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Es viernes por la tarde, y en el segundo piso de la casa, frente al congelador horizontal, se encuentra parado un hombre, quien con pasmosa solemnidad empuña un cuchillo  para quitar, como quien desprende los pétalos de una flor, las primeras capas de las cebollas. Las coloca en un plato, al lado de los ajíes rojísimos y brillantes, que serán empleados en un sofrito. Colgada en la pared, como fiel testigo de esos secretos culinarios, permanece una imagen en yeso de un Sagrado Corazón de Jesús.

—Él me ve mientras trabajo –alcanza a decir el hombre, mientras esgrime la amplia sonrisa que lo caracteriza.

Sobre un muro reposan grandes envases de colores y en la pared cuelgan utensilios de madera, cobre, pailas, cucharones. También decoran el lugar un mesón de cemento, varias bombonas de gas, una estructura metálica con dos hornillas y una máquina de moler maíz que el tiempo no vence: ha sido intervenida varias veces y funciona con motor. Durante décadas, la familia Coronado Blanco ha molido maíz para hacer masa de hallacas en una casa situada en la calle 2 de Mayo del casco central de El Hatillo. Es la calle del gusto, del sabor. Justo en esa misma vivienda nació hace cincuenta años el hombre que ha hecho de la cocina no solo tradición, sino también pasión y experimento: José Ignacio Coronado Blanco.

***

El primero de junio de 1965 Socorro Blanco de Coronado trajo al mundo a su quinto vástago. Al igual que al resto de sus hijos varones, lo llamaría José por primer nombre y el segundo por el que lo conoce todo el mundo, Ignacio, “Nacho”, como lo llamaba su fallecido padre, don Felipe Coronado.

—Yo era muy hiperquinético y una vecina me decía que yo tenía mal de San Vito. Por eso es que mi mamá me tenía ocupado, haciendo mandados. No me puedo quedar quieto o parado en una esquina, tengo que estar haciendo algo –dice mientras mueve las manos ágilmente como quien dirige una orquesta.

Ignacio es alto, trigueño, de cejas pobladas. Las entradas de sus sienes están canosas, líneas sutiles le surcan la frente. Al lado izquierdo de la cara, una cicatriz como recuerdo de travesuras en la infancia, como cuando a los diez años un caballo le dio una patada y terminó en el suelo con la mandíbula fracturada. Dos puntos focales iluminan su rostro: la amplia sonrisa y el brillo en los ojos. Cuando habla de su madre Socorro, fallecida hace diez años, calla, suspira.

A Riguey Sira, su pareja sentimental desde hace cinco años, la conoció trabajando en el Club de La Lagunita; él tenía una venta de comida y ella trabajaba en eventos. Un día ella notó que el hombre a quien siempre veía sonriente había cambiado: él tiene la mirada triste, le pasa algo, y en efecto, Ignacio se había separado de la madre de su hija y el negocio no le deba ganancias. Riguey lo animó a seguir adelante. Sus vidas dieron entonces un giro.

Desde ese momento, mientras él cocina, ella le habla, lo observa y lo que más le gusta es promover su trabajo culinario.

Ahora, Ignacio se levanta, escucha el crepitar de las ollas, camina, se lava las manos y todo cuanto utiliza, y junto a él, permanece ella, observando cómo dispone la harina de maíz precocida en una ponchera amarilla y le agrega aceite onotado. Las presas de pollo puestas al fuego comienzan a hervir aliñadas con el “cubito natural” como él llama al célery, ajoporro y cebollín, además de los cuadritos de cebolla y ají. Los olores comienzan a mezclarse mientras aparta en un caldero la piel del pollo.

—Es para sacar la manteca –explica Ignacio–. Eso es lo que le da consistencia a la masa para los tamales y las hallacas.

Pone a hervir agua para su café, las ollas humean. Destapa una cazuela que deja salir un aroma a guiso salpicado con unas notas dulces.

—Es la canela, para quitar el ácido –sigue explicando.

Un aroma domina sobre los anteriores; es una pasta de tomate que preparó la noche anterior.

Luego corta por el cogollo las hojas de maíz que estuvieron en agua caliente, las toma con sutileza y repite el deshojar, como quien desprende pétalos de rosa. Se seca las manos y se sienta en un banco en la mesita, junto a Riguey, por instantes, no hacen falta las palabras, ambos se observan y sonríen, también se abrazan.

Ignacio, el hombre de la cocina, supo de un alemán que en los fogones no se pregunta, solo se mira, y así estuvo 23 años, en su época de repartidor de cigarros, viendo las cocinas de tantos restaurantes de Caracas.

***

—Mi espacio natural es la cocina –declara.

Y sí, es su ambiente, lo más suyo en esta casa. La cocina de Ignacio no es molecular, como esa que se puso de moda en Europa de la mano de Ferran Adriá. La comida de Ignacio es casera, una herencia familiar. Creció viendo fogones, oliendo guisos, pilando, ayudando a la mamá a cocinar desde los catorce años, así como sus otros nueve hermanos. En esa familia, la tradición culinaria sabe a maíz, a arepa, hallaca, tequiche, a cachapas, tamales y hallaquitas. Un plato que recuerda de su infancia es el chepe:

—Le dicen cachapa de maíz blanco duro porque se hace con maíz cariaco –explica mientras recuerda que éste era el plato que les preparaba su mamá como merienda con una taza de guarapo–. No hay cosa más divina que lo que se hace con maíz, eso se lo debemos nosotros a los indios. El maíz alimenta a muchos.

Por eso será que su comida favorita es una arepa, que no deja por nada del mundo, y si es acompañada con caraotas, mejor.

—Las recetas no me gustan, yo invento –decreta.

Lo cierto es que en esa cocina no se pierde nada. Ignacio hace capachas de chayota, auyama o el vegetal que encuentre. En una oportunidad preparó un dulce de concha de patilla con queso crema; en otra marinó por dos días con vino tinto un pavo que rellenó con pollo y cerdo. Siempre recuerda la anécdota de aquel niño que no comía sopa, pero cuando probó la suya, se comió tres platos.

—A mí me hizo una arepa de remolacha, que, guao, estaba espectacular –cuenta Riguey.

—Yo mayormente lo que hago es comida casera, comida criolla –añade Ignacio–. A mis clientes les gustan las arepas de chicharrón de pollo. Yo hago los domingos arepas para La Muralla (un supermercado cercano), con chicharronada, hígado de pollo o res, chorizo.

Ignacio sabe que cocinar no es para todo el mundo: está claro que es un arte. Lo que más aprecia es que la gente se sienta satisfecha con lo que prepara. Para él, todo se resume en esta frase dicha por su hija de 16 años, María Fernanda:

—Papi, esto está rico… Mmmmm. Que se repita.

***

A Ignacio le gusta saludar, incluso, desde ese espacio que es la cocina y laboratorio hay un ventanal que mira de frente a El Calvario, desde allí este cocinero se asoma por la ventana, y saluda a todo el que conoce.

Si va al Café de Hannsi, local donde vende sus tortas de jojoto y las de cambur, pregunta: “¿Quieren probar la de jojoto?” Entonces él mismo la sirve y lleva a la mesa, además de café.

—Nosotros los hatillanos no perdemos la cordialidad –dice Ignacio, como quien justifica los saludos y atenciones.

En una oportunidad, durante su época de taxista, una pasajera le dijo que había contado que 96 personas lo saludaron, y le dijo: “Mijo, usted debería ser alcalde”.

Cuenta Riguey que al principio de su relación con Ignacio fue difícil.

—Yo salía con él y todo el mundo lo saludaba, yo no entendía.

Pero ahora sí que entiende: Ignacio y su familia son de El Hatillo. Su vida está ligada al pueblo, a las tradiciones religiosas, a la Cruz de Mayo, a Santa Rosalía de Palermo, patrona del pueblo, a preparar sancocho de pescado en Semana Santa para los cargadores. Él sigue las costumbres que aprendió de su madre, la devoción, el servicio, el saludo, la cocina.

—Todo lo que la iglesia necesite lo hago sin esperar nada a cambio.

Y remata diciendo:

—De aquí no me sacan ni cuando muera, porque me enterrarán en el cementerio de aquí.

Persevera en su vocación por servir y en sus rituales: cada vez que sale de su casa mira el retrato de su mamá, se encomienda a ella, se persigna y le pide a Dios que lo lleve y lo traiga con bien.

***

Ignacio y Riguey quieren abrir un local donde ofrecer comida como hecha en casa, por eso, se capacitan en El Club del Emprendimiento, una iniciativa de la Alcaldía de El Hatillo para formar a emprendedores de negocios.

—Cuando le dije para inscribirnos, él no quería, decía: “Yo lo que soy es cocinero” –cuenta Riguey–. Y yo le dije: “No, señor; usted tiene que echar pa’ lante, usted tiene que mejorar”. Lo entendió y ya vamos por el segundo módulo.

Es sábado y la asociación civil Encuentro Hatillano organizó un mercado de los corotos: hay ventas de ropa, calzados, enseres, comida. En un mostrador, al fondo del local, Ignacio vende los tamales que preparó el día anterior, las hallaquitas de chicharrón, los sándwiches de pollo y papelón con limón. La gente pregunta por los tamales.

—Mmmm, esto sí está bueno. ¿Y esta salsa? ¡Que rica! –van diciendo.

Unos jóvenes piden los sándwiches. Mientras uno de ellos come, dice:

—‘Ta bueno, bien bueno, chamo; además son baratos.

—Pana, dame otro –pide el joven.

—¿Qué te queda por ahí, Coronado? –espeta un hombre de mediana edad.

—Nada, todo se terminó –responde Ignacio, mientras sus ojos brillan y sonríe con satisfacción.

Ignacio logró su objetivo: los comensales se deleitaron en una fiesta de sabores y sentidos. Prevaleció la sencillez, el esmero en el servicio y el toque de una sazón con tradición.