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Ella no sale de su asombro. Por su mente pasan las imágenes de cuando su padre pescador la llevaba al Festival Nacional Folclórico Infantil Cantaclaro. De las veces que cuando era una adolescente, la cultora Augusta Chávez le enseñaba a bailar danzas populares. También repasa mentalmente lo aprendido con María Tecla y Miguel Bolívar, famosos cultores de Choroní. “Yo vengo de esa escuela”,  confiesa orgullosa.

María Nuitter, al igual que su padre “el chino” Nuitter y su hermana Mirta, aparecen en el mismo catálogo como personajes que son Patrimonio cultural venezolano 2004-2007 del municipio Girardot, en el estado Aragua. Las enseñanzas que mantiene grabadas en su memoria y hacen vida en ella y en cada niño de la Fundación Danzas y Tambores de Choroní, -también patrimonio cultural y de la cual María es directora- las ha conseguido a través de la  danza y la percusión. Siempre al ritmo de parrandas, fulías y tambores. “Por eso es que yo trabajo con los chamos. Me parece que el producto de lo que uno es alguien tiene que continuarlo”, sentencia.

A esas tierras de la costa aragüeña que poblaron los indígenas Churuní, que en 1964 pasó a llamarse Santa Clara del Valle de Choroní,  llegaron los españoles y negros africanos. Se mezclaron la siembra del cacao, el repique de tambores y la veneración a los santos católicos. De los antepasados provenientes de las Antillas holandesas nació un dieciséis de junio de 1967, y de manos de una partera, María Nuitter. Piel tostada, cabellos rulos y una sonrisa que nunca abandona su rostro vivaz.

De hablar contagioso, Lola, Lolita o simplemente María, la que al sonido del tantan tuntún rataplán del tambor mueve sus pies, supo desde pequeña cuál era su pasión. Y no fue sino hasta aquellos días en que María vendía pencas de sábila, criaba perros, hacía artesanías y vendía helados en un local de Puerto Colombia (cuando sus hijos estaban todavía pequeños) cuando se preguntó “¿qué hago yo aquí?, si lo mío es cantar y bailar”.  

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María vive en el sector El Camping, allí donde se reúnen los vecinos para hacer sancochos los domingos y jugar bolas criollas. Una escuela se abre paso cada vez que las voluntades y los proyectos se reúnen. Entonces se escucha por doquier: “Hola María”, “¿Cómo estás María?”, “¿Qué haces María?”, “Adiós María”. Los pequeños, llenos de curiosidad y con ganas de aprender le dan vida a las ideas de esta mujer inspiradas en “mantener lo autóctono”.

En esta escuela que dirige María no hay pupitres, ni pizarras. No tiene paredes. Es una “escuela de la calle”, la bautizó su cultora. Pueden reunirse para recibir clases debajo de un árbol, en un terraplén o en el malecón. “Lo hacemos en la medida de nuestras posibilidades. Con lo que hay”, explica María.

Una mañana se le ve rodeada de niños y adolescentes. Están allí en el área de esparcimiento de El Camping, acompañados del sonido del río y de una lancha que algún día sirvió para surcar las aguas de la costa aragüeña, trasladar gente y pescar. María dirige como una capitana mientras Ángel, el artista plástico, y los niños la acompañan en esa empresa: convertir la lancha que fue desechada en un banco. “Es que eso queda por siempre”, dice.

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Mientras ella habla de sus vivencias, Virgilio Espinal –su esposo- o simplemente Vivi -como todos lo llaman- no deja de mirarla. Con brillo en sus ojos exclama: “¡Ella tiene mucho valor!”. “El me entiende”, replica María. En su casa, sus hijos Inty Raimi y Koral aprendieron a bailar, tocar tambores y también a escuchar el nombre de su madre: “Maríííía, Marííía” de labios de muchos de los niños del pueblo.

En la noche de navidad, su familia sabe que cenarán antes o después de la medianoche porque justo a esa hora sale María con los niños de la danza a recorrer el pueblo con las parrandas de los pastores. Y apenas suena el cañonazo anunciando el año nuevo, saben que ella estará recorriendo Puerto Colombia con la burra hasta el amanecer, rodeada de gente que la sigue calle a calle y de casa en casa como los ratoncitos de Hamelin. Palmadas, aplausos, silbidos y uuuueeeepa, se mezclan con las típicas tonadas de Préstame tú  burra pa´í pa´Choroní, si tu burra es buena yo vuelvo a vení.

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En esa casa-taller no hay lugar para el blanco y el negro. La fachada está adornada con peces de colores que recuerdan su deseo de estudiar biología marina. Koralinty (el nombre de su casa) está llena de azules, amarillos, naranjas y verdes, los colores de la guacamaya Bandera, y también los de la mecedora que está en el porche,  de los tambores del jardín, del cuarto de Inty o de la silla que le regalara la artista Elizabeth Ollet en Barcelona, España. “Pinto aquí, pinto allá. Mi esposo y mis hijos dicen que toda la casa es mía.”

María vibra con cada gesto y palabra; sus manos no dejan de moverse cual mariposas. Mientras se coloca frente a un lienzo de gran formato, se expone ella misma en el acto de creación. “A mí me encanta pintar afuera porque los mejores críticos de arte son los niños. ¿Qué es lo que pinta María? Pinta lo que baila, lo que vive. Todo lo que hago tiene algo folklórico”.  Como esas tamboritas parranderas, los diablos danzantes, gajillos, burras, cruces y su venerado San Juan. El mismo que está en la sala de su casa montado sobre la lancha La gloria del mar, como la de su padre. El mismo que cada 24 de junio reúne a grandes y chicos en el malecón: allí se congregan sin falta junto a la estatua de San Juan Bautista, una cita infaltable para María y sus muchachos. Siempre al son de la mina y la curbata.

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María nunca olvida aquel día de mayo de 2009 en el que Vivi la llamó por teléfono. Ella se encontraba fuera de Choroní. Entonces su esposo le dijo “escucha esto” y ella, del otro lado del teléfono a punto de lágrimas al oír repiques de tambores y cantos de fulías, supo que sus muchachos habían hecho por su cuenta la celebración que rinde culto a la naturaleza: los velorios en honor a la Cruz de Mayo.

María, cual burra parida, como el baile que interpreta con los niños, desde ese momento convive con la certeza: “El reconocimiento que espero es que los niños hagan su fiesta. Eso es lo máximo. Vale más el trabajo de esos niños: que hagan lo que uno les ha enseñado.”

  • Yndira Fernández nació en Caracas  en 1973 y años después se convirtió en socióloga,  en la Universidad Central de Venezuela. En su experiencia profesional se ha desempeñado en ONG’s y en la administración pública. Se declara viajera, amante de la música y del vino.

Este texto forma parte de la exposición de crónicas y fotografías Rostros de Choroni que se estará exhibiendo hasta el 14 de julio en la Casa Comunal de Puerto Colombia, pueblo que colinda con Choroni, en la costa del estado Aragua. Las otras siete crónicas que retratan a personajes emblemáticos de ese pueblo están publicadas en esta edición de Marcapasos.