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A los ochenta y ocho años sus inmensas manos aún dan muestra del tesón de sus tiempos mozos, del furruco y del tambor. “Nací un 29 de septiembre en el año de 1922, a las seis de la mañana. El día de San Miguel Arcángel”, repite a cada momento como para que quede claro que su memoria sigue intacta. Desde hace cuatro años le acompaña una andadera metálica; su gruesa y alta figura descansa en una silla mientras sus brazos se apoyan en aquella estructura que parece protegerlo. A un lado, una bolsita plástica amarrada. Allí esconde la sonda con la que ha convivido casi tres años.
Miguel Ángel Bolívar, piel tostada como el cacao, ojos pardos y tan alto como las palmeras que escalaba. 1,81 de estatura -así reza la cédula fechada el 10 de julio de 1962- nació y se crió en Aroa, cerca de Puerto Colombia. El hijo de Juana Bolívar comenzó a cantar a los doce o catorce años, no recuerda con precisión, pero sí tiene grabado que las parrandas podían durar tres días, de casa en casa cantando, él siempre tocando el furruco.
Cuando salían por los pueblos de la costa, dice, la gente gritaba “¡ahí viene la parranda de los aroeños!”. No faltaba quien le dijera “acuérdate que esta noche me llevas la parranda”.
–Eso sí, a uno pa’cantá aguinaldo le hace falta un palo de aguardiente -confiesa y comienza a entonar:

Ah malaya un palo, Bolívar
que te di un consuelo
un palo sabroso y te lleva al suelo

En Venezuela el género de las parrandas se originó en los estados Aragua y Carabobo, caracterizado por canciones improvisadas provenientes de los aguinaldos. Los parranderos salían a las calles acompañados de instrumentos musicales y comenzaban a cantar sus serenatas navideñas. La parranda, esa fusión de la cultura española y africana, hace vida en Choroní y se hizo canto y pasión en la vida de Miguel Bolívar
Su alta figura ya no se pasea de casa en casa, cantando o tocando. Ahora son sus manos inquietas las que hablan, gesticulan, e intentan emular el sonido de la tambora en su inseparable andadera.
–No hay una cosa que me encante en la vida más que la navidad. Esa es la profesión mía -dice con una sonrisa a todo dar y una mirada brillante.
Su amor por la fiesta decembrina no viene por los regalos, ni por los juguetes que siempre anheló en su niñez, sino por las canciones, los encuentros con los amigos, las improvisaciones, y muy especialmente por la perolita de avena a la que le ponía una verada para hacer su furruco que sonaba rruuurruuu, rruuurruuu. Por algo Miguel Bolívar es famoso en Choroní y Puerto Colombia: hace años se ganó el título de parrandero mayor.
Bolívar dice que de muchacho su hermana Delia lo acompañaba y también cantaba. Ya de adulto, cuando llegaba diciembre viajaba a Maracay a casa de su mamá porque lo esperaban para tocar en los parrandones: “¡Qué tiempos aquellos…!”.
Los amigos que aún le quedan le dicen que siempre recuerdan las parrandas que cantaba. Eleazar “El Chino” Nuitter, el sabio pescador, era uno de los que insistía todos los días en navidad: “Ya sabe, lo esperamos esta noche en la parranda”.
Algunas estrofas de aquellas memorables parrandas se confunden en su memoria. Pero todavía sorprende con su canto a quien quiera escuchar:

Ataquen, ataquen, ataquen aquí
esta es la palabra que yo te ofrecí.
Aquí está la parranda que yo te ofrecí
aquí, en Choroní

Además de cantar, a Bolívar le gustaba bailar joropo. Las muchachas le decían “conmigo no has bailado”, y hacían turnos, porque era muy galante y sus palabras embelesaban a las mujeres. “A mí me decían ‘es que a ti no te gusta casarte’. Y yo les respondía ay no chica, déjate de eso”.
La que sí logró casarse con él fue Benicia Rojas, a quien también llamaban Benita y con quien tuvo nueve hijos. Pero llegar al matrimonio con este parrandero no fue cosa fácil. Tuvo que intervenir la mismísima madre María de San José, quien vivía amonestándolo: “Un hombre con mujer e hijos tiene que ser responsable”, recuerda Bolívar que le decía la santa. Él cuenta que la madre María era muy conocida y auxiliaba mucho a la gente. “Ella ayudaba a la mujer mía, a mí me ayudó con el cemento y el techo pa’cé el ranchito. Eso sí, era bajiiiiita”, rememora sonriente.
Benicia fue su compañera hasta que la muerte los separó hace tres años. Desde entonces Miguel comenzó a enfermarse, dice su hija Ana, quien saca un álbum de fotografías donde aparecen él y su esposa ya ancianos, pero sonrientes y abrazados. Ellos no solo compartían la muchachera que tuvieron -que les dejaron más de cincuenta nietos y bisnietos-, sino la pasión por las parrandas. Ana recuerda que a su madre le gustaba cantar cuando llegaban las parrandas a su casa. Cada navidad, además de las hallacas y el dulce de lechosa, no faltaba un toque de tambor y un canto a viva voz de sus progenitores en la sala.
De los hijos solo los varones acompañaban al padre a cantar parrandas. Germán y Carlos son los más parranderos y los nietos están aprendiendo. “Usted sabe, a los nietos les gusta la parranda. Frank es el más parrandero. Usted sabe cómo es el parrandero. Eso es pa’la cultura”.

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Miguel Bolívar, corazón de niño travieso, de fácil sonrisa, esforzado y trabajador. Tiene más sobrenombres que un almanaque. La gente lo llamaba “Camburón”, “Máquina” y “Hippie Viejo”, aunque el que ha permanecido en el tiempo es el primero: “Ese nombre se me quitará cuando muera”, predice.
Bolívar es el hombre de la parranda. Pero también lo es de la tierra, del mar y de la ley. Dice que de joven le gustaba la agricultura y por casi cincuenta años trabajó en una hacienda de cacao, y también buceaba y pescaba. Hoy recuerda cuando junto a amigos -casi todos muertos ya-, embarcaba en Puerto Colombia las cargas de la hacienda: “Jalando remo. En todo eso me crié yo”, asegura. Fue hasta comisario de caserío en Aroa, cuando tenía treinta años. Andaba con una punta -especie de lanza- terciada por la cintura, resolviendo los problemas entre vecinos: “Eso sí tiene peligro”.
Tanto peligro como hoy en día, que no se puede parrandear. “Ahora se pelea mucho. En Maracay acaban una fiesta a plomo. Ya la gente no respeta”, comenta indignado y lamenta que las tradiciones se estén olvidando.

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De su época de apogeo conserva los recuerdos de los viajes que hizo por el país con la cultora María Nuitter, con Virgilio Espinal y Olga Camacho. Su paso por Curazao y las tamboras que él mismo elaboró con troncos de aguacate y cuero hace más de cuarenta años, y que hoy yacen en uno de los cuartos de su casa. Las tamboras no están completas, se las ha prestado a su hijo Carlos y a sus nietos. “A mí vienen, hasta de Caracas, a comprarme esos instrumentos, pero yo nooooo, no los vendo”, dice orgulloso.
Miguel ya no sale a parrandear, sus limitaciones físicas se lo impiden. Apenas ayer estuvo en la medicatura. “Ay, mija, con fiebre y vomitando, hasta la sonda me la quitaron, y yo estaba, ¡ayy, ayyy, ayyy! quejándome del dolor”. Hoy día le preocupa su salud y el precio de las medicinas. “Es que tengo la pensión del seguro, pero eso no me alcanza. Cuando es fiesta de Santa Clara, me traen la parranda porque ya no me puedo parar”.
Y así es como cada 12 de agosto se escucha: tantarantán, tantarantán, rataplán. Son Los Cuyagueros, un grupo de parrandas que se presenta en casa de Bolívar a las seis de la mañana, -la misma hora de su nacimiento-, para homenajear al parrandero mayor.
Ya son más de las doce del mediodía y Miguel Bolívar quiere descansar. Antes de despedirse comienza a improvisar una canción dedicada a quien escribe que, de puro gusto, se dejó cambiar el nombre:

Yo estaba soñando contigo Gilbira colando café.
Oiga señorita deme acá su mano,
no deje morir a un venezolano
Yo veo a la joven, cariño, que se está sonriendo
con este aguinaldo, que te estoy trayendo.
Adiós pues señores nosotros nos vamos
ahí viene el año nuevo por si le volvamos, cantando aguinaldos