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Los vagones del Metro abren sus puertas en la estación Los Símbolos. La gente entra pero las puertas no cierran. En uno de los vagones se oyen los gritos de una mujer. Por la forma como junta las palabras parece que está ebria:

—¡A mí me dejan quieta! ¡No se metan conmigo! ¡Suéltenme! ¿Por qué nadie me da el puesto? ¿Nadie ve que soy mayor? ¡Suéltenme dije! ¡No se puede vivir así! ¡No se puede!

Diez minutos después las puertas se cierran y el Metro avanza hasta Ciudad Universitaria. Todas las personas entran y los gritos de la señora se hacen más fuertes: “¡AUXILIO, ME QUIERE MATAR!”.

Todos los que están en ese vagón voltean con la intención de ver el rostro de la mujer que cree que va a morir.

—¡Suéltame! ¡Este hombre me quiere matar! No te me acerques o te mato. ¿Me oyes? ¡Te mato!

Suena la alarma del Metro. Un operador habla: “Se ha activado la señal de alarma, si la emergencia persiste por favor pulse el botón de nuevo. De lo contrario, permita que las puertas se cierren”.

El Metro no se mueve, ya tiene quince minutos con las puertas abiertas.

Un hombre que casi roza el techo del vagón con su cabeza agarra a una mujer por los brazos y la sienta en uno de los puestos rojos. La mira a los ojos, levanta su mano, la apunta con el índice y con voz firme le dice: “Se queda ahí quieta y se calla porque todos nos queremos ir. Cállese de una buena vez y deje de inventar que la quieren matar”.

La mujer tiene los ojos rojos, está despeinada, su cabello es gris y su cara se ve sucia. Agarra con fuerza su cartera y vuelve a gritar: “¡Me atacó! ¡Me quiere matar! ¡Él me atacó! ¡Suéltala que es una menor de edad! ¡Abusó de ella! ¡Alguien que la ayude!”.

La gente parece confundida, la mujer ahora habla en tercera persona. La voz del operador resuena en el vagón: “Se ha activado la señal de alarma, si la emergencia persiste por favor pulse el botón de nuevo. De lo contrario, permita que las puertas se cierren”.

Un hombre grita:

—Échenle agua bendita a ver si se le sale ese demonio.

Risas.

—Eso es lo que pasa cuando la gente mezcla anís con cocuy.

Risas.

—Unos ramazos para esa señora que está poseída.

En medio de las risas las puertas se cierran. La gente suspira. Una señora mayor que se sostenía de uno de los tubos del vagón susurra: “No entiendo qué pasa. Yo no entiendo esos gritos. Yo no sé por qué uno nunca se puede ir tranquilo. Hoy quería llegar temprano a mi casa”.

Fotos: Miguel A. Hurtado