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La gorda oxigenada intervino. Agarró de la mano a Roberto y lo llevó hasta una silla ubicada en el otro extremo de la sala. Roberto siguió sus indicaciones y tomó asiento. La gorda le hizo una seña a Germain y este cambió la canción. Comenzaron a sonar los primeros acordes de “Falling”, de Alicia Keys (fue el único instante en que no se escuchó reguetón en aquella casa). Carmela le dio un empujón a Cuqui y se dispuso a ver lo que le tocaba a ella, y también a nosotros, pero sobre todo a ella, ver.

Al ritmo sensual del piano de Keys, la gorda se contoneaba en lo que asumí era un baile sexy. Por un instante temí que se fuera a desnudar. Afortunadamente, sólo se dedicó a restregar sus genitales cubiertos de ropa en la cara de mi amigo. Entonces comprendí una ley elemental de un género elemental: el reguetón es tan directo y transparente que su límite es la ropa.

−Coronaste –le dije a Roberto. Carmela se encerró en el baño.

−Cállate.

−¿No te gustó?

−Olía a mierda.

−Qué rata eres.

−No es una opinión, Rodrigo. Te digo que olía a mierda.

Carmela estaba tan borracha que ni siquiera se molestó. Sólo vomitaba. Luego, cuando ella finalmente abrió la puerta del baño, se encerraron en un cuarto. Fue el mismo Lobo quien los guió.

Después de acomodar a los tórtolos, regresamos al cuarto del Lobo. Si antes habíamos conversado sobre cine y licantropía, esta vez le tocó a la literatura.