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Cuando salimos de la habitación, vi que no quedaba casi nadie. Sólo Germain y Cuqui. Recuerdo haber visto la hora en mi celular: cuatro de la mañana. Fui hasta la habitación, abrí con cuidado la puerta y una turbulencia sobre la cama me hizo ver que ya Carmela y Roberto se habían reconciliado.

Germain me pidió que buscara en la carpeta de los discos uno que dijera “Reguetón viejo”. Entonces reconocí la misma carpeta de discos que había en el carrito que nos llevó esa noche, que parecía haber empezado hace ya muchos años, a Chacaíto.

Les pedí a los muchachos que me instruyeran. Esta es parte del tracklist. Las clásicas, al menos:

“Fellina”, de Héctor y Tito.

“Ojos que no ven”, de Alexis y Fido.

“Gasolina”, de Daddy Yankee.

“Dale, Don, Dale”, de Don Omar.

Las que de tanto andar en carrito y metro yo mismo sé reconocer. Sin embargo, me sorprendió ver en Internet que buena parte de las otras canciones del disco (aquí lo tengo, en mis manos) hayan sonado apenas el año pasado. El reguetón es un género hormiga, que envejece minuciosamente y que alcanza la eternidad en sus variaciones parecidas, desechables y casi infinitas.

Esperamos a que abriera el Metro para marcharnos. En la acera del edificio Lino, aun de madrugada, levanté la vista y ubiqué la terraza de mi antigua casa, en el piso once del edificio Mary−ros.

−Hace trece años que me fui de La Pastora –me dije. Y la sensación del rápido paso del tiempo hizo que sintiera más frío. Carmela y Roberto echaron a andar hacia abajo. Los detuve y les dije que fuéramos por arriba

−Es menos peligroso –les dije.

Yo los seguía a pocos pasos. Atrás de mí quedaba el pasado, grande como un edificio, como una ciudad que ya no existe. Yo le volví a dar la espalda, con la disciplina de una hormiga.