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–¿Es en serio esta vaina? –me preguntó Roberto.

Le dije que sí.

−Pues yo también voy –dijo Carmela.

−Tú te vas para la casa –dijo Roberto.

−Yo no te voy a dejar ir a ninguna casa de putas solo, ¿oíste?

−No es una casa de putas, ¿verdad, Ro?

−No sé –dije. Y dije la verdad, pero esa duda bastó para Carmela.

Germain volvió y cuando se enteró de que ahora íbamos los tres, puso una condición:

−Ustedes ponen la curda.

Compramos cerveza, anís y una botella de ese galicismo etílico que aquí llamamos chemineao.

El Gordo nos pasó buscando y resultó buena gente, como todos los gordos. Al rato de estar rodando en un Buick destartalado, caí en cuenta de que no sabía dónde quedaba la casa del Lobo. No quise preguntar porque no estaba al tanto de lo que Germain le había dicho al Gordo sobre nosotros. La pregunta, además, le daba a la aventura un matiz de secuestro que no me interesaba considerar.

Sentí una mezcla de tranquilidad y escalofrío cuando reconocí la zona. Eran casi las once de la noche y estábamos por La Pastora. Pasamos el puente y luego la esquina de El Guanábano y rápidamente alcanzamos la esquina donde murió o donde se suicidó José Gregorio Hernández.

Yo nací y me crié en La Pastora. Viví en la calle que va de Amadores a Cardones entre 1981 y 1997. Volver esa noche, así, a ese lugar, me pareció una feliz coincidencia. Luego recordé las razones que llevaron a mi madre, a mi hermana y a mí a mudarnos y comencé a preocuparme. Temí que en esa calle de La Pastora, a la cual comenzábamos a descender desde la esquina que hizo famosa El Venerable, se cerrara un ciclo, mi ciclo.