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No fue un apagón como aquellos a los que nos han acostumbrado. Abarcó todo el territorio nacional y en algunas poblaciones se prolongó por más de 120 horas. El silencio, la ausencia de comunicación de cualquier tipo, reforzaron esta suerte de insularidad que acentuó distancias geográficas como las que nos separan de Maracaibo, ciudad que padeció además el secuestro por días del vandalismo, la violencia y los saqueos

Fotos Fernando Bracho Bracho

“Estamos sin luz”, fue la respuesta que me dio por Whatsapp mi hermana el jueves 7 de marzo, a las 5:33 de la tarde. A esto seguiría: “se fue como a las 5 pero desde el mediodía no hay señales de celular, de ninguna operadora”. Sus palabras no me sorprendieron. Las he recibido en infinitas ocasiones cuando llamo a Maracaibo para saber de ella, de mi mamá y de mi tío. Desde hace una década los apagones son episodios comunes en la ciudad que en 1888 fue la primera en contar con servicio eléctrico en Venezuela. Pero esta vez fue distinto.

La que parecía ser otra de las recurrentes fallas que castigan durante horas a los habitantes de la capital zuliana, ese día había alcanzado a todo el territorio nacional. A las 4:50 de la tarde se registró la caída del suministro eléctrico en casi los 24 estados del país, por problemas originados en la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar del Guri, en el estado Bolívar. El efecto dominó no se hizo esperar en los ya precarios y colapsados servicios públicos que comenzaron igualmente a fallar: agua, telefonía fija, internet.

El apagón me alcanzó justo cuando cerraba la maleta que había preparado para un viaje de pocos días a Maracaibo, la ciudad en la que nací, a donde iba a cumplir con un compromiso de trabajo, pero también para ver a mi madre y a la familia. Mi vuelo desde Caracas estaba previsto para las 6:30 de la mañana del viernes 8 de marzo, por lo que debía estar como mínimo dos horas antes en el Aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía. Esa noche sin electricidad marcó la angustiosa expectativa que acompañó las horas y los días que siguieron a lo que sería el apagón eléctrico de mayor duración en la historia nacional.

Sin servicio telefónico, de internet, sin datos ni mensajería y la batería del celular con menos de 50% de carga era imposible comunicarme con mis familiares, con los taxistas contratados para mis traslados. Y era poco menos que suicida salir a la calle en total oscuridad a las 4:00 de la madrugada. Esto, sumado a la falta de información sobre las condiciones del aeropuerto y de los vuelos -la mayoría de los cuales terminaron suspendidos- creó una tormenta perfecta. Fue la historia de un viaje que no pudo ser. Ni yo podía avisarles que no iba a llegar ni ellos podían saber qué me había pasado.

Nunca como en esos días se me hicieron tan largos e inalcanzables los casi 700 kilómetros de distancia entre Caracas y Maracaibo, situada al noroeste del país. En esas horas sin comunicación, con intermitencias en las señales telefónicas, repasaba las dificultades que de ordinario ya tenemos para conseguir alimentos y productos básicos, en la posibilidad cierta de perder comida almacenada en la nevera y el congelador y, peor aún, en las dificultades para reponer lo perdido con la creciente mengua en nuestros salarios producto de la hiperinflación. Este cuadro me resultaba todavía más dramático si lo trasladaba a Maracaibo, donde las altas temperaturas aceleran el descongelamiento de las neveras, sin contar con la falta de agua, un servicio prácticamente inexistente. Ni qué decir de la angustia que me producían las acechanzas de la delincuencia en nuestras ciudades.

No dejaba de pensar en mi madre de ochenta años, con enfermedad de Parkinson, limitada en sus movimientos, acostada en su cama, abanicada a ratos por mi hermana para paliar el calor inmisericorde de habitaciones en total oscuridad y con aires acondicionados apagados. O en mi tío, quien en medio de los apagones prefiere pasar la noche sentado en el porche para recibir las eventuales bocanadas del viento lacustre que se filtra entre la fronda del árbol de mango.

Comenzamos a contar no por horas sino por días la falta de luz y demás servicios dependientes del sistema eléctrico. La  caída en las señales telefónicas e internet levantó un muro infranqueable de silencio con mi familia. El país fue un archipiélago de islas sin conexión ni comunicación. Estábamos aislados no solo por la falta de teléfonos y conectividad, sino también por la ausencia de transporte, el cierre de comercios y la medida oficial de suspensión de clases y actividades laborales. En medio de la oscuridad y el asfixiante silencio, en mi cabeza se repetía el verso del poeta inglés John Donne (1572-1631): “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo”. Pero sí, en esos días fuimos islas, unas islas rodeadas de incertidumbre.

Para ahorrar baterías recurrí a un radiecito de pilas que recogía pocas señales, llenas de ruido. Funcionaban contadas estaciones, con programación musical en su mayoría y otras, las oficiales, que machacaban mensajes propagandísticos. Escasas emisoras aportaban información de lo que estaba ocurriendo. Cuando la intermitencia de los servicios de datos permitía acceder a medios digitales y redes sociales, las noticias hacían temer lo peor: largas colas para surtirse de comida, hielo, agua y gasolina; hospitales y clínicas sin posibilidad de atender emergencias; pacientes renales condenados al padecimiento y la muerte sin recibir diálisis por la falta de agua y electricidad.

Con los días comenzaron a correr informaciones sobre fallecimientos en centros de salud en Maracaibo. También historias de quienes referían con angustia cómo hacían para mantener refrigerada la insulina de sus padres diabéticos. Sin otra posibilidad de comunicación, las redes sirvieron para dejar mis palabras de condolencia a queridos amigos que habían despedido a sus familiares por falta de atención médica oportuna durante el apagón.

En los escasos momentos de conexión vía Whatsapp también se abrieron las conversaciones y mensajes con familiares y amigos que desde el exterior querían saber de los nuestros. “Ay, prima, estoy con el corazón en la mano”, me escribían desde Estados Unidos el lunes 11 de marzo. Otra querida amiga desde Panamá me preguntaba por los míos y daba cuenta de los suyos: “Mi mamá tiene cocina eléctrica, el celular  ya murió. Perdí contacto anoche. Está sola en Maracaibo, sin más familia, poquísimos amigos”.

Mi garganta era un nudo de emociones que asomaban en lágrimas contenidas. También en rabia e impotencia. Eventualmente entraban mensajes de mi hermana en los que me contaba de sus infructuosos intentos por comprar algunos productos. Sin puntos de venta, las transacciones eran en efectivo o en dólares. Empezaron a conocerse las informaciones sobre los primeros saqueos en distintas zonas de Maracaibo. El martes 12 de marzo Fedecámaras Zulia ofrecía lo que parecía un parte de guerra con los saqueos: 22 supermercados incluyendo cadenas como Makro, Centro 99, NASA, De Cándido; una treintena de panaderías, algunas de larga tradición en la ciudad; farmacias y también centros comerciales como Delicias Norte y el Sambil, donde desvalijaron 105 de un total de 270 locales. Un primo muy querido, casi un hermano, tuvo que desmontar su negocio de comida y mudar enseres y equipos a su casa para prevenir el desmantelamiento y la destrucción por los saqueos. Todo este escenario de caos y violencia tenía como contrapartida la inacción de cuerpos policiales y militares que en otros contextos de protestas, especialmente las opositoras, suelen demostrar su capacidad represiva.

El martes 12 de marzo a la 1:00 de la madrugada, luego de más de 120 horas, el servicio de electricidad comenzó a restablecerse en Maracaibo y en parte del estado. También llegaron las noticias de las descomunales pérdidas provocadas por los saqueos, así como la consiguiente escasez de alimentos y productos esenciales.

Hay oscuranas que no se despejan del todo. Pero prefiero quedarme con los gestos de solidaridad, los esfuerzos por compartir conversas para despejar miedos, los mensajes de texto y voz que desde otros países acercaban a mi familia y mis amigos.

Una semana después del apagón repica mi teléfono a las 8:00 de la mañana. Es mi mamá. Luego de recibir su bendición le pregunto, como siempre, cómo pasó la noche. Su respuesta: “anoche también se fue la luz”.