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Al maestro Jorge Serrano

(La Habana 1951- Caracas 2014)

“Una persona muere y la dejamos

que se vaya perdiendo en la memoria

hasta que sólo sea una palabra,

un gesto irrepetible, un modo inmaterial

de estar presente,

de ser, en fin, aquella que no fue”.

Fieles difuntos

Waldo Leyva, poeta cubano  

 

Ella habla de él en tiempo presente. Aún se sonríe con sus ocurrencias. Suspira. Llora. Imita con gracia el acento de aquel isleño alto, caballeroso, seductor. Lo recuerda y vuelve a sonreír. Lo revive con cada anécdota que llega a su mente. Y así, mientras se pasea por los pasillos de la Escuela de Artes Integrales Maestro Jorge Serrano, Milagros González de Serrano va reconstruyendo la historia que los unió un día de mayo de 1994 en La Habana, Cuba, y que los traería a Venezuela cuatro años después con el sueño de crear un conservatorio de música, en el municipio El Hatillo.

Evoca cada escena con precisión. Como si fuera una partitura bien aprendida. A sus 68 años, no se le pierde en la memoria ninguna fecha, ningún detalle. Como si hubiese sido ayer. “Lo vi por primera vez en el Hotel Meliá Cohiba. Yo me le quedé mirando, pero él no me miró. ‘Simpático el muchacho’, pensé. Y volví al día siguiente para verlo de nuevo tocar con su cuarteto de clarinetes. En ese entonces, yo había quedado viuda de mi tercer marido, Jorge García. Sí, también se llamaba Jorge. Y recuerdo que el 17 de mayo de 1994 le pedí a Dios un hombre a quien pudiera darle todo el amor que me había quedado por dar. Y el 19 de mayo de 1994, conocí a Jorge Serrano”.

Milagros nació en Caracas el 26 de septiembre de 1948 y se casó por primera vez cuando apenas alcanzó la mayoría de edad. “Era un hombre chévere, de origen canario, que me llevaba unos 4 años. Pero era muy rígido. No conocía la música y creo que nunca supo lo que era la risa”, recuerda. Aquel matrimonio duró tan sólo 7 años y el amor se quebró por una traición. Él se habría ido con otra mujer por la imposibilidad de Milagros de concebir. Un argumento que utilizó también su segundo marido, un italiano, para romper el enlace que los mantuvo unidos por 11 años. “Me operé 3 veces para tratar de tener hijos. Pero nada funcionó. A los 35 años pensé que Dios no me quería, pero a los 45 me premió”. Y sonríe.

El 6 de junio de 1994, Milagros volvió al Hotel Meliá Cohiba. Y, esta vez, el clarinetista cubano que la había cautivado en su última visita le dijo: ‘Me puedes esperar’. Y, en ese momento, supo que Dios la había escuchado. “Jorge fue el regalo de la vida. Con esta cara, con este peso y con este pelo crespo, yo hubiese matado por ser feliz. Y con Jorge conseguí la máxima felicidad (…) Ese día que lo esperé para llevarlo a su casa, no tardé en preguntarle: ‘¿Tú quieres tener hijos?’ Y él me dijo: ‘No’. Él ya tenía dos niñas. ‘Yo quiero que te encargues de mí’, me contestó. Y así lo hice”.

Ella no sabía nada de música académica. Sus estudios eran en Medicina Física y Rehabilitación, con una especialización en Lesiones Neuromotoras. Y había dejado de ejercer cuando se fue a trabajar a la Embajada de Venezuela en Cuba, como asistente del embajador en 1985. Como mucho, había cantado durante sus años de especialización en Francia con un grupo de estudiantes. Y declaraba ser melómana. Pero hasta allí. “Luego que conocí a Jorge, empecé a escuchar una emisora en Cuba que se llamaba Radio Enciclopedia. Fina, una mujer que trabajaba conmigo en casa, me dijo: ‘¡Señora Milagros, esa es música de muertos!’ (risas). Y yo le respondí: Fina, yo tengo que llegar a amar esto. Entiende. Lo tengo que amar”, comenta entre risas, con ese dejo cubano que a veces se le escapa.

Tanto dio, que no sólo llegó a amar la música académica, sino a interpretar, a sentir y a transmitir todo lo que el maestro Serrano había aprendido durante sus años de estudio en Cuba, Bulgaria y Moscú. “Lo que sé y lo que no sé de música lo aprendí de él. Lástima que nunca me hizo un examen (risas). Yo era quien le pasaba en computadora sus apuntes, quien le transcribía los programas para las clases, quien le coordinaba sus conciertos. Todo lo que tenía que ver con su vida lo dirigía yo. Jorge era el artista. Por eso, cuando el público aplaudía, él me decía que esos aplausos también eran para mí”.

Siete meses después de conocerse, viajaron juntos a Venezuela. Lo que sería simplemente una visita a Mérida por un par de días, se convirtió en una antesala de lo que vendría en sus vidas. “Él quedó enloquecido con la arquitectura de la ciudad. Tanto, que me dijo: ‘Si algún día tuviéramos que irnos de La Habana, me vendría a una ciudad como esta’. Y le tomé la palabra, porque yo empezaba a desesperarme de Cuba. No por mi trabajo, sino por la relación con su ex esposa, que era muy difícil. Aparte, yo quería que él tuviera la oportunidad de recoger los frutos económicos de su profesión. Así que el 12 de septiembre de 1998 aterrizamos en Caracas. Sin casa, sin trabajo, sin nada”.

Llegaron a vivir en La Candelaria, porque les pareció que aquel vecindario de inmigrantes se asemejaba un poco a La Habana. El maestro comenzó dando clases en el Instituto Universitario de Estudios Musicales (actualmente Unearte). Luego, impartió las cátedras de clarinete y saxofón en la escuela de música Olga López. Y, por recomendación del padre de un alumno, llegó a dirigir la banda del Colegio Claret, donde casualmente estudiaban los hijos del entonces alcalde de El Hatillo. Alfredo Catalán descubrió allí su talento y, en un acto público celebrado el 19 de abril de 2002, le anunció sin previo aviso que sería el director de la Banda Municipal de El Hatillo.

Habían conocido el municipio en 1995, durante una presentación del Festival de Jazz. Después de esa visita no habían vuelto. Una vez en Venezuela, El Hatillo era demasiado lejos para los recién llegados. Pero –entre una cosa y otra– todo se encaminó para que esta pareja se volviera hatillana, por su labor con la Banda Municipal. “Una de las cosas más maravillosas que nos pasó fue la banda. Cuando la asumimos, no tenía maestro. Los chicos ensayaban en las escaleras del barrio El Calvario. Los instrumentos estaban en mal estado. No tenían estructura. Así que yo visité todas las escuelas municipales y de allí sacamos a los integrantes de la banda: 30 niños hatillanos de bajos recursos y con ellos comenzamos a trabajar”.

 

La Banda Municipal se convirtió en una labor social que al menos Milagros realizó de forma ad honorem por 14 años. Amaban su trabajo, pero ella quería darle a Jorge la tranquilidad de tener un sueldo estable, de poner en práctica su disciplina y que así se sintiera feliz en su tierra. “Un día le dije: ‘Tú no sabes hacer más nada que música. Y yo no te traje a mi país para pasar hambre”. Fue entonces cuando le propuso la idea de crear un taller vacacional de artes integradas. El campamento comenzó en julio de 2002 en un espacio de 36 metros dentro del Ateneo de El Hatillo. La convocatoria los animó en septiembre a empezar la escuela con 11 niños. Al año, reunían 56 alumnos.

Surgió la necesidad de crecer. Y el Ateneo comenzaba a cambiar sus exigencias. Estaban a punto de quedarse sin sede, cuando el padre de un alumno –el mismo que llevó al maestro al Colegio Claret– le ofreció un local en el centro comercial Los Geranios. Pasarían a 60 metros. No era mucho, pero les permitiría continuar. Así estuvieron hasta 2004, cuando –cuál no sería su sorpresa– el establecimiento que quedaba al lado lo empezaron a desocupar. Así que sin pensarlo mucho, optaron por el traspaso y lograron que la escuela tuviera un espacio de 180 metros para formar a niños entre 4 y 18 años en música y artes plásticas.

Ese 4 de noviembre de 2004, cuando firmaron aquel trámite para crecer dentro del centro comercial Los Geranios, la entonces alcaldesa de El Hatillo, Miryam Do Nascimento, les dio la noticia: el Concejo Municipal había aprobado ese mismo día el uso de un terreno público de 2.945 metros en Las Marías para la construcción de la sede de la Escuela de Artes Integrales. Un anuncio que fue música para sus oídos.

Lo que no sabía Milagros es que materializar ese proyecto le traería un conflicto vecinal, que le ganó insultos y enemigos. Hoy, no le gusta ni recordarlo, pues tales contratiempos hicieron que la escuela demorara ocho años en construirse. Aún conserva un recuerdo de aquel día del inicio de las obras. Sobre una mesa a la entrada de la institución reposa una pequeña caja de madera pintada a mano que hizo las veces de primera piedra, que pasa inadvertida entre el ir y venir de violines, clarinetes, guitarras y violonchelos. En su interior se guardan mensajes, dibujos y objetos de los alumnos en honor a su escuela y en señal de buen augurio por tan anhelada sede.

“Yo he aprendido que todo se puede, cuando se hace con constancia. Y esta escuela es ejemplo de ello”, afirma mientras recorre aquella casa pintada de amarillo en alusión a los conservatorios europeos y adornada con motivos musicales en todas sus paredes. “Las primeras vigas las trajeron de un edificio que derrumbaron. Aquí hay puertas donadas. Restos de cerámicas. Baños recuperados. Bancos de iglesia. Pupitres de escuelas. Cemento regalado… Yo te digo, hay muchas formas de parir. Y la escuela fue nuestro hijo”, dice y su voz por un instante se quiebra. “La escuela fue nuestro spa, nuestra playa, nuestro viaje a Europa, todo lo que sacrificamos está aquí”. Hace una pausa y se dirige a la puerta principal para despedir a los alumnos uno a uno, en un gesto casi maternal.

En junio de 2013, cuando las obras estaban bien adelantadas, Jorge manifiesta los primeros dolores. Pero decide esperar a que pasara el concierto de fin de curso para hacerse los exámenes, recuerda Milagros. Las fechas que marcarían su partida las tiene fijas en su memoria: el 18 de julio de 2013 se hace un chequeo médico. El 9 de agosto, la biopsia arroja que el maestro tiene cáncer de próstata en la escala 9 de 10, con metástasis. En diciembre, mejora y está presente en el concierto por Navidad. En febrero, recae y en abril comienza la radioterapia para apaciguar el dolor.

“Yo sabía como médico que no sobreviviría, pero quise aferrarme a la esperanza. Estaba destrozada. Pero nunca quise que me viera llorar”. Hace una pausa. Cierra los ojos y deja que las lágrimas le comiencen a correr. “Muchas veces le pedí a Dios que dividiera la lesión y me diera una parte a mí, para que él viviera”. Calla y respira hondo.

El 20 de junio de 2014, Milagros decide inaugurar la escuela. Sin techo, sin piso. Pero con el maestro presente. El 22 de junio a las 4:28 de la tarde, Jorge Serrano muere y su clarinete deja de sonar. “Ya no puedo respirar. No luches más”, me dijo. “Ocúpate de mis muchachos. Despídeme de mis niños”. Milagros se detiene de nuevo y se seca el rostro. “¿Y yo?”, le pregunté. “Para ti mi amor eterno”.

Fueron sus últimas palabras.

Las cenizas de Jorge Serrano reposan en la casa que ambos compartieron. Un espacio contiguo a la escuela, que ellos construyeron y convirtieron en su pequeña Habana. “Él sólo espera por mis cenizas”, dice, mientras acaricia la pequeña caja de madera. “Ya no le temo a la muerte. Sólo quiero creer que nos vamos a encontrar en alguna parte, quiero creer que me mira desde todas las fotos que he puesto en la escuela para mirarlo, quiero que se sienta orgulloso de mí por continuar con su legado, donde quiera que esté”.

 

***

El maestro dirigió la Banda Municipal de El Hatillo hasta sus últimos días. En 15 años de labor ininterrumpida, casi 1.500 alumnos han pasado por la Escuela de Artes Integrales Jorge Serrano. Actualmente, la matrícula es de 100 estudiantes, entre 4 y 18 años. Cuenta con 15 maestros, casi todos hatillanos. El 3 abril de 2003, la escuela recibió la categoría Centro Unesco por contribuir, a través de la educación y la cultura, al fomento de la paz, la seguridad y a la preservación de las tradiciones del pueblo de El Hatillo.