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El cuarto alguna vez fue blanco. Es un cuadrado casi perfecto, tres por tres. La puerta es de metal, negra y maciza, como si se quisiera esconder algo valioso. La ventana, alargada y estrecha, con barrotes. Entra poca luz. El moblaje es mínimo, solo una camilla oscura con apoyabrazos y cinturones que permite suponer que aquí hubo muertos.

Las únicas tres condenas a muerte por inyección letal que se han ejecutado en América Latina se consumaron en esta salita de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón, en Guatemala. Un tal Manuel Martínez fue el primero, el diez de febrero de 1998. Además de autoridades, periodistas y un pastor evangélico, su agonía la vieron a través de un cristal renegrido la esposa —con quien había contraído matrimonio unas horas antes— y los tres hijos de la pareja. Una familia completa reunida en el Módulo de la Muerte para ver morir al padre condenado por un séptuplo homicidio.

Más de una década después, otra familia se reúne en el mismo lugar. La forman un pandillero llamado Neck —el rostro tatuado, treinta y seis años de condena—, la esposa, la hija, y Jonathan, el hijo que quiere ser como su papá. Como Pavón permite a las visitas quedarse el fin de semana, raro es el sábado en el que no duermen los cuatro sobre el mismo colchón en un cuarto contiguo al de la camilla.

Pero hoy es miércoles y Jonathan no ha venido. A esta hora, un cuarto para la una, debe de estar preparándose para ir a clases. Estudia quinto grado. Acaba de cumplir trece años y ya le sombrea el bigotillo. Es un muchacho despierto, de mirada fija y locuaz, con una voz que le ha desarrollado más que el cuerpo. Su profesora dice que es muy bueno dibujando.

—Y vos que sos del Barrio —pregunto a Neck—, ¿no te llegaría que Jonathan también lo fuera?

—Preguntáselo a ella —señala con la mirada a su esposa—, a ver qué te dice.

—Es un problema que tenemos, porque a Jonathan le llama mucho la atención ser 18, igual que su papá. Incluso se pinta en las piernas el uno y el ocho.

Jonathan no tiene tatuajes.

***

Su ficha en la Dirección General del Sistema Penitenciario asegura que nació un día trece, en septiembre de 1979. Pero Neck no siempre fue Neck. Durante trece años se llamó Luis Efraín Sagastume López, sin más, el menor de tres hermanos, hijo de una alcohólica llamada Blanca Inés y de un padre de cuyo nombre no quiere acordarse.

Neck nació sin tatuajes.

Su primera casa —hogar es demasiado cálido— estaba en Guamilito, un céntrico barrio de San Pedro Sula, Honduras. Después de saber de lo que ha sido capaz, cuesta imaginarse a Neck con camisita celeste y pantaloncitos gris plomo, su uniforme en la escuela José Trinidad Cabañas. Cuesta imaginarlo como un niño que sumó y restó, rió, traveseó, beisboleó, soñó. Todo eso duró demasiado poco. En 1992 su madre murió. Su padre se alcoholizó aún más. Lo corrieron de casa. Y se tiró a la calle. Ya solo podía prosperar.

Luis Efraín cayó en la colonia Francisco Morazán, la Mora. Allí estaba bien parada la pandilla Barrio 18, y no había cumplido los catorce cuando ya caminaba con ellos. Con los meses, afloró la fidelidad hacia los dos números, lo golpearon durante dieciocho segundos y lo rebautizaron: Neck.

La nueva vida ofrecía ventajas. Se movía dinero y el dinero movía todo lo demás: la comida, el alcohol, las prostitutas, la marihuana, el techo. Y había hermandad. Una vez cayó preso y un par de homeboys (compañeros de la pandilla) lo rescataron. Lo hicieron cuando lo trasladaban a pie hacia unos tribunales. Llegaron, cuadraron a los agentes y los amarraron con sus mismas esposas. Ni siquiera hubo que asesinarlos.