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La reja de la quinta Barro y Fuego hace un sonido áspero al abrirse, que contrasta con el ronroneo del gato mimoso que recibe a los visitantes. Allí en esa Calle C de El Hatillo funcionó durante 37 años el Taller Escuela de Cerámica fundado por Esther Margarita Picardo Román de Alzaibar, o como se la conoce Esther Alzaibar, nacida hace 84 años, en Puerto Rico, en el pueblo llamado San Sebastián del Pepino. Ahora, cerrada la escuela de cerámica, la reja luce un candado y Esther solo recibe y trabaja por encargo.
El que Esther se hubiera dedicado a la cerámica surgió de una manera casual. Al estar pasando por una situación difícil, (después de divorciarse del padre de sus cuatro hijos), aceptó la sugerencia de una amiga de tomar clases como paliativo y olvido de las penas de amor. Para ese momento Esther –graduada de maestra en la Escuela Gran Colombia, con un diploma firmado por Rómulo Gallegos– sabía muy poco de la loza, como ella la llamaba, pero eso fue suficiente para animarla a convertirse en alumna asidua y fervorosa de las clases de cerámica en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas de Caracas.
Dejó atrás lágrimas, traición y abandono. ¡Había renacido! Tenía una ilusión, que luego se convertiría en pasión, la de convertir la arcilla en objetos, obras de arte o utilitarios. La cerámica, confiesa, le dio un giro a su vida, y a la cual aún está ligada.
Cuatro años en la escuela de arte absorbiendo del profesor Sergio González, un venezolano estudiado en México y recién llegado de vuelta del exilio, todos los conocimientos que generosamente él brindaba a sus alumnos, hicieron de Esther no solo una ceramista de escuela, sino que prendieron de nuevo su luz como docente, oficio que había dejado para dedicarse por entero a la familia.
Al graduarse de maestra en la Escuela Gran Colombia en el año 1948, Esther, aún soltera, trabajó durante cuatro años en la Escuela República de Bolivia, ubicada en La Pastora y cercana a su casa. Ahora catorce años después de dejar la docencia, tenía la oportunidad de transmitir todo lo nuevo que estaba aprendiendo. Así, en paralelo con sus estudios en la Cristóbal Rojas, daba clases de cerámica en el Liceo Fermín Toro y en el Santos Michelena. En 1966, ya graduada de ceramista, dio clases en la misma Cristóbal Rojas y en el Instituto de Diseño Hans Neumann, un referente en escuelas de diseño para aquellos años. Dos años después contrae nuevo matrimonio, con el ahora fallecido José Jesús Alzaibar Belfort, médico veterinario, y quien había sido su primer novio. La ilusión por una vida nueva quedó así completada.
Los clarísimos ojos azules de Esther, enmarcados por sus cejas pintadas, se iluminan al recordar esos tiempos. Sus 84 años de edad, no han dejado mayores huellas en su piel blanquísima, y no son obstáculo para inclinarse y tocar la punta de sus pies, ni para que al igual que en un pozo de recuerdos, estos salgan a flote una y otra vez, tirados por la cuerda invisible de la nostalgia.
No se muestra evasiva con las preguntas que indagan sobre su familia materna originarios de Puerto Rico, ni acerca de sus padres, quienes se enamoran en una iglesia de esa isla donde su padre de origen español, pero venido a Venezuela muy joven, estudiaba para ser pastor presbiteriano. Habla del regreso del padre a Caracas a comenzar su apostolado, con la esposa y ya con una hija. Esther es la tercera de nueve hermanos, criados bajo las estrictas normas del padre. Con ascendencia italiana y alemana, por sus abuelos paternos. Eso sí, sus respuestas siempre prudentes, vienen adornadas con otros y otros cuentos, y así se hacen barrocamente deliciosas y desordenadas.
Su enamoramiento total de la cerámica y de todo lo que se puede hacer desde la arcilla, la llevaron en 1973, a fundar el taller Barro y Fuego, un espacio para la enseñanza del arte de la cerámica, y ubicarlo en su casa actual de El Hatillo, la cual había sido comprada 57 años atrás, durante su primer matrimonio, cuando ese sitio aún era aislado y rural. En la escuela recibía a alumnos y a profesores extranjeros que venían a dar charlas y talleres. También allí comenzó un tímido proceso de comercialización con lo que fabricaba, y abrió una tienda anexa. En el galpón-taller se amontonan con cuidadoso desorden anaqueles llenos de piezas terminadas, utensilios como estecas, rastecas, tornetas, balanzas, hornos eléctricos, planchas para el secado de los cacharros, y el gran horno a gas. Un arsenal completo que da al lugar el sello de ser sitio de creación y trabajo.
El taller le ha dado trabajo y satisfacciones. Daba clases con la misma generosidad que ella recibió las suyas del profesor González en la Cristóbal Rojas: sin guardarse los secretos. Para avanzar en su labor docente empieza por importar desde Japón los primeros seis tornos marca Shimpo, que le facilitarían su oficio y el de los alumnos.
La cerámica es un escape que le da ánimos, reconcilia y da paz. La enseñó a tener paciencia, porque como Esther afirma: el apuro está reñido con la arcilla, ella se toma tiempo para todo. Desde que la masa está lista para trabajar, hay que acariciarla, amasarla, alargarla. Se debe humedecer con precisión, ni mucho ni poco, o perderá plasticidad y se volverá pegajosa. Se debe cuidar de que no queden huecos, ni piedras en esa masa, ya que por allí entra el aire y si la masa entra en el horno con aire, la pieza explota dentro de él y puede producirse un efecto dominó y todo lo que allí esté se reventará.
Esther deja a un lado sus lentes y los pone sobre una mesa auxiliar, se sienta en un banco bajo frente al torno con las dos piernas semiabiertas. Como si lo quisiera abrazar. Se inclina un poco y coloca la masa de barro a trabajar muy centrada y fija sobre el plato del torno. Es la sumisión a la tarea que está por hacer. El taller-galpón se vuelve un templo a la espera de la creación. Coloca el pie derecho sobre el pedal y solo se oirá el zumbido constante del torno eléctrico. Es un movimiento casi hipnótico. Se abre el barro en el centro de arriba hasta casi un centímetro desde donde se puso el plato, para marcar la forma de la pieza que se desea hacer. Siguen las dos manos sobre la masa, casi al borde. Una adentro y otra afuera, se ayudan como dos amigas y van moldeando y estirando. La pieza va tomando la forma que la creadora quiere. Se ha establecido la comunicación entre el barro y la alfarera. La concentración y experiencia son esenciales. Lo importante está girando sobre el plato del torno. Lo demás, lo que está pasando afuera de ese círculo, puede esperar. Esther con voz pausada narra lo que hace, da la explicación que ella ya se sabe por reflejo, por haberlo hecho ya miles de veces. Esas manos que momentos atrás volaban para cortejar e hilvanar sus historias, ahora están precisas sobre la pieza que va girando y sus dedos, algo deformes, muestran las huellas que ese oficio les ha dejado. Sus manos, consustanciadas con la pieza, se separan por momentos y mientras una toma una esponja y humedece abajo y afuera, otra la modela con una torneta desde adentro, y le quita lo que sobra. Esther ya no es zurda, sino que se volvió perfecta ambidextra trabajando la arcilla. La masa de barro ya cobró cuerpo, es una vasija de boca ancha y cerca de 30 cm de alto.
Aún falta separar la pieza del plato del torno. Con un hilo de nailon se va cortando de un lado al otro para desprender la pieza del cabezal del torno. La operación se repite en el borde de la pieza. Se humedece y se vierte agua en los espacios que separan la pieza del plato, para ayudar a desprenderla. Con la esponja húmeda se redondean las orillas. Con una aguja fina se ayuda al hilo que se pasa de un lado a otro de la pieza. Hay que asegurarse de que la pieza pueda ser removida sin que se quiebre o deforme.
El proceso de secado de las piezas toma varios días. Mientras el horno a gas, mantenido por un tanque industrial de 100 litros, espera impaciente para la última hornada, de hasta diez horas, hay cuatro hornos eléctricos que se afanan en hacer la primera cocción o bizcocho, a menores temperaturas. Luego vendrá la fase final de esmaltado, o pintura y la hornada a gas a altas temperaturas de hasta los 1.300 grados centígrados.
Este fue el día a día de la docencia en la que Esther perseveró por 37 años, moldeando con amor y pasión la arcilla, con la misma tenacidad con la cual ella plantó muchos de los árboles que rodean su casa, y en la que ha vivido desde 1970 como fiel vecina de El Hatillo. Su casa, lo que fue su taller-escuela, son su querencia y allí se queda.
Muy atrás quedan los días en que siendo niña, sin intuir su futuro, Esther jugaba moldeando figuras de pasta con agua. Ahora es un orgullo y una referencia en El Hatillo, y a Esther de Alzaibar se le reconoce un legado como docente y pionera en el arte de la cerámica. Avalado por ser una de las fundadoras de la Asociación Venezolana de las Artes del Fuego, con la gratitud de sus muchas alumnas y en las piezas que forman parte del patrimonio del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.