal. 

Los 40 kilómetros cuadrados de toda la parroquia encierran un promedio de 2.000 barrios que pintan de luces los cerros cada noche y componen gran parte de la fachada caraqueña. Por allí, por esas empinadas cuestas conectadas desde la redoma de Petare suben como hormigas todos sus habitantes que para 2011 superaban los 550.000, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística.

Cada uno de esos barrios tiene sus particularidades. Hay niños, adultos, ancianos. Gente que hace cosas que todos celebran y otros que hacen cosas que los demás reprochan. Todos viven juntos y todos se conocen. 

Conocer al Petare bonito es sencillo. Solo basta subir alguna de las callejuelas que bordean la plaza del Cristo para entrar en la particular dimensión petareña. Pero hay que cambiar el paso. El andar firme y constante en el asfalto debe volverse lento para recorrer el camino de piedras del que está hecho el suelo en el casco colonial. 

En los costados, escaleras abajo, lomas arriba, convive la misma gente que grita, que camina aglomerada, que hace cola, que compra y que vende en la redoma. Los mercados populares, las ventas de detergente a granel, los pastelitos y las papas rellenas dan la bienvenida a las principales zonas de Petare: Barrio Unión, Maca, José Félix Ribas, La Línea, Fechas Patrias, Julián Blanco, La Bombilla, Carpintero, El Carmen y El Nazareno.

Allí se encuentran casas como las de Viviana, en La Agricultura, donde viven 14 personas entre niños y adultos que salen todas las mañanas a cambiar productos con sus vecinos para conseguir la comida de cada día. Cerca están las monjas que mantienen un comedor donde más de 70 niños y madres lactantes sin recursos reciben comida caliente y oración.

También se puede ver a Magalis, en La Bombilla, que incluso el día en que su casa fue allanada por las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), reorganizó todo, se metió en la cocina y preparó el almuerzo para los 55 pequeños que están censados en su comedor de Alimenta la Solidaridad Petare, un programa de alimentación a niños de escasos recursos.

La única calma posible dentro de este conglomerado parece poseerlos a todos apenas ponen un pie sobre una de esas cuadrículas de cemento que hacen parecer al casco colonial un portal en el tiempo.

A paso lento se llega a la iglesia del Dulce Corazón de Jesús, nombre también del patrón de la parroquia. Muchos al parar en esta zona y sentarse en uno de los bancos de la plaza creen que se trata del tesoro más importante de Petare: un templo rodeado por grandes casas coloniales que son sede de fundaciones que trabajan por el rescate de la cultura petareña y de toda la ciudad de Caracas.

Al observar o hablar con alguno de los ancianos encargados de barrer las calles del casco, sentado en las escaleras de la iglesia de ese Petare de antaño o en algún banco escondido entre árboles, es posible notar que en esos ojos iluminados, tal vez por la esperanza que da la fe o por la claridad de las cataratas, reside el verdadero brillo petareño. 

En Petare es posible toparse con gente como Miriam, en San Isidro, que procura una guardería para cuidar a los bebés mientras sus madres salen a trabajar; o Elza, en el 19 de Abril, que instaló un espacio de clases particulares en la terraza de su casa en el barrio para nivelar a algunos niños y dar clases a otros que no están en la escuela.

En la Zona 1 de José Félix Ribas está Valentina, una enfermera que no ve reparo en atender a los abuelos de la comunidad, tomarles la tensión a cualquier hora, hacerles curas y darles hasta sus propias pastillas para sanar sus males.

Porque en Petare convergen realidades tan complejas que incluso hay quienes le agradecen a algún delincuente haberle defendido de un marido maltratador o haber resuelto un problema vecinal solo conversando.

En este barrio todos pueden mirarse a los ojos de tú a tú. Todos han visto de cerca o vivido en carne propia el horror de que la violencia les haya arrebatado a alguien. Todos tienen carencias y todos le han tendido la mano al vecino alguna vez.

Justo así son los residentes de “la invasión”, un terreno en Las Vegas de Petare donde siempre hay carencias y enfermedad pero sobra el agua, esa misma que dan con alegría a los vecinos de Leoncio Martínez cuando escasea en todo el barrio.

Eso es Petare, un nido de contrastes donde la calma de su centro histórico desencaja con el bullicio de su zona comercial. Donde en la cima de un cerro es posible encontrar un caserón de tres pisos con paredes de cerámica o granito al lado de un ranchito levantado con láminas de zinc y arcilla. Donde el médico que pasó el día corriendo en un hospital para salvar vidas se encuentra en la noche con el chamo que recorrió toda la ciudad sobre una moto y beben unas cervezas juntos.

El camino de piedras del casco desciende hasta “La Bodega”, una casa desde cuyo ventanal se puede comprar los famosos “golfiados de Petare”, y conocer al señor Fran Suárez, un hombre sonriente y de hablar lento que usa la misma receta que sus antecesores hace más de 70 años para lograr ese gusto que solo en ese sitio es posible hallar y que él mantiene para que nadie olvide el sabor de Petare.

Cada casa con fachada colonial y balcón expuesto entre callejones de escalinatas esconde dentro a petareños que golpean sus paredes entre sí para avisar que algo está mal, que se pelean cuando los muchachos ensucian el frente, pero que se mandan un poquito de cada plato que preparan para compartir o se echan una mano cada vez que pueden.

Como la señora Cruz, que cose uniformes, vestidos de novia, trajes de graduación y prendas de vestir a los precios más económicos que le es posible para que todos los que la eligen tengan algo hermoso que usar y atesoren un bonito recuerdo.

Una a una, las esquinas del casco histórico desnudan a la parroquia y la dejan ver tal cual es. Las piedras del Callejón Z, el Museo de Arte Popular, El Calvario, La Tiendita, el teatro César Rengifo y la tienda naturista traen a ese Petare que aún y con cifras que dan cuenta de que 120 personas por cada 100.000 habitantes mueren asesinadas en la zona (según datos de 2018 del Observatorio Venezolano de Violencia), todavía se mantienen como un estandarte las tradiciones y costumbres que no se dejan ir.

Esos pequeños guiños a la vida que fue y que sigue siendo definen al verdadero Petare, a esa favela inmensa a la que muchos solo conocen por las atrocidades que contiene en sus entrañas.

Los colores estridentes al final de las calles del casco dan la bienvenida de regreso al Petare de los que no se detienen. El Gran Muro sostiene toda esta estampa de hacienda cafetalera que fue convertida en pueblo en 1621 y abre paso a la actualidad en la que convergen los vendedores ambulantes, los pacientes ciudadanos que esperan en interminables filas por un jeep para subir a los cerros, los amigos de lo ajeno que buscan alguna presa fácil y los que prefieren caminar por la redoma que pensar en el pan que falta sobre sus mesas.

Por eso cuando alguien llega a los ranchos de Petare siempre le ofrecen algo, al menos agua. Por eso en las casas de Petare “Dios siempre provee”, porque la gente honesta abunda tanto como los problemas.

Esos problemas llegan vestidos de policías o de ladrones. Inundan el barrio de plomo y estruendo. De desesperación y zozobra, de tensión y sangre. Pero aún en días oscuros los petareños igual avanzan, salen a las calles con sus cestas plásticas para vender lo que puedan, llegan tarde del trabajo y corren por las aceras mirando a todos lados y esperando que sus santos los cuiden.

Petare sigue adelante, aunque el miedo intente paralizarlo. 

Si quieres conocer más sobre la vida en Petare, otro costado de su realidad cotidiana, lee El limbo de una familia rota, la historia de los niños dejados atrás en el barrio José Félix Ribas. El retrato de una de esas tantas familias fracturadas: mamá y papá se fueron indocumentados a Bogotá, Colombia y sus cuatro hijos pequeños quedaron —también sin papeles— con los abuelos en un barrio de Caracas. Del especial #HijosMigrantes.

También te invitamos a conocer estas dos historias inspiradoras de petareños: El rap que transformó a K-dosiz, la historia de un adolescente que encontró en la música una válvula de escape, del especial Champos Pa´lante, y el perfil de la activista social Katiuska Camargo «Sigo resistiendo y apostando al cambio»